El fútbol tiene muchos valores: proporciona
un tema de conversación común a un porcentaje enorme de la población, cercano
al cincuenta por ciento, diría yo; canaliza la ancestral emoción de pertenencia
a un grupo; permite experimentar la pasión del combate y, a veces, la de la victoria,
aunque sea de modo vicario; y es asequible a todo el mundo: su complejidad no
excluye a nadie. En resumen: lo tiene todo para triunfar.
Los centros comerciales son sitios
geniales: en ellos hace fresco en verano, calor en invierno y jamás llueve;
favorecen la socialización; canaliza los instintos básicos de la caza a través
de las compras; y posibilitan el sueño de cualquier mamífero carnívoro: la
fácil ingesta de proteínas mezcladas con grandes cantidades de grasa.
Los programas de cotilleo son altamente
informativos: dicen cómo visten, viajan, se divierten y se relacionan los que
saben, que son los ricos y famosos. Sin necesidad de tediosas jornadas de
cotilleo, tan preciada información fluye de unas clases a otras, de unos
poderes adquisitivos a otros. Lo que hubiesen dado los aldeanos y aldeanas de
la Edad Media por saber cómo se lo montaban los amos en el interior de sus
castillos. Ahora basta poner la televisión para enterarse.
Supongo que estaréis esperando que redondee
el sarcasmo, pero no lo voy a hacer: todo lo anterior es rigurosamente cierto. Si
a mí el fútbol, los centros comerciales y el cotilleo televisivo me aburren es
porque soy una anomalía: mis placeres suelen implicar esfuerzos que nada tienen
que ver con el fácil dejarse llevar de todo lo anterior. Durante siglos se ha
discutido acerca de la intensidad de los placeres: los utilitaristas han
intentado levantar éticas basadas precisamente en eso, en la utilidad, y han
buscado justificaciones para clasificar jerárquicamente los placeres. Pero no
hay justificaciones que valgan: solo la mente individual puede comparar
placeres, porque es en ella, y solo en ella, donde la comparación tiene
sentido. Por mucho que yo le intente explicar a un futbolero lo bien que se lo
va a pasar leyendo el Zaratustra de
Nietzsche no creo que consiga nada, salvo que, previamente, el futbolero
tuviese también intereses filosóficos.
Tampoco creo que el fútbol, los centros
comerciales o los programas de cotilleo sean producto de una confabulación del
capital para entontecer a la gente: si tienen éxito es porque le dan a la gente
lo que quiere. Zara no funciona porque de dinero: da dinero porque funciona, y
si funciona es porque ha dado en el clavo: la gente no quiere resguardarse del
frío, ni llevar ropa cómoda ni resistente: quiere gustar, quiere pasear sus
signos por ahí, quiere demostrar que está a la última, y Zara se lo permite por
poco dinero. ¿Qué más se puede pedir?
El problema del Mundo feliz de Huxley no es el mundo que describe: la inmensa
mayoría de la gente pagaría por vivir en un mundo así. El problema es que es
insostenible. La avidez del capitalismo es ciega y estúpida, porque es capaz de
cargarse la gallina de los huevos de oro sin reparar en lo que hace. En vez de
conformarse con un estado del bienestar en el que la masa elabora bienes de
consumo que luego compra con su sueldo por más dinero del que costó su
producción, en cuanto puede reduce salarios, precariza el empleo, genera
desigualdades, reduce las prestaciones públicas y, si puede, se carga el propio
Estado. Y todo porque no existe un club de capitalistas a los mandos de las
grandes decisiones, sino que es una maquinaria ciega que se mueve a impulsos de
los millones de espíritus codiciosos que la conforman y que, en su estupidez,
ponen palos en las ruedas de su propio interés.
A lo que voy es que ese mundo superficial y
algo vulgar tan del gusto de las grandes masas no es el mal en sí. Me irrita
ver como alguna gente se pone exquisita y crítica a unos y otros pos su falta de
estilo o de profundidad. La gente tiene derecho a tomarse la vida con ligereza
y frivolidad, por qué no. El problema estriba en que ese abandonarse mórbidamente
a sus pequeños o grandes placeres puede impedirles ver cómo sus modestos sueños
se convierten en sueños imposibles.
A final de curso suele pasarme que, como profesor
que soy, entre en crisis. Por estas fechas siempre acabo preguntándome qué
derecho tengo yo para presionar a mis alumnos con las cosas del álgebra o el cálculo.
A fin de cuentas, me digo, pueden llevar una vida feliz sin nada de eso. Sin embargo,
después, tras reflexionar sobre el asunto, siempre acabo diciéndome ¿sí?, ¿pueden?
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