Voy a empezar diciendo lo que no es The Wire: no es una serie amable, ni
condescendiente, ni esperanzadora, ni motivadora. Tampoco es una serie que
proclame la violencia, la rebelión o que ensalce gansters. No es heroica, en
absoluto: es, posiblemente, la serie menos heroica que he visto jamás. No es
romántica ni sentimental. No habla de gente extraordinaria, ni de gente humilde
que resulta extraordinaria.
Es realista, es realista hasta hacer daño.
Habla de la ciudad de Baltimore, de la droga, del submundo de sus muelles, de
la corrupción de la construcción y la política, de la educación mutilada, de la
prensa aprovechada, y lo hace de un modo asombroso, porque percibimos los hilos
que conectan los distintos mundos, porque se nos muestran las estructuras que
imposibilitan los cambios para perpetuarse a sí mismas.
El guion es increíble: a partir de la idea
de ver la realidad desde los dos puntos
de vista, el de las instituciones y el de los que se sitúan fuera de ellas,
acabamos asistiendo a los esfuerzos de unos y otros por sobrevivir a partir de
reglas de juego siempre cambiantes, porque solo cambiándolas se puede
sobrevivir. Y no, no se trata de que no haya malos y buenos: lo que ocurre es
que todos son malos porque, si no lo eres, estás muerto. Hay excepciones, gente
que escapa, gente que no se conforma, pero son tan pocos y sus logros tan
pequeños que solo pueden entenderse como eso, excepciones, y nunca como
esperanzas.
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