sábado, 7 de abril de 2018

Traicionando el futuro


Cada vez que cogemos el coche para irnos de fin de semana y no digamos cada vez  que cogemos el avión para irnos de escapada a París; cada vez que nos comemos un filete o tiramos ropa que ya no se lleva; de hecho, cada vez que tiramos algo al punto limpio (lo que significa que hemos comprado el correspondiente remplazo), estamos traicionando al futuro, porque le estamos haciendo inviable, insostenible, inhabitable para aquellos que les toque vivir en él.

Me pone enfermo ver cómo las medidas para controlar el consumo de ciertas materias consisten en cargarlas de impuestos, lo que implica en el fondo prohibición para lo que tienen recursos limitados y nada, absolutamente nada para aquellos cuyos recursos económicos se ríen de los recibos agua o electricidad.

Pero el problema es más grave que este de la discriminación. El problema es que nos mienten. Nos ponen carriles bici pero sigue incentivando la compra de coches. Nos venden los coches eléctricos sin decirnos de dónde viene la energía con la que cargamos las, por otra parte, muy contaminantes baterías de dichos coches. Nos llenan la ciudad de contenedores de colores para que reciclemos mientras le meten impuestos a las energías renovables.

No, nos dicen la verdad. Se toman medidas para favorecer la natalidad en un mundo en el que, si sobra algo, es gente. Eso sí, no blanquitos, porque de esos hacemos cada vez menos: por eso invertimos grandes sumas en investigar formas de que los occidentales nos reproduzcamos sea como sea.

No sé cuánto tiene todo esto de conspiración o de pura estupidez, pero lo cierto es que nos ocupamos de problemas de segunda y obviamos los problemas principales. Somos muchos. El comunismo a la soviética ha fracasado a la hora de crear riqueza. El capitalismo, por su parte, se ha mostrado incapaz de crear riqueza de un modo sostenible y equitativo y más aun de distribuirla. La alternativa china, con un líder sin fecha de caducidad, me temo que caerá en los vicios de todas las dictaduras. Sin embargo, los problemas siguen ahí: demográficos, medioambientales, políticos. Problemas globales que necesitan soluciones globales.

Podría dejar de viajar en avión, y de salir de fin de semana en coche. Podría apurar el ordenador unos años más y alimentarme de proteínas vegetales. Podría ir a trabajar con la sudadera esa que, aunque se ve vieja, es indestructible. Pero no lo hago. No le tengo tanto respeto al futuro. A veces me digo que es por no tener hijos. Pero entonces miro a los que sí los tienen y veo que se comportan de un modo incluso más despreciativo respecto del tiempo por venir que yo.

Las soluciones deben ser colectivas, porque solo si son colectivas aceptaremos asumirlas. A fin de cuentas, es difícil vencer al “no voy a ser yo el tonto”. La idea de que la solución pase por un consenso tan generalizado y que exija un grado tal de sacrifico, me sume, cómo no, en la melancolía.  

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