martes, 19 de junio de 2018

El fútbol, los centros comerciales y los programas de cotilleo


El fútbol tiene muchos valores: proporciona un tema de conversación común a un porcentaje enorme de la población, cercano al cincuenta por ciento, diría yo; canaliza la ancestral emoción de pertenencia a un grupo; permite experimentar la pasión del combate y, a veces, la de la victoria, aunque sea de modo vicario; y es asequible a todo el mundo: su complejidad no excluye a nadie. En resumen: lo tiene todo para triunfar.

Los centros comerciales son sitios geniales: en ellos hace fresco en verano, calor en invierno y jamás llueve; favorecen la socialización; canaliza los instintos básicos de la caza a través de las compras; y posibilitan el sueño de cualquier mamífero carnívoro: la fácil ingesta de proteínas mezcladas con grandes cantidades de grasa.

Los programas de cotilleo son altamente informativos: dicen cómo visten, viajan, se divierten y se relacionan los que saben, que son los ricos y famosos. Sin necesidad de tediosas jornadas de cotilleo, tan preciada información fluye de unas clases a otras, de unos poderes adquisitivos a otros. Lo que hubiesen dado los aldeanos y aldeanas de la Edad Media por saber cómo se lo montaban los amos en el interior de sus castillos. Ahora basta poner la televisión para enterarse.

Supongo que estaréis esperando que redondee el sarcasmo, pero no lo voy a hacer: todo lo anterior es rigurosamente cierto. Si a mí el fútbol, los centros comerciales y el cotilleo televisivo me aburren es porque soy una anomalía: mis placeres suelen implicar esfuerzos que nada tienen que ver con el fácil dejarse llevar de todo lo anterior. Durante siglos se ha discutido acerca de la intensidad de los placeres: los utilitaristas han intentado levantar éticas basadas precisamente en eso, en la utilidad, y han buscado justificaciones para clasificar jerárquicamente los placeres. Pero no hay justificaciones que valgan: solo la mente individual puede comparar placeres, porque es en ella, y solo en ella, donde la comparación tiene sentido. Por mucho que yo le intente explicar a un futbolero lo bien que se lo va a pasar leyendo el Zaratustra de Nietzsche no creo que consiga nada, salvo que, previamente, el futbolero tuviese también intereses filosóficos.

Tampoco creo que el fútbol, los centros comerciales o los programas de cotilleo sean producto de una confabulación del capital para entontecer a la gente: si tienen éxito es porque le dan a la gente lo que quiere. Zara no funciona porque de dinero: da dinero porque funciona, y si funciona es porque ha dado en el clavo: la gente no quiere resguardarse del frío, ni llevar ropa cómoda ni resistente: quiere gustar, quiere pasear sus signos por ahí, quiere demostrar que está a la última, y Zara se lo permite por poco dinero. ¿Qué más se puede pedir?

El problema del Mundo feliz de Huxley no es el mundo que describe: la inmensa mayoría de la gente pagaría por vivir en un mundo así. El problema es que es insostenible. La avidez del capitalismo es ciega y estúpida, porque es capaz de cargarse la gallina de los huevos de oro sin reparar en lo que hace. En vez de conformarse con un estado del bienestar en el que la masa elabora bienes de consumo que luego compra con su sueldo por más dinero del que costó su producción, en cuanto puede reduce salarios, precariza el empleo, genera desigualdades, reduce las prestaciones públicas y, si puede, se carga el propio Estado. Y todo porque no existe un club de capitalistas a los mandos de las grandes decisiones, sino que es una maquinaria ciega que se mueve a impulsos de los millones de espíritus codiciosos que la conforman y que, en su estupidez, ponen palos en las ruedas de su propio interés.

A lo que voy es que ese mundo superficial y algo vulgar tan del gusto de las grandes masas no es el mal en sí. Me irrita ver como alguna gente se pone exquisita y crítica a unos y otros pos su falta de estilo o de profundidad. La gente tiene derecho a tomarse la vida con ligereza y frivolidad, por qué no. El problema estriba en que ese abandonarse mórbidamente a sus pequeños o grandes placeres puede impedirles ver cómo sus modestos sueños se convierten en sueños imposibles.

A final de curso suele pasarme que, como profesor que soy, entre en crisis. Por estas fechas siempre acabo preguntándome qué derecho tengo yo para presionar a mis alumnos con las cosas del álgebra o el cálculo. A fin de cuentas, me digo, pueden llevar una vida feliz sin nada de eso. Sin embargo, después, tras reflexionar sobre el asunto, siempre acabo diciéndome ¿sí?, ¿pueden?  

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