Hay gente que cree en textos sagrados,
textos relacionados con la divinidad y fuera de los cuales nada existe. En ellos
se describe la verdad y se prescribe lo que está bien y lo que está mal. Son,
por definición, inmutables, como lo es la Verdad que contienen. Escritos por
humanos poseídos por algún espíritu intermediario o por la propia divinidad, son
reflejo, en la medida de lo posible, del pensamiento de dios, el cual, al tener
que expresarse en el limitado pensamiento humano, lo hace con frecuencia
mediante metáforas y parábolas que han ser de interpretadas por sabios sacerdotes
especialmente adiestrados.
Pensaréis que estoy hablando de la Biblia,
del Corán, de los Vedas, y libros así, ¿no? Pues podría ser, pero no; hablo de
la Constitución Española. Ayer, el Fiscal General del Estado ha dicho “lo que
no está en la Constitución no existe en la vida política y social de España”. Es
genial. Es sublime. Es un criterio ontológico extraordinario: para saber si
algo existe o no basta ver si está en la Constitución. Tantos siglos de filosofía
para descubrir ahora que la cosa de la existencia se resolvía tan fácilmente.
Sería para reírse si no fuese tan penoso,
porque con frases así el Fiscal nos desprecia a todos, nos convierte en
comparsas de un texto legal, en vez de defender lo que debería ser obvio, y es
que los textos legales están para servirnos, y no para mitificarlos y adorarlos.
¿Hay que cumplir la Constitución? Sí,
pienso que es las leyes hay que cumplirlas. Las sociedades que lo hacen son
buenas sociedades. Pero las leyes se pueden cambiar. La propia Constitución Española
incluye el mecanismo para hacerlo. De hecho, cuando el FMI, Merkel, Obama o
quien fuera nos lo mandó, la cambiamos en una noche para calmar a nuestros
acreedores. Entonces, ¿de qué estamos hablando?
Si os fijáis, los poderosos raramente dan
argumentos: lo que hacen es descalificar al contrario moral, ética y hasta
estéticamente. Cuando alguien hace eso, no argumentar, es porque no tiene
argumentos. Por eso se meten con el estilo del contrario, o llaman al miedo, o invocan
la tradición, o la unidad de todos, o esgrimen rancios valores morales y otros expedientes
que nada dicen de los problemas reales de los que se trata pero que sirven para
desprestigiar la imagen del contrario y así, de paso, su posición.
El debate sobre la monarquía es un claro
ejemplo: como no tienen argumentos (desde luego, ninguno democrático) tienen
que decir que la república en el pasado no funcionó bien (¿y la monarquía sí?);
que hay que mantener el consenso (¿el de hace treinta y tantos años?); que no
nos podemos salir de la constitución (¿ah, no?); o que los defensores de la
república son perro-flautas, viejos que quieren rejuvenece, o seguidores del
chavismo. Alta política, ¿verdad?
Todo esto recuerda muchísimo a la estrategia
secular de la Iglesia Católica: ellos ya se dieron cuenta hace mucho tiempo de
que lo mejor no es considerar que el otro es distinto, sino pecador. Pues eso somos
los que queremos vivir en una república: somos malos. Y sin estilo, que no sé
qué es peor.
Pues sea.
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