lunes, 18 de marzo de 2013

Sentido común

Decía Leonardo que el sentido común es la facultad que juzga la información aportada por los otros cinco sentidos, es decir, una especie de organizador o quizá de receptor único de la información, por otra parte heterogénea, que nos llega del mundo exterior.

Otro punto de vista, el más extendido, es que el sentido común es esa forma de entender el mundo que comparte el común de los mortales. La definición del DRAE no deja lugar a dudas: “Modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas”, aunque algunos, a los que podríamos calificar como optimistas, relacionan el sentido común con lo racional o lo razonable.

Pero ahora, gracias a los mandatarios españoles, tenemos una nueva acepción: sentido común es lo que piensan ellos. Cuando defienden una ley o una actuación lo hacen diciendo que es de sentido común. Cuando se oponen a la actuación de otros, lo hacen diciendo que es contraria al sentido común. Acompañan estas manifestaciones con otras opiniones igualmente tajantes: lo que ellos proponen no solo es “lo que dicta el sentido común”, sino también “lo que hay que hacer”, “lo único que se puede hacer” y, por su fuera poco, “lo que quiere todo el mundo”.

Frases de este estilo las ha dicho un tipo con motivo de las manifestaciones y huelgas que van a coincidir estos días con la visita de los inspectores del Comité Olímpico Internacional, aunque son habituales entre sus correligionarios. Ha aludido a la responsabilidad de todos para que todos se la envainen y se hagan los buenecitos mientras que nos inspeccionan, no vaya a ser que se vaya el negocio al garete.

Lo que me importa ahora no es que el negocio sea de los de siempre y no de la mayoría. Lo que me importa ahora no es que al COI le importe tres narices que hacer deporte en Madrid sea una heroicidad. Lo que me importa señalar ahora es que estoy harto, estoy hasta los cojones de que hablen en mi nombre, estoy harto de que tergiversen el sentido de la cosas, de que se erijan en heraldos de todos sin excepción, que se arroguen, cual oráculos, el poder de conocer la verdad, los pensamientos y los deseos de cada uno de nosotros.

No sé si es de sentido común organizar ahora unos juegos olímpicos. No sé si la mayoría está a favor o en contra. Lo único que sé es que conozco a algunos madrileños que no lo quieren, y que me incluyo entre ellos, y que, por tanto, es falso que lo queramos todos los madrileños, y que, por tanto, ofenden a la verdad cuando dicen que todos lo queremos porque, sencillamente, y perdonadme la retórica, no es verdad.

Pero esto de los juegos olímpicos, insisto, es un ejemplo, una anécdota. Lo preocupante es que llevamos años sufriendo este discurso: las actuaciones no se argumentan: simplemente se nos dice que son de sentido común, con lo cual no solo nos la imponen sino que, de paso, nos llaman subnormales si no estamos de acuerdo. Estoy hasta los cojones de que me falten al respeto una y otra vez. Si no fuera una obviedad explicaría que todos estos tipos que hablan así no han entendido jamás lo que significa la democracia. Para ellos no es la forma de que el poder sea controlado y, de alguna manera, ejercido por la gente, sino el juego que hay que jugar para detentar el poder.

Lo malo es que las ideas calan. Entre mis alumnos, si la mayoría prefiere el examen el martes hay que hacerlo en martes, aunque un compañero tenga ese día que ir al hospital. La democracia es para ellos el poder de la mayoría. Por eso se quedan a cuadros y confirman que soy un frikie cuando les digo que la verdadera democracia se da cuando la mayoría respeta y defiende a las minorías.

Estoy mezclando las cosas, lo sé, pero es que estoy preocupado. Durante un tiempo el pensamiento único se 
defendió con sesudos argumentos como el del fin de la historia y esas cosas. Pero ahora hemos pasado a una segunda fase en la que, una vez asumida su unicidad, nadie parece sentirse obligado a justificar nada: es que las cosas son así, pensar lo contrario es de locos o de terroristas y punto huevo.

Sé que lo hacen a posta. Sé que les dictan las frases desde sus think tanks, desde esos antros en los que un puñado de canallas desarrolla sus estrategias de comunicación. Sé que si dicen esas cosas es porque saben que a muchos les lleva al huerto y a otros nos jode. Sé que la estrategia del estás conmigo o contra mí es más vieja que la civilización, pero como yo no tengo estrategas cubriéndome apoyándome, ni me arropa ningún grupo, ni cuento con espectaculares escenarios, no me queda más remedio que cabrearme y gritar a los cuatro vientos lo que debería de ser una obviedad: nadie, absolutamente nadie, ni la gentuza que manda ahora ni la que ha mandado en otras ocasiones, habla en mi nombre.  

Porque, y termino, esta es la mayor de las humillaciones: nos roban la libertad del día a día; nos roban el dinero; nos roban el país; nos roban hasta la historia; pero pretender robarnos los pensamientos es el colmo, es el puto colmo.

domingo, 3 de marzo de 2013

Desdoblando la personalidad


A poco que uno se haga algunas de las preguntas básicas acerca de la vida, como las famosas y estandarizadas “a dónde vamos” y “de dónde venimos”, se encuentra con la contradicción. El ejercicio de la razón nos dice que, con casi toda probabilidad, no somos más que grumos de partículas subatómicas que se organizan efímeramente en estructuras lo suficientemente complejas como para hacerse preguntas sobre su origen y destino, cuando resulta que, tanto el uno como el otro, son la misma sopa chisporroteante y caótica.

Pero, concluyamos lo que concluyamos, no lo acabamos de creer. Y para la supervivencia de la especie es bueno que así sea, porque si nos convenciésemos de que somos eso, tan solo burujos de átomos, y de sus múltiples corolarios, el sinsentido, la inexistencia del más allá, la convencionalidad de toda moral, sería difícil que nadie cumpliese mínimamente con sus deberes sociales.

Otra cosa es si esta renuncia a los descubrimientos de la razón es buena o no para el individuo. En principio le limita, sí, pero también es verdad que nos permite vivir una realidad que, por muy mentirosa que sea, resulta más interesante que un caos amorfo.  

La contradicción podría resumirse en que pensamos unas cosas y sentimos otras, es decir, que tenemos dos imágenes del mundo, la derivada de la observación crítica por un lado y la que es producto de ese lío inextricable de instintos, costumbres y aprendizajes que conforman nuestros hábitos.     

El que no ha vivido nunca la contradicción con cierta intensidad no puede entender lo que significa ser incapaz de conciliar el pensamiento con las tripas. Es desesperante saber que el tiempo no existe y sin embargo verte envejecer en el espejo día tras día; o sufrir por las injusticias del mundo a pesar de haber entendido que la realidad no es más que un constructo social.

Pienso que buena parte del problema viene de una necesidad de unidad que nos obliga a todos, en mayor o menor medida, a armonizar nuestras ideas, nuestras imágenes, en un todo coherente. La verdad es que no sabría decir si es genética o cultural, pero lo que es indudable es que sus ventajas evolutivas también son evidentes, porque alguien con las “ideas claras” actúa siempre con más diligencia que uno cuya imagen del mundo es confusa y repleta de imágenes contradictorias.

Sea como fuere, el camino del pensamiento es irreversible: cuando uno empieza a dudar y acaba por dudar de todo difícilmente puede volver a los cálidos y acogedores mundos de la convicción. Por ello, no nos queda otra que aprender a convivir con la contradicción. Afortunadamente, el cerebro es lo suficientemente plástico como para permitirnos soslayar las trampas de nuestros diversos condicionamientos. El truco en este caso reside en desarrollar un razonable y enriquecedor desdoblamiento de personalidad.

Es decir: ser, al menos, dos. Y no por juego, que tampoco está mal, sino porque realmente somos, al menos, dos, ese que mira el mundo con lucidez y ese otro no puede resistirse a la terca ilusión de la realidad. Aceptar lo múltiple de nuestra naturaleza puede ayudarnos a llevar la contradicción sin tanto sufrimiento y a sacar partido de ambas teorías acerca del mundo, pues ambas lo son. El conocimiento del sinsentido no solo pone coto a las más absurdas creencias, sino que descarga de patetismo a la crueldad de la existencia, mientras que cierto sentido de la realidad nos salva de perdernos en laberintos conceptuales, tan absurdos a veces como las propias creencias, y de tener que vivir experimentando permanentemente la realidad como una mentira.

La libertad es una ilusión, pero nada nos impide sentirla; estamos solos, la mónada está cerrada, sin ventanas, pero no por ello hay que renunciar a la ilusión de la amistad y el amor.