Un compañero tiene un alumno predicador. Con alrededor de quince años se dedica a enseñar la palabra de su dios en vivo, por la calle, o en vídeo, a través de la red, que la religión no hace ascos de las nuevas tecnologías.
El joven predicador, al enterarse de que mi
compañero es ateo, le explicó que eso es porque es un ignorante. Mi compañero,
anonadado, le preguntó por algunas cosas, como, por ejemplo, la teoría de la evolución
por selección natural de Darwin. El alumno no dudó en negar que descendiese del
mono y, para que no hubiese duda acerca de su posición, dijo: “yo no creo en la
evolución”.
Ni falta que hace. La evolución es un hecho
tan incontestable como que la Tierra gira alrededor del Sol. Lo que es una
teoría es la explicación darwinista de cómo se produce esa evolución, pero
tampoco hay que creer en ella: las teorías están para analizarlas,
comprenderlas y criticarlas con toda la dureza posible. Si aguantan el tirón,
pasarán a formar parte del modelo, siempre provisional, que tenemos del mundo.
Si no, pues nos olvidamos de ellas y a otra cosa.
Pero no hay por qué creer. Ni en la evolución
por selección natural ni en la ley de la gravitación universal ni en la circulación
de la sangre. Hay que buscar conocimiento, no opinión. Y la creencia es opinión,
mera opinión, es un porque sí, irracional, sin justificación, sin argumentos. Y
esto no es una opinión, sino una obviedad, porque si la creencia se sustentase
en algo racional, pues no haría falta creer, bastaría comprender.
Pero el creyente siempre intentará
reducirlo todo a una cuestión de creencia, porque así todas las historias son
igualmente válidas y todo se reduce a eso, a creer o no creer. La argumentación
no interesa, porque los argumentos pueden convertir unas historias en absurdas
y dar sin embargo validez a otras. La argumentación, el análisis crítico, establece
jerarquías entre las historias, y eso no interesa. Por eso el creyente se sale
del juego racional: para no perder. Afirma, en un gesto de una vanidad asombrosa,
que sabe la explicación última de los grandes misterios del cosmos y que lo sabe
porque sí. Y ya está. Da igual lo que diga el otro: si no viene en su libro es
que no es verdad. Y punto. Cuestión de fe.
El joven predicador es un ejemplo de por qué
se insiste tanto en el valor de la fe: esta permite que chavales con un conocimiento
escasísimo de todo se crean sin embargo en posesión de la verdad y adapten su
vida a una colección de cuentos fantásticos. Con ella, con la fe, el poder
liberador del conocimiento queda reducido a nada y el círculo vicioso de la pobreza
continua sometiendo a grandes masas humanas, que es de lo que se trata.
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