Cuando vi este libro en la
mesa de novedades de una librería me dije “eh, hace mucho que no revisito a
Spinoza”, así que, con la ilusión de quien queda con un viejo amigo, me hice
con un ejemplar y me puse a leer. Desgraciadamente, la ilusión rápidamente se
volvió decepción.
Al leer este libro uno
tiene la sensación de estar ante un palimpsesto sobre un texto de Spinoza. Bajo
la hojarasca que Lenoir suelta mezclando impresiones personales, chascarrillos
históricos e ideas a veces contrarias a las del propio biografiado, emerge la
sabiduría del ateo genial, del reformador ético, del filósofo materialista e
inmanentista que fue Spinoza. Pero esa emergencia debe competir con el
cristianismo y el misticismo no disimulado de Lenoir. Solo al final, gracias a
una carta de un viejo profesor, te reconcilias con la lectura porque te permite
exclamar “lo que yo decía”.
Si el libro tiene un mérito
es que te despierta las ganas de olvidarte de él y acceder por otras vías al
pensamiento de ese pulidor de lentes genial que fue Baruch Spinoza.
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