viernes, 30 de marzo de 2018

Breve introducción a la antropología del hola


No sé si hay estadísticas al respecto, pero estoy seguro de que una de las palabras más repetidas en español oral es hola. La usamos para saludar, para dejar constancia de que somos conscientes de la presencia del otro. Sin embargo, los humanos raramente damos puntada sin hilo, por lo que, a la vez que saludamos, aprovechamos para comunicar o expresar algo más.

Cuando, por ejemplo, nos cruzamos con una joven alternativa, su hola, dicho en tono cantarín, nos dice que nos quiere y que está dispuesta a querernos pese a todas nuestras evidentes ignorancias y contradicciones. Si en vez de una joven es un joven, al tono cantarín le acompañan unas notas de temor, un deje suspicaz, reflejo si duda de la inseguridad crónica del hombre contemporáneo.

En el otro extremo del espectro nos encontramos con el interesante hola de la gente conservadora de edad avanzada. Enunciado en tono muy grave y completado por lo general con un “buenas tardes” dicho a continuación pero tras una pausa significativa, su hola sirve para cercenar de raíz toda confianza y dar solemnidad al encuentro. Estos expertos del desprecio tienen la habilidad de dar a entender en su saludo, aun sin decirlo, un término más, como, por ejemplo, chusma. Así, su saludo completo vendría a ser “hola…, buenos, días, chusma”. Este último elemento evaluativo sirve tanto para informar al receptor de su lugar en el mundo como para deshago del sufrido conservador que se ve obligado a encuentros tan desiguales.

Hay holas rápidos, secos, que suelen corresponder a intentos de neutralidad pero que esconden el ánimo expectante y cauto de quien teme a lo desconocido pero no quiere pasar desapercibido. Viene a ser un epítome de “bueno, me gustaría saber de qué vais y en función de eso quizá, ya que estoy por aquí, entre en la cosa, aunque, como todavía no sé muy bien de qué va la cosa, me mantenga expectante, como ya ha dicho el escritor un poco antes”.

Aunque tampoco se oye demasiado, distinto del anterior es ese hola que se ahoga antes de ser emitido. Es un hola dicho en un tono más agudo que la voz normal pero con tan poco intensidad que pasa desapercibido. Es el hola de quien no quiere estar allí, de quien no le llega la camisa al cuerpo, de quien lo dice por educación pero teme que su saludo provoque una contestación. Es el hola, en suma, de quien no quiere por nada del mundo crear un vínculo.

Un tercer hola silencioso, en realidad completamente silencioso, es el de ese vecino al que se conoce desde veinte años atrás pero que, por algún extraño sentido de la economía, prefiere agachar la cabeza, desviar la mirada, hacerse el invisible y no saludar de ninguna de las maneras. Es un hola evacuado, un hola-vacío, tan solo un hueco en la continuidad espacio-temporal. Una variante interesante es el hola gruñido escuchado en las zonas comunes, un hola inarticulado, arrojado más que dicho y sin duda muestra de algún tipo regresión a estados paleontológicamente previos al Homo sapiens. Una teoría que explica esta incapacidad para el saludo es que una deficiencia en el neocórtex impide distinguir entre el ámbito incógnito de las calles de la ciudad y el medio aldeano de la comunidad de vecinos.

El hola anterior a veces se confunde con el hola rencoroso del enemigo, ese que en realidad quiere decir, “ah eres tú, imbécil”, pero en realidad no tienen nada que ver. Mientras que el hola-vacío del vecino tiene que ver con la tacañería y quizá ciertas deficiencias neurológicas, el hola enemigo es rico en matices y significados en consonancia con la enorme variedad de odios que somos capaces de desatar en los demás. A veces el enemigo obvia el saludo, pero, en cualquier caso, se trata de un silencio estruendoso.  

Por oposición hay que hablar del hola que acompaña a la sorpresa agradable, al encuentro fortuito, inesperado, y bienvenido. Este hola surge como un globo de cómic de un rostro sonriente, luminoso y feliz. Es un hola que habla de felicidad, de nuevas oportunidades, de aprecio, un hola que te hace mirar el cielo y verlo azul. Si me he detenido brevemente en la descripción de las consecuencias subjetivas de este hola es porque está documentado que hay gente que nunca lo ha experimentado y para que sepan.

Distinto es el hola insinuante, sugerente, el hola erótico, que habla de disponibilidad y de interés. Al tiempo que el cuerpo emisor intenta reconfigurarse para dar lo mejor de sí mismo, emite toneladas de feromonas con la intención de alcanzar al otro y establecer lazos químicos que favorezcan futuros enlaces físicos. Este hola, en entredicho en la sociedad actual, está a punto de ser sustituido por una instancia en papel timbrado.

Sea como fuere, a veces se superan rodas las dificultades. Entonces aparece el hola más dulce, ese que se intercambian los amantes tras el sueño o el sexo. Señala el inicio del reencuentro y habla de miradas y caricias.

No quiero terminar esta introducción a la antropología del hola sin hablar del lugar de más interés para el experimentador: me refiero a los pasillos de los centros de trabajo con abundante personal. Allí se da el saludo de forma iterativa y con frecuencia cíclica, como ya estudiaron el equipo de sociólogos Monthy Python en su film El sentido de la vida, aunque en su caso el contexto era más acuático. En los pasillos, en razón de su alargada topografía, los encuentros entre el personal son frecuentes y, por lo tanto, también la emisión de todo tipo de holas: ahogados, insinuantes, alegres, roncos, altivos… A la multiplicidad de interacciones se le une la frecuencia: los sucesivos encuentros con las mismas personas obligan a la mera repetición o, en aquellos de casos de mayor creatividad, a un esfuerzo por variar el saludo y adornar el hola con gestos y comentarios que nunca dejan satisfechos a nadie y sí la sensación de ser un poco imbécil. Se sabe de gente que dispone de una serie creciente de saludos del tipo “1) hola; 2) hola otra vez; 3) y van tres; 4) vivimos en los pasillos; 5) dirás que me paso el día paseando, pero no creas, lo que pasa que hoy tengo unos papeles que… Como idea  no es mala, pero obliga a memorizar el número de veces que uno se ha cruzado con cada persona y supone cierto riesgo, como es decirle a alguien a quien no hemos visto en todo el día “y van tres”.

Con el apasionante mundo de la empresa termino estas notas que solo pretenden ser una primera aproximación a un tema de enorme interés y que pude dar lugar, en manos expertas, a una profundización en la psique humana y en las formas en las que nos relacionamos. Sin duda, cualquier avance en el sentido y uso del hola supondrá una extraordinaria contribución al bienestar de la especie humana.  


sábado, 17 de marzo de 2018

Idiotez


Con los años uno aprende a negociar con la idiotez por muchas razones, pero, sobre todo, porque entiendes que igual que hay gente con problemas de riñón hay gente con problemas mentales: considerar que de una cosa no se es responsable y de la otra sí es un prejuicio psicológico sin fundamento. Pienso sinceramente que la sociedad, todos, debemos cuidar tanto de los que sufren cólicos nefríticos como de los que sufren de idiotez.

Dicho esto, diré también que mi bonhomía, mi comprensión, tiene sus límites. En este caso mi límite, aquello que no puedo soportar, es la soberbia intelectual.

Un idiota, según el DRAE, es un ‘Tonto o corto de entendimiento´. Si uno es corto de entendimiento, lo único que debe producirnos es comprensión y el deseo de ayudarle a superar, en la medida de lo posible, las limitaciones de su intelecto. Lo contrario, jactarse de la propia inteligencia, es demostrar poca inteligencia al no entender lo que tiene de azaroso poseer tal rasgo genético.

Sin embargo, en su segunda acepción, el DRAE define también al idiota como ‘Engreído sin fundamento para ello’. Esto ya es otra cosa. Hasta aquí, exactamente hasta aquí, llega mi capacidad empática: a estos idiotas no puedo soportarlos.

Son lo peor: son esos que, ignorantes de su ignorancia, se atreven a pontificar. Son aquellos que sin haberse molestado en investigar, se creen imbuidos de un conocimiento universal por el simple hecho de ser ellos así, maravillosos y perspicaces. Son esa gente que en su limitado entendimiento creen que el mundo es sencillo, que basta una ojeada para comprender su mecanismo y que se atreven por tanto a juzgar y prescribir sobre los grandes temas que llevan preocupándonos a los humanos desde que nos dimos cuenta de que lo somos con una frase y dos chascarrillos oídos al vuelo en cualquier charla intrascendente y trivial.

No me voy a andar con falsas modestias: me considero una persona inteligente. Pero si de algo sirve la inteligencia, si la usas, que esa es otra, es para descubrir que la complejidad del mundo nos condena a una investigación permanente y a una sospecha esencial, esa que nos susurra al oído que es posible que algo se nos esté escapando.

Lector, si estás convencido de algunas cosas, revisa tus conceptos.

Si estás convencido de muchas cosas, entonces eres un idiota. O un ser extraordinario, en cuyo caso, por favor te lo pido, ilumíname.

sábado, 3 de marzo de 2018

Tres ideas inquietantes


En su libro Vida líquida, Zygmunt Bauman habla de la sociedad moderna líquida, que es aquella, en oposición a la sólida sociedad del pasado, en la que todo cambia antes de que dé tiempo a que nada se consolide.

El libro contiene, entre otras muchas,  tres ideas inquietantes.

Una es casi trivial en su verdad: no es posible igualar por arriba las oportunidades de los habitantes del planeta. Si queremos luchar contras las desigualdades, si queremos equilibrar el acceso a la riqueza de los humanos en su conjunto, muchos tendremos que renunciar a nuestro bienestar, y eso incluye a la mayoría de los habitantes del primer mundo, por más que muchos de ellos se crean discriminados. Y lo cierto es que lo están, sin duda, pero respecto de sus compatriotas ricos, no respecto de la mayoría de los habitantes del globo. No veo a los europeos o estadounidenses renunciando, por poner dos ejemplos, a sus coches, sus cosméticos o sus móviles inteligentes. Pero sin esas renuncias, una igualdad sostenible es inalcanzable.

Otra idea inquietante y algo más sutil es que la cultura quizá no sobreviva al ocaso de la durabilidad. Bauman, al describir la sociedad moderna líquida, explica que en ella se prefiere guardar a tirar y la fugacidad a la durabilidad. Se trata de modernizarse o morir, de recomponer constantemente la propia identidad. No da miedo el cambio, sino el estancamiento. Todo esto implica, claro está, precariedad, inestabilidad e incertidumbre. Lógicamente, las implicaciones de esta liquidez social abarcan todos los aspectos de la vida, pero quizá en especial a la cultura, porque esta necesita, sea cual sea la manifestación de la que hablemos, de reflexión, de tiempo, de maduración. La historia de la cultura es una historia de aproximaciones y rupturas, de construcción y destrucción, pero siempre a lo largo de periodos lo suficientemente largos como para que los esfuerzos colectivos hayan dejado un poso, un sedimento que ha venido a engrandecer un poco más nuestro bagaje cultural, es decir, nuestras miradas del mundo y por tanto nuestras posibilidades. Pero en un mundo cambiante de corrientes efímeras, ¿podrá la cultura hacer su trabajo? 

Quizá la idea más perturbadora sea la afirmación de que los problemas, al hacerse globales, exigen soluciones globales. Pone como ejemplo la economía de fines del siglo XVIII. Hasta entonces organizaciones gremiales, municipios y parroquias habían ejercido cierto control sobre la economía y evitado desequilibrios excesivos. Pero los avances tecnológicos favorecieron la aparición de grandes industrias que trascendieron los límites geográficos del momento y explotaron sin control a los desprotegidos trabajadores. El nacimiento de los Estados-nación vino a resolver el problema: la política recuperó las riendas y pudo poner algo de freno a la voracidad económica. Hoy estamos en una situación similar: las multinacionales se saltan fronteras, legislaciones y controles como amas del mundo que son. Eluden pagar impuestos y someterse a legislaciones de protección de los trabajadores llevándose sus industrias a lugares donde no existen esas leyes o, mejor aún, encargando sus productos a otras empresas de las que no se sienten responsables. Su poder y su implantación mundial las convierte en problemas globales que no puede resolver un único estado: ni siquiera una reunión de ellos. También son problemas globales el cambio climático, la contaminación de las aguas, la energía nuclear, el crecimiento demográfico, las guerras  y tantos otros que solo podrán resolverse con soluciones globales.

Resumiendo: resulta que un planeta justo y habitable desde el punto de vista humano necesita que cientos de millones de personas, los habitantes del mundo rico, renuncien a buena parte de su bienestar; resulta que la cultura, en tanto que reflexión sobre nosotros mismos, necesitaría que el mundo frenase, que se tomase su tiempo para que las ideas pudieran cristalizar; y resulta que los múltiples problemas globales que amenazan a la humanidad exigen soluciones globales, es decir, una unión de los poderes del mundo para combatirlos.

Total nada.