A poco que uno se haga algunas de las preguntas
básicas acerca de la vida, como las famosas y estandarizadas “a dónde vamos” y “de
dónde venimos”, se encuentra con la contradicción. El ejercicio de la razón nos
dice que, con casi toda probabilidad, no somos más que grumos de partículas
subatómicas que se organizan efímeramente en estructuras lo suficientemente
complejas como para hacerse preguntas sobre su origen y destino, cuando resulta
que, tanto el uno como el otro, son la misma sopa chisporroteante y caótica.
Pero, concluyamos lo que concluyamos, no lo
acabamos de creer. Y para la supervivencia de la especie es bueno que así sea,
porque si nos convenciésemos de que somos eso, tan solo burujos de átomos, y de
sus múltiples corolarios, el sinsentido, la inexistencia del más allá, la
convencionalidad de toda moral, sería difícil que nadie cumpliese mínimamente con
sus deberes sociales.
Otra cosa es si esta renuncia a los
descubrimientos de la razón es buena o no para el individuo. En principio le
limita, sí, pero también es verdad que nos permite vivir una realidad que, por
muy mentirosa que sea, resulta más interesante que un caos amorfo.
La contradicción podría resumirse en que
pensamos unas cosas y sentimos otras, es decir, que tenemos dos imágenes del
mundo, la derivada de la observación crítica por un lado y la que es producto de
ese lío inextricable de instintos, costumbres y aprendizajes que conforman nuestros
hábitos.
El que no ha vivido nunca la contradicción con
cierta intensidad no puede entender lo que significa ser incapaz de conciliar el
pensamiento con las tripas. Es desesperante saber que el tiempo no existe y sin
embargo verte envejecer en el espejo día tras día; o sufrir por las injusticias
del mundo a pesar de haber entendido que la realidad no es más que un
constructo social.
Pienso que buena parte del problema viene
de una necesidad de unidad que nos obliga a todos, en mayor o menor medida, a
armonizar nuestras ideas, nuestras imágenes, en un todo coherente. La verdad es
que no sabría decir si es genética o cultural, pero lo que es indudable es que sus
ventajas evolutivas también son evidentes, porque alguien con las “ideas claras”
actúa siempre con más diligencia que uno cuya imagen del mundo es confusa y repleta
de imágenes contradictorias.
Sea como fuere, el camino del pensamiento
es irreversible: cuando uno empieza a dudar y acaba por dudar de todo difícilmente
puede volver a los cálidos y acogedores mundos de la convicción. Por ello, no
nos queda otra que aprender a convivir con la contradicción. Afortunadamente, el
cerebro es lo suficientemente plástico como para permitirnos soslayar las
trampas de nuestros diversos condicionamientos. El truco en este caso reside en
desarrollar un razonable y enriquecedor desdoblamiento de personalidad.
Es decir: ser, al menos, dos. Y no por
juego, que tampoco está mal, sino porque realmente somos, al menos, dos, ese
que mira el mundo con lucidez y ese otro no puede resistirse a la terca ilusión
de la realidad. Aceptar lo múltiple de nuestra naturaleza puede ayudarnos a llevar
la contradicción sin tanto sufrimiento y a sacar partido de ambas teorías
acerca del mundo, pues ambas lo son. El conocimiento del sinsentido no solo
pone coto a las más absurdas creencias, sino que descarga de patetismo a la crueldad
de la existencia, mientras que cierto sentido de la realidad nos salva de perdernos
en laberintos conceptuales, tan absurdos a veces como las propias creencias, y de
tener que vivir experimentando permanentemente la realidad como una mentira.
La libertad es una ilusión, pero nada nos impide
sentirla; estamos solos, la mónada está cerrada, sin ventanas, pero no por ello
hay que renunciar a la ilusión de la amistad y el amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario