No tenía yo los veinte cuando tuve la suerte
de encontrarme con el Príncipe Valiente
de Harold Foster completito. Habían pasado los exámenes de análisis en varias
variables y de geometría multidimensional y pude enfrascarme en su lectura. Lo
leí de un tirón en… no sé, dos, tres semanas. Durante días mi vida consistió en
comer algo, dormir un poco y leer el Príncipe
Valiente y saber, gracias a su lectura,
de sus aventuras en los tiempos de Arturo, Merlín y el genial Gawain; de su
maravillosa mujer Aleta, princesa de las islas Brumosas, y de su hijo Arn quien,
ante mis ojos atónitos, creció para convertirse en un joven digno de sus padres
y protagonista de sus propias aventuras. Fue aquella una de las experiencias
más intensas de mi vida. Fue tan intensa que lo que vino después me pareció de una
insulsez espectacular.
Cuando se me pasó el anticlímax me puse a pensar
en la experiencia y me di cuenta, sin demasiado esfuerzo, es verdad, que había devorado
la obra de un genio en eso, dos, tres semanas, cuando el mencionado genio había
tardado en desarrollarla más de treinta años. ¿Cómo no va a ser intenso algo
así?, me dije, ¿cómo no va a ser intenso vivir en tres semanas la creación de
treinta años?
Desde entonces he repetido la experiencia
alguna vez más. Es uno de los lujos de la cultura y el lenguaje: poder devorar el
producto concentrado de mentes excepcionales en un tiempo varios órdenes de magnitud
por debajo de lo que a dichos genios les costó sacarlo adelante.
La última experiencia de este tipo ha consistido
en leer de corrido y cronológicamente todos los cuentos publicados por Cortázar.
Desde luego, y en muchos sentidos, no ha sido lo mismo que con el Príncipe
Valiente, entre otras cosas porque a ciertas edades todo es más sutil pero, ¡ay!,
menos intenso. Cosa de las proporciones, que diría Nabokov.
Sin embargo, ha sido espectacular. Igual que
no se ve al conejo hasta que se mueve, solo se descubre al escritor cuando este
cambia: es al pasar de un libro al siguiente cuando se ve lo que era accidental
y lo que era esencial; lo que era moda y búsqueda; lo que era experimento y lo
que era hallazgo. Conocer a alguien siempre es emocionante y conocer a alguien
fantástico es emocionante y fantástico.
Por eso, porque lo sé, porque lo sabemos, nos
esforzamos tantos en comunicar la riqueza de esa experiencia, el lujo
extraordinario que supone vivir vicariamente otras vidas gracias a esos
concentrados que vienen en esos viales a los que llamamos libros.
Por eso me extraña, y en esto estaba pensando
cuando empecé a escribir este escrito, que haya estos días tipejos que andan
recomendando a los jóvenes que no elijan sus estudios en función de lo que les
guste, sino en función del marcado de trabajo. Hay que ser muy simple o muy canalla
para recomendar a los humanos del futuro que renuncien a sus deseos, a sus
inclinaciones, a sus pasiones. Hay que ser un tarado, madres aparte, para
pensar que la guía de la vida debe ser el beneficio, el rendimiento económico,
la “colocación”. Hay que ver a los demás como piezas de la maquinaria para
pedirles que se ajusten a la maquinaria.
¿Tiene sentido vivir una vida cuando se puede vivir muchas? A tan capciosa pregunta solo cabe una respuesta: no, claro que no, porque la renuncia solo es un valor para los pusilánimes. La cultura es el mecanismo que la evolución ha encontrado para aprovechar la experiencia ajena en una sola generación y no tener que esperar eones de azarosos cambios para incorporarla al genoma. La pega es que la cultura hay que inaugurarla con cada generación, hay que recrearla en cada nuevo cerebro, hacerla vivir en cada nueva mente. Y esto cada vez es más difícil… pero esto ya es otra historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario