
Es realista, es realista hasta hacer daño.
Habla de la ciudad de Baltimore, de la droga, del submundo de sus muelles, de
la corrupción de la construcción y la política, de la educación mutilada, de la
prensa aprovechada, y lo hace de un modo asombroso, porque percibimos los hilos
que conectan los distintos mundos, porque se nos muestran las estructuras que
imposibilitan los cambios para perpetuarse a sí mismas.
El guion es increíble: a partir de la idea
de ver la realidad desde los dos puntos
de vista, el de las instituciones y el de los que se sitúan fuera de ellas,
acabamos asistiendo a los esfuerzos de unos y otros por sobrevivir a partir de
reglas de juego siempre cambiantes, porque solo cambiándolas se puede
sobrevivir. Y no, no se trata de que no haya malos y buenos: lo que ocurre es
que todos son malos porque, si no lo eres, estás muerto. Hay excepciones, gente
que escapa, gente que no se conforma, pero son tan pocos y sus logros tan
pequeños que solo pueden entenderse como eso, excepciones, y nunca como
esperanzas.
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