El verano pasado he estado en Ginebra y he
visto, en el techo de la sala XX del Palacio de las Naciones, El mar de
Barceló. Es hermoso, magnifico, hasta diría que grandioso. Como es el mar. Hacía
tiempo que una experiencia estética no me emocionaba así. Mientras contemplaba ese
mar al revés que Barceló pintó con rasgos de cueva, un guía se empeñaba en desgranar
los detalles del encargo y la consiguiente polémica y de dar datos y nombres. Yo,
arrodillado y mirando la cúpula, daba al aire manotazos imaginarios para
espantar sus palabras y poder experimentar con tranquilidad esa mezcla de admiración
y envidia que se siente ante la genialidad.
Ahora, pasados dos meses, recuerdo que las
palabras del guía explicaban lo que costó que la sala XX del Palacio de las Naciones
de Ginebra se llame “de los Derechos Humanos y de la Alianza de Civilizaciones”.
A muchos la cifra les escandaliza. Yo, sin embargo, cada vez estoy más
convencido de que no hay dinero mejor gastado que el invertido en el placer y
la belleza.
A fin de cuentas, no nos
queda nada más.
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