domingo, 31 de enero de 2010

Democracia, espacio y tiempo

El sistema democrático occidental está incapacitado para resolver los grandes problemas que tenemos encima no por la ineptitud de sus dirigentes, que no es necesaria ni universal, ni por su desvergüenza, que no es necesaria ni universal.

La incapacidad del sistema democrático occidental no depende de cuestiones personales ni contingentes, sino que es, desgraciadamente, esencial, pues tiene su origen en el desfase existente entre dicho sistema y la realidad.

Este desfase se da en las dos dimensiones de la realidad: la espacial y la temporal.

El desfase espacial es obvio: los problemas se han hecho globales, es decir, trasnacionales (clima, economía, crimen organizado, multinacionales, valga la redundancia), pero no los gobiernos, que siguen siendo nacionales.

El desfase temporal es de escala. La democracia renueva sus dirigentes cada cierto tiempo. En esa higiene se basa su fuerza. Pero resulta que los plazos a los que estamos acostumbrados, cuatro, cinco años, son completamente insuficientes para afrontar los problemas globales que, por su dificultad y magnitud, exigen soluciones a largo plazo.

No estoy inventando nada: por eso hay tanta institución internacional; por eso, entre otras cosas, se inventó la ONU. Pero estas instituciones no tienen poder real: ni económico, ese lo tienen las grandes corporaciones; ni ejecutivo, en manos de los estados y sus ejércitos. Así, las cosas, son los problemas locales e inmediatos los que acaban imponiéndose siempre sobre los problemas globales del futuro.

Nada de esto sería tan grave si no fuese porque el futuro ya está aquí.

viernes, 29 de enero de 2010

De matrices y anillos

Hace poco más de seis años, cómo pasa el tiempo, escribí en una sección de Epsilones que se llamaba El cuaderno rojo el siguiente texto. Como lo he mencionado hace un par de días, lo reproduzco aquí.


De matrices y anillos

A riesgo de ser odiado voy a decir lo siguiente: las sagas cinematográficas de El Señor de los Anillos y Matrix son pura basura.

Con esta afirmación no me refiero a su calidad técnica, que sin duda es increíble en ambas en lo relativo a cuestiones como fotografía, diseño de producción, efectos especiales, sonido, artes bélicas y demás.

Tampoco a la calidad de la historia, pues en ambos casos es tan escueta que prácticamente no existe: en la del Anillo consiste en “hay un malo, vamos a por él” y en la de la Matriz en un “hay unos malos, vamos a por ellos”, estando las horas intermedias rellenas de hechos “contingentes” y/o “accidentales”.

Ni siquiera voy a criticar la poca originalidad de ambas historias, basadas en leyendas y mitos ancestrales o en cuestiones filosóficas con siglos de antigüedad: revisitar a los clásicos, si se hace bien, siempre es enriquecedor.

Cuando digo que son pura basura estoy pensando en los valores que muestran.

1. Mesianismo

Frodo y Neo son “elegidos”. Son una especie de profetas sin profecías con una misión: salvar al mundo. No hay merito en ellos. Ni voluntad. Son lo que son porque sí, porque les ha tocado en la lotería del destino.

Lo anterior tiene una consecuencia inmediata: sus seguidores no lo pueden ser en virtud de los méritos de sus líderes, porque en principio los desconocen: les siguen porque tienen fe ciega en ellos.

El porqué de su elección y de la fe de sus acólitos es un misterio emparentado sin duda con el de la Santísima Trinidad (“Tres anillos”, “Trinity”).

2. Maniquieísmo

Los conceptos morales no son absolutos. Raramente podemos dibujar una línea y decir del lado de acá estamos los buenos y del lado de allá los malos. Y quienes dicen distinguir claramente entre unos y otros suelen confundir los valores humanos con el color de la piel o la cantidad de petróleo que se les puede robar.

Sin embargo, en nuestras películas preferidas la distinción es absoluta. Los buenos son buenísimos henchidos de amistad y deseos de salvar al mundo, aunque no sepan muy bien cómo. Y los malos, los malos ni siquiera son humanos: son monstruos o programas de ordenador con los que podemos olvidarnos de dudas o piedad: se les aniquila y listo.

Los humanos llevamos haciendo lo mismo desde hace miles de años: para poder matar al otro sin demasiado problemas de conciencia nos convencemos de que el otro no es tan “humano” como los somos nosotros mismos: a veces por su raza, a veces por su nivel cultural o por su religión, casi siempre porque sí, no vemos al otro tan humano. Y lo seguimos haciendo: como ejemplo basta ver cómo algunos líderes mundiales distinguen entre los muertos propios (“bajas”) y los ajenos (“daños colaterales”).

3. Violencia y heroísmo

Total, que durante horas nos dedicamos a luchar y matar/eliminar a cuantos más enemigos mejor para conseguir salvar el mundo. Y esto podría entenderse como un rasgo de realismo de ambas trilogías que no considero censurable: la violencia forma parte de la vida del humano y ocultarla es solo un ejercicio de hipocresía.

Lo que me resulta ofensivo es que los héroes hagan gala de un grado de violencia tan desmesurado. Lo que me parece preocupante es que sin el más mínimo pudor se exponga la alianza entre heroísmo y violencia y se ensalce de un modo tan obsceno la figura del guerrero.

El mal, si tenemos que ubicarlo en algún sitio, no es una violencia u otra: es la violencia. Podemos hablar de ella, exponerla, mostrarla hasta que hiera nuestra sensibilidad y nos haga revolvernos en el sillón o girar la cabeza. Pero ensalzarla me parece la mayor de las maldades.

4. Entertainment

Los anglosajones son los reyes de esto de la industria del espectáculo. Y hace mucho que se dieron cuenta de la atracción que causa sobre los humanos la violencia, siempre y cuando el espectador se identifique con el que reparte y no con el que recibe. Y sin duda nos encontramos ahora ante dos obras cumbres en este sentido. Hace unos días, cuando les manifesté a unos alumnos lo estúpido que me parecía que en Matrix la forma de comunicarse entre programas de ordenador fuese a patada limpia, uno de ellos comentó: “ya, pero ¿y las hostias que se dan?”.

El éxito multitudinario de ambas sagas habla bien a las claras del acierto y habilidad de sus productores y de lo patético de este escrito mío, condenado a ser leído por millones de veces menos gente que la que ha visto y verá Matrix y El Señor de los Anillos. Ellos, a fin de cuentas, tienen a favor la propia naturaleza humana, mientras que yo, triste de mí, abogo por llevarle la contraria.

A los que lean esto solo les pido lo siguiente: la próxima vez que pasen un buen rato en el cine viendo como la gente se pega y se mata, que se pregunten acerca de lo que pensarían de alguien que pasase buenos ratos viendo como la gente se pega y se mata.
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Nota (29-1-2010): me gustaría recalcar que en el texto anterior hablo de las películas, no de los libros de El señor de los anillos, los cuales ni había leído entonces ni he leído después. Lo he intentado, eso sí, pero el tedio que me produjeron sus cien primeras páginas fue tal que no pude continuar.

miércoles, 27 de enero de 2010

Otra de héroes

Siempre me ha parecido bueno tener héroes. Primero porque somos animales imitadores, especialmente en la juventud y, dado que es así, no viene mal disponer de algunos modelos interesantes. Es lo que pasa en las artes: nadie nace con un estilo propio: este emerge de la original mezcla que el futuro artista construye escogiendo y rechazando de entre los materiales existentes.

En segundo lugar, pienso que es bueno tener héroes porque, antes o después, la experiencia muestra que dichos héroes están llenos de imperfecciones, lo cual nos lleva a desembarazarnos de ellos en un movimiento higiénico y liberador.

Yo, en algún momento de mi vida, me he querido parecer a Bugs Bunny, el señor Spock, el profesor Xavier, Ian Anderson, Harry Haller o Nietzsche, por citar solo algunos de mis héroes. En otros momentos han sido personajes más cercanos los que me han ofrecido formas interesantes de ser o de vivir. No sé si hay gente que se ha desarrollado sin héroes, pero yo no me imagino sin esos prototipos, paradigmas, puntos de fuga, focos de atracción, o como se les quiera llamar, que han sido para mí esos personajes. A estas alturas ya no lo son, pero siguen acompañándome como viejos amigos a los que, pese a conocer sus miserias, sigo apreciando.

Ahora bien: a todo movimiento de atracción debe oponérsele otro de repulsión, porque sino todo se hace una amalgama indigesta. En este caso, a la atracción del héroe se le debe oponer el espíritu crítico, que es el que, si se cultiva lo suficiente, nos acabará mostrando las fallas de los modelos y nos obligará con ello a forjarnos esquemas nuevos y originales.

Sin el espíritu crítico la admiración se convierte en fanatismo, y ahí la hemos liado, porque el fan, sea de un cantante, un político, un mesías o un personaje de novela, reconstruye el mundo en torno a su amado, y si algo no cuadra, le echa la culpa al mundo y tilda de hereje a quien no comulga con él.

A mí nunca me han insultado tanto como cuando se me ocurrió escribir que las películas Matrix y El señor de los anillos son basura, cosa que, naturalmente, sigo pensando.

domingo, 24 de enero de 2010

“Gracias a Dios”

La expresión “gracias a Dios” se usa, a veces, pensando menos en su sentido literal y más como forma de manifestar la satisfacción de haber sido tocado por el azar.

Pero otras veces no, otras veces se usa en su sentido literal, como cuando en un desastre natural en el que han muerto miles, un superviviente da gracias a Dios por haber sobrevivido. En este caso se está responsabilizando a Dios de la supervivencia de un individuo. ¿Y de la muerte de los demás? ¿No es responsable?

Supuesta la existencia de Dios, que un individuo le agradezca la propia suerte cuando el dolor le rodea es lo mismo que si el hijo de un maltratador le agradeciese a su padre que no la emprenda a golpes con él después de haberlo hecho con su madre y sus hermanos.
En realidad, lo que no acabo de ver es cómo pueden los creyentes, creyendo en Dios, no ver en Él al mayor de los maltratadores, por no decir al mayor de los genocidas.

Un misterio más.

[Por cierto: sobre el tema de lo duro que pude ser Dios es muy recomendable la última película de los hermanos Cohen, A serious man].

sábado, 23 de enero de 2010

Épica atea

En esto tiempos tan feos no viene mal un poco de épica. Lo malo es que la épica, la exaltación del héroe, suele tener un carácter mesiánico muy desagradable, pues los héroes suelen ser tipos elegidos, gente predestinada a cumplir una misión, en concreto la de salvarnos, sin que muchas veces esté claro de qué nos tienen que salvar, ni por qué son ellos precisamente los que van a lograrlo, ni si queremos los demás, los de a pie, ser salvados.

Aunque no mucha, tenemos algo de épica atea. En música, por ejemplo, está la obra de Dimitri Shostakovich. En ella aparecen héroes, pero son héroes anónimos, muchas veces colectivos, cuyo valor no reside en ningún mandato divino, sino en la fuerza de tener la justicia de su parte. Que Shostakovich estuviese del lado de los perdedores le evitó, además, la indignidad de la victoria.

No sé si el concierto para violoncello número 1 de Shostakovich tiene programa o no, pero es un ejemplo magnífico de épica y, también, de ironía y dramatismo. La versión que propongo es vieja, sí, pero tiene el aliciente de estar interpretada por Mstislav Rostropovich, que fue quien la estrenó y a quien se la dedicó el propio Shostakovich.

Por cierto: las cuatro primeras notas forman parte de la secuencia DSCH, la famosa firma musical de Shostakovich.



martes, 19 de enero de 2010

Haití

Se hace difícil hablar de nada cuando ocurren cosas como el terremoto de Haití. Cuando el dolor entra en acción, cuando la indefensión es absoluta, no hay moralinas ni matices filosóficos que valgan. Quien haya sentido alguna vez un dolor intenso, prolongado, desesperante, sabe a qué me refiero. Y quien no lo haya experimentado no puede entenderlo, porque el lenguaje es incapaz de evocarlo. Uno siente la tentación en estas ocasiones de buscar un culpable sobre el que descargar su ira, y a mí se me ha ocurrido hablar del obispo canalla ese que ha comparado el mal físico de los de allá con el mal espiritual que sufrimos los de acá. Pero no merece la pena. No serviría de nada. Lo que ha ocurrido en Haití, como lo que ocurre todos los días en tantos lugares del planeta, es una manifestación más de lo poquito que le importamos a una naturaleza ciega a los asuntos humanos. Es devastación pura, sin sentido, amoral.

Sobre lo que sí merece la pena reflexionar es sobre por qué los desastres azotan a unos territorios de una manera y a otros de otra. Me refiero, naturalmente, a la pobreza, que a hasta en esto nos hace distintos al convertir a quien la padece en víctima propiciatoria de todas las desgracias.

Pero este es asunto para otro momento. Ahora, en medio del caos, solo cabe pensar una cosa: ayudar. Y es bien fácil: basta entrar en Internet, o en una sucursal bancaria, y dar dinero y hacer que, por una vez, sirva para algo limpio. Habrá quien diga que buena parte de ese dinero se lo quedarán los especuladores, y las mafias, y los gobiernos locales, y hasta las ONGs. Es posible, pero esto no deja de ser una excusa para no hacer nada porque, sea lo que sea lo que llegue, merecerá la pena.

martes, 12 de enero de 2010

Saber incorporado

Para los antiguos era evidente que la Tierra era plana, y la idea de que esta en realidad pudiese ser esférica resultaba perturbadora, cuando no increíble.

Hoy, sin embargo, nadie tiene problemas en aceptar la aproximada esfericidad del planeta y en resolver las dificultades que esto conlleva (que los de “abajo” no se caigan, por ejemplo) echando mano de la fuerza de la gravedad universal, fuerza que nadie entiende pero que casi todos aceptan.

Si esto es así se debe a que el conocimiento de la forma de la Tierra es un saber incorporado, concepto desarrollado por Nietzsche y que pone de manifiesto un hecho curioso: no nos basta saber algo: necesitamos, además, interiorizarlo, sentirlo como real. No basta disponer de la verdad: hay que acreditarla como tal.

La situación intermedia surge cada vez que un nuevo conocimiento llega a la sociedad. La teoría de la evolución por selección natural de Darwin y Wallace, por ejemplo. Mucha gente la acepta como parte del canon científico, pero poca gente sabe exactamente qué significa. Se acepta la idea vaga de que los animales tienden a adaptarse al medio y que eso provoca los cambios que gradualmente dan lugar a las distintas especies, cuando no es eso lo que dice la teoría. Pero lo peor no es la falta de conocimiento, sino la no incorporación de alguna de sus consecuencias. Una de ellas, quizá la más importante, es que nada hay en la naturaleza humana de trascendente, pues no somos más que una de las muchas especies que pueblan la Tierra surgidas de esa sorprendente y azarosa combinación de azar y necesidad que es la evolución.

Esta situación de saber pero no sentir es frecuente. Y terrible, porque lleva a quienes la sufren a vivir en una especie de esquizofrenia, de desdoblamiento de la personalidad. Son muchos los que, por ejemplo, habiendo comprendido intelectualmente el sin sentido de la religiones, son incapaces, sin embargo, de aceptar un mundo sin trascendencia. Es el caso de tantos que, no siendo creyentes, no ven con los mismos ojos la religión en la que se han criado que la vivida por otros.

Para muchos el saber científico es algo que hay que aceptar pero que produce tristeza por lo que tiene de expulsión del paraíso. Es esa gente para la cual saber que la Luna es un enorme peñasco entra en contradicción con su romántica contemplación.

A lo que voy es que el conocimiento duele si nos cambia, pero no si nos criamos con él. Por eso es tan importante hacer el mundo lo más transparente posible. Los misterios son deliciosos si lo son de verdad, pero perniciosos si consisten en ocultación premeditada, pues los primeros estimulan la imaginación y la investigación, mientras que los segundos nos sumen en el desconcierto y la superstición.

Hoy sabemos muchas cosas. Sabemos que no existen entidades divinas ni fantasmales. Sabemos que la vida no tiene ningún sentido salvo el que queramos darle cada uno. Sabemos que nuestra propia naturaleza no juega necesariamente en nuestro favor, sino en el de los genes. Durante el siglo XX hemos aprendido más sobre el cosmos y sobre nosotros mismos que en toda nuestra historia y prehistoria. Sin embargo, no hemos incorporado ese conocimiento. Por el contrario, parece como si lejos de aumentar, el saber incorporado estuviese disminuyendo. La causa de esto es, teorías de la confabulación aparte, la desidia inherente a las sociedades opulentas. Dicho menos pedantemente: nos volvemos vagos. La vida laboral nos genera un cansancio que nos hace olvidar lo importante y dedicarnos simplemente a lo urgente. No merece la pena meterse en más problemas de los necesarios. No merece la pena entrar en discusión con quien piensa distinto.
Qué pereza... Total, qué mas da...

Hace unos años, en el estado norteamericano de Kansas, se abolió la obligatoriedad de la enseñanza de la evolución, lo cual dio entrada en las escuelas a la teoría del creacionismo. Esto es como si una ley dijera que, para explicar la reproducción humana, en vez de contar a los niños la cosa del pene, la vagina*, los espermatozoides y los óvulos, también se les puede enseñar la teoría de la cigüeña que viene de París. Pero así fue. Cuando los científicos americanos se dieron cuenta de lo que había ocurrido, vieron la necesidad de participar en el debate social, debate del que, encerrados en su torre de marfil, habían desertado.

Es terrible, pero la superstición lleva las de ganar. Hay muchas razones, pero dos destacan sobre las demás: una es que ser supersticioso es fácil, mientras que ser escéptico cuesta más. La otra es que, por definición, el escéptico no está convencido de nada. Esto, siendo bueno, implica que el supersticioso es poco proselitista, a diferencia del creyente que, convencido de lo suyo, no se corta a la hora de hacer propaganda.

No pretendo animar al personal a caer en los pecados de los otros, pero sí que animo a no callar, a opinar siempre que surja la oportunidad, a defender con argumentos y con pasión las propias convicciones. Quizá sea el caso de que no se tengan convicciones. Eso sería genial. Entonces se puede ser vehemente en defensa de la única convicción incuestionable: la duda.

A.

* ¿A alguien se le ocurre una explicación racional de por qué el programa Word da la palabra “vagina” como inexistente? Joder, están enfermos.