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Pizarnik no se deleita con los crímenes, aunque
tampoco los obvia: simplemente se deja llevar por la fascinación de un
personaje a la vez sanguinario y sofisticado en una prosa de gran precisión a
la que adorna de sutiles pinceladas líricas.
La edición que he leído está ilustrada por Santiago Caruso. Sus dibujos, magníficos,
mezclan el goticismo de Nosferatu, la frialdad de un libro de anatomía y la
extrañeza surrealista de lo onírico.
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