Leo, treinta años después, Eva, de Didier Comès. Vale que no sabía dibujar caras, pero da igual: su
dominio del claroscuro, su manejo del suspense, sus citas cinematográficas
(¡Servais incluido!) y el erotismo de sus historias compensa con creces esa pequeña deficiencia.
Las historias de
Comès siempre eran opresivas, siempre se desarrollaban en ambientes cerrados,
aislados, lugares con frecuencia rodeados de naturaleza, topografías en las que
la intromisión de lo fabuloso en la realidad no causaba ninguna extrañeza, lo cual no deja de ser extraño.
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