Últimamente he leído algo sobre ecología,
medio ambiente, sostenibilidad y ese tipo de cosas. Los datos apuntan a que
estamos al borde del desastre, si es que no lo estamos ya. Los más optimistas
creen que con algunos cambios en la forma de consumir occidental podríamos aún
salvar lo que queda y dejar en herencia a las siguientes generaciones un
planeta habitable. Otros, los más pesimistas, puede que los más realistas,
defienden la necesidad de cambiar radicalmente un modo de vida basado en el
crecimiento sin fin, la extracción ilimitada, el consumo desaforado...
Lo que hacemos mal está claro: no cerramos
los ciclos; nos empeñamos en trasladarnos a toda velocidad; consumimos
productos del otro lado del planeta; no tenemos en cuenta los costes de
reposición; despreciamos el entorno y, además, hacemos todo esto explotando a
otros.
Si, en general, el acuerdo es casi total en
el diagnóstico. Por eso me ha sorprendido que tanto unos como otros no traten
el mayor problema medioambiental de todos: la especie humana.
Somos muchos. Es cierto que un porcentaje
no muy grande de la humanidad es el responsable de la mayor parte del consumo,
pero, en cualquier caso, somos muchos, y el ritmo de crecimiento es
escandaloso. Por mucho que volviésemos a formas de vida más austeras y en
equilibrio con el medio, un crecimiento exponencial como el que experimenta la
población no puede ser ilimitado. Ya lo dijo Malthus y, aunque los creyentes en
los poderes de la ciencia piensen que ya vendrá alguien e inventará algo, lo
cierto es que, de seguir así, no podremos ni movernos.
El problema es complicado. Si no limitamos la
natalidad, el mundo en su totalidad se parecerá a la playa de Benidorm en agosto.
Y si la limitamos, veremos cómo la población envejece más y más y cómo el
planeta, en poco tiempo, se convierte en un inmenso geriátrico.
Sin contar con la salida fácil de una
guerra devastadora, llamar solución a esto sería como pensar que se resuelve el
problema de la educación exterminando a los niños, hay una tercera vía muy en
consonancia con las propuestas de los ecologistas más concienciados, aunque
raramente la expliciten: volver a lo de antes. Lo de antes era vivir menos. Lo
de antes era no poder contar con tacs ni resonancias ni cirugías láser. Lo de
antes era no disponer de antibióticos. Hace no tanto tiempo la mortalidad
infantil era tremenda, y la gente se moría a cualquier edad por una gripe.
El aumento de la población es el efecto
combinado de la disminución de la mortalidad infantil y del retraso de la
muerte. No limitar la natalidad es un suicidio, pero limitarla sin limitar
también los años de vida de la población es otro suicidio.
Una de las peores consecuencias de la
crisis económica es que lo urgente se ha impuesto a lo realmente importante y
nos ha hecho olvidar que estamos al borde del desastre. Los problemas medioambientales
y el problema demográfico (dos aspectos de la misma cosa en realidad) siguen
ahí, no se han ido para dejarle el espacio a la prima de riesgo, aunque así sea
en las portadas de los periódicos.
Yo no veo solución. Se trata de problemas irresolubles
por incumbir a dos planos casi incompatibles de la existencia: el de lo
individual y el de lo colectivo. Desde este último, la única salida es que los
humanos vivamos menos y peor, pero esto resulta muy poco apetecible desde un
punto de vista individual. Llevamos intentando reconciliar estas dos
perspectivas desde que nos descubrimos un yo, pero con bastante poco éxito, la
verdad.
Quizá no haya solución. Quizá seamos, desde
el punto de vista evolutivo, un callejón sin salida.
Se admiten propuestas.