
Al leer Por
el camino de Swann desde el otro lado de la vida me he dado cuenta de que
en aquellos tiempos me enamoré del pequeño Marcel, pero no de Swann. Hoy, sin
embargo, he visto en Swann un camarada, posiblemente un amigo. Y he entendido
al narrador que revisa melancólicamente su existencia, que desgrana con
minuciosidad de orfebre o cirujano sus recuerdos en un intento patético de
comprender y de fijar, de capturar
aquellos tiempos en palabras y frases.
Hace treinta seis años, al leer sobre ese
niño bien que lo miraba todo con un detalle enfermizo y que sufría cada uno de
los instantes de los días que preveía que su madre no iba a darle el beso de
buenas noches, supe que no estaba solo. Hoy, al leer las penas de Swann, me
asombro de lo poco que aprendí de su lectura y me lamento de los dolores que me
hubiese evitado si hubiese leído su historia como si fuese un manual para la
vida o si, mejor aún, le hubiese tenido como amigo.
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