Švejk se declara a sí mismo “idiota
oficial”, y sin duda lo es. Pero también disfruta de una memoria prodigiosa que
le convierte en una especie de enciclopedia de hechos, de fragmentos de vida.
Esto le permite saber que todo ha ocurrido ya a alguna vez y que, por tanto, no merece la pena darle demasiadas vueltas a las cosas.
Švejk “… daba la impresión de una
tranquilidad absoluta, propia de los que están convencidos de que no han hecho
nada malo”, y lo cierto es que, si organizaba verdaderos desaguisados, era
siempre bajo la coartada de una interpretación literal o, a veces, imaginativa,
de las órdenes.
Švejk, inmutable, nos mostrará la cara
menos heroica de la primera guerra mundial en sus idas y venidas por un
ejército absurdo en el que la máxima preocupación de todos, desde jefes a
soldados, es qué comerán a continuación y, sobre todo, qué beberán. Se trata de
un ejército formado por ineptos, corruptos, borrachos y gente desmotivada y
desinformada. Es decir, como cualquier otro grupo humano.
Es una lástima que el autor muriera sin
acabar la novela: no porque no se concluya la trama, dado que no hay trama,
sino porque me hubiese gustado ver a Švejk en el campo de batalla o, al menos,
cerca.
Magnífica.
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