viernes, 22 de febrero de 2013

El Príncipe Valiente y el mercado laboral


No tenía yo los veinte cuando tuve la suerte de encontrarme con el Príncipe Valiente de Harold Foster completito. Habían pasado los exámenes de análisis en varias variables y de geometría multidimensional y pude enfrascarme en su lectura. Lo leí de un tirón en… no sé, dos, tres semanas. Durante días mi vida consistió en comer algo, dormir un poco y leer el Príncipe Valiente y saber, gracias a su lectura, de sus aventuras en los tiempos de Arturo, Merlín y el genial Gawain; de su maravillosa mujer Aleta, princesa de las islas Brumosas, y de su hijo Arn quien, ante mis ojos atónitos, creció para convertirse en un joven digno de sus padres y protagonista de sus propias aventuras. Fue aquella una de las experiencias más intensas de mi vida. Fue tan intensa que lo que vino después me pareció de una insulsez espectacular.

Cuando se me pasó el anticlímax me puse a pensar en la experiencia y me di cuenta, sin demasiado esfuerzo, es verdad, que había devorado la obra de un genio en eso, dos, tres semanas, cuando el mencionado genio había tardado en desarrollarla más de treinta años. ¿Cómo no va a ser intenso algo así?, me dije, ¿cómo no va a ser intenso vivir en tres semanas la creación de treinta años?

Desde entonces he repetido la experiencia alguna vez más. Es uno de los lujos de la cultura y el lenguaje: poder devorar el producto concentrado de mentes excepcionales en un tiempo varios órdenes de magnitud por debajo de lo que a dichos genios les costó sacarlo adelante.

La última experiencia de este tipo ha consistido en leer de corrido y cronológicamente todos los cuentos publicados por Cortázar. Desde luego, y en muchos sentidos, no ha sido lo mismo que con el Príncipe Valiente, entre otras cosas porque a ciertas edades todo es más sutil pero, ¡ay!, menos intenso. Cosa de las proporciones, que diría Nabokov.

Sin embargo, ha sido espectacular. Igual que no se ve al conejo hasta que se mueve, solo se descubre al escritor cuando este cambia: es al pasar de un libro al siguiente cuando se ve lo que era accidental y lo que era esencial; lo que era moda y búsqueda; lo que era experimento y lo que era hallazgo. Conocer a alguien siempre es emocionante y conocer a alguien fantástico es emocionante y fantástico.

Por eso, porque lo sé, porque lo sabemos, nos esforzamos tantos en comunicar la riqueza de esa experiencia, el lujo extraordinario que supone vivir vicariamente otras vidas gracias a esos concentrados que vienen en esos viales a los que llamamos libros.

Por eso me extraña, y en esto estaba pensando cuando empecé a escribir este escrito, que haya estos días tipejos que andan recomendando a los jóvenes que no elijan sus estudios en función de lo que les guste, sino en función del marcado de trabajo. Hay que ser muy simple o muy canalla para recomendar a los humanos del futuro que renuncien a sus deseos, a sus inclinaciones, a sus pasiones. Hay que ser un tarado, madres aparte, para pensar que la guía de la vida debe ser el beneficio, el rendimiento económico, la “colocación”. Hay que ver a los demás como piezas de la maquinaria para pedirles que se ajusten a la maquinaria.

¿Tiene sentido vivir una vida cuando se puede vivir muchas? A tan capciosa pregunta solo cabe una respuesta: no, claro que no, porque la renuncia solo es un valor para los pusilánimes. La cultura es el mecanismo que la evolución ha encontrado para aprovechar la experiencia ajena en una sola generación y no tener que esperar eones de azarosos cambios para incorporarla al genoma. La pega es que la cultura hay que inaugurarla con cada generación, hay que recrearla en cada nuevo cerebro, hacerla vivir en cada nueva mente. Y esto cada vez es más difícil… pero esto ya es otra historia. 

sábado, 16 de febrero de 2013

El mejor enemigo


Hace unos años, un amigo filósofo me echaba en cara que acudiese a las manifestaciones en contra de la guerra de Irak. Él, estando en contra de la susodicha guerra, le fastidiaba enormemente ver cómo, según él y tantos otros, aquellas manifestaciones estaban dirigidas y manipuladas por sindicatos colaboracionistas, partidos de pseudoizquierda, miembros de la intelligentsia mediática y artistas subvencionados.

Ante sus ataques, dado que poco podía objetar, solo me quedaba una contestación: “amigo, posiblemente todo lo que dices sea verdad, pero resulta que, en este momento, ellos y yo vamos en el mismo sentido”. Al decirlo, me imaginaba yo quitando un tronco que obstruía el camino codo con codo con un montón de desconocidos. O Spock subiéndose al Enterprise porque la nave, en busca de V’Ger, iba en su misma dirección (perdón por la cita erudita).

Mientras que yo veía imposible poder colaborar con nadie si para ello era necesario compartirlo prácticamente todo, mi amigo filósofo no podía entender cómo se podía colaborar con gente con la que tenía tan poco en común.

El quid de la cuestión estaba en su acendrado concepto de la lealtad. Para él, la fidelidad era una de las virtudes esenciales, como lo es para tantos que piensan que ser leal a los amigos, a la familia, al partido, es defenderlos en cualquier circunstancia, pase lo que pase. La fidelidad es considerada una virtud, mientras que al que pone condiciones se le ve como un traidor. Pero lo cierto es que la fidelidad incondicional es la base de las organizaciones mafiosas, de la corrupción generalizada y de multitud de injusticias.
Somos una especie social. Poco se puede hacer fuera del grupo, nada somos sin ligas, asociaciones, partidos, sindicatos, gremios, federaciones y confederaciones. El individuo se ve amplificado por el grupo y protegido por él. Y eso exige un compromiso con el grupo. Es lógico, es genial. Pero dicho compromiso no puede ser un cheque en blanco, ni una anulación de la individualidad.

La fidelidad incondicional parcela la realidad en subconjuntos arbitrarios. Si tomamos la política como ejemplo, se nos ha acostumbrado a pensar en ella como una magnitud unidimensional en la que uno se ubica más a la derecha o más a la izquierda y en los partidos como los defensores únicos de trocitos de ese continuo. Pero esto es un completo absurdo, porque la realidad es mutidimensional: yo, por ejemplificar,  puedo estar de acuerdo con la política territorial de unos, con la social de otros y con la cultural de otros, por lo que, elija a quien elija, voy a sentirme frustrado, que es lo que le ocurre hoy a tanta gente.

Pero la solución no es crear un nuevo partido que recoja esa particular combinación de ideas, porque entonces habría que crear tantos partidos como seres pensantes. No, lo que necesitamos son nuevos modelos de participación, modelos más flexibles que permitan aprovechar la fuerza del grupo sin que eso signifique anular y desaprovechar lo que hace diferentes a los individuos. Esto supone un mayor esfuerzo de reflexión; exige olvidarse de “los míos”, de las defensas numantinas, del “pase lo que pase”; exige explicarse muchos más, explicitar el pensamiento, ayudar a que los demás sepan de qué vas. Hay que aprender a vivir en asociaciones coyunturales, agrupaciones efímeras, colectividades provisionales.

El conflicto entre lo individual y lo colectivo forma parte de nuestra propia naturaleza. No hemos conseguido resolverlo, quizá porque no tenga solución y sea de esos problemas con los que hay que convivir dinámicamente. Ser masa es malo, pero quedarse solo, como me indicaba el otro día un colega, también.  

Mi amigo el filósofo, en su afán por no ser masa, acarició muchas veces la soledad. Como buen epicúreo, buscó consuelo en la amistad. Desde luego es una buena opción. Ya decía Nietzsche que la amistad es la superación del egoísmo del amor; aunque, eso sí, como lo cortés no quita lo valiente, también escribió: “el amigo debe ser el mejor enemigo”.

Yo lo intenté.

martes, 12 de febrero de 2013

Efecto apelotonamiento

Ha sido escuchar en la radio que la gripe ya había alcanzado el rango de epidemia en no sé cuántos sitios y, antes de que me diese tiempo a pensar en ello, ya he empezado a experimentar los primeros síntomas. Así dicho podría parecer el efecto psicosomático de una hipocondría galopante, pero siendo profesor saber que el virus está por ahí es saber que, antes o después, te va a saltar al cuello.

¿Qué pasa, que los profesores nos abrigamos menos que el resto? Pues no. Lo que pasa es que sufrimos como nadie el efecto apelotonamiento, que es el factor más importante en la transmisión de virus como la gripe o el resfriado o de bichos más grandes como los piojos: meta usted treinta niños en un aula, déjeles hablar, toser, comer, cantar, abrazarse, pegarse, y habrá usted conseguido que el virus vaya saltando alegremente de uno a otro con total impunidad. Que también nos salte a los sufridos profesores o que se lo lleven después a casa es inevitable.

Durante la Edad Media Europa se vio asolada por terribles epidemias de peste. Una de las razones de su extraordinaria transmisión es que en aquellos cristianos tiempos, las gentes, asustadas por la enfermedad e invitadas por sus párrocos, abarrotaban las iglesias para rezar y pedirle a su dios que les librase de ella, aunque con tal mala suerte que, en vez de frenarla, favorecían la transmisión de la enfermedad al colocarse los rogantes tan cerca unos de otros mientras desgranaban sus plegarias. Otra vez el efecto apelotonamiento.

No todos los virus son trocitos de ácido nucleico con su cubierta proteica. Algunos son inmateriales: pensamientos, comportamientos, memes, que diría Dawkins, cosas intangibles que no transporta el aire sino el lenguaje pero cuya transmisión también se ve favorecida por el efecto apelotonamiento. Los humanos, cuando nos apelotonamos, tendemos a identificarnos con el de al lado, a contaminarnos de sus costumbres, a imitar sus actitudes. Cuando mantenemos las distancias la conciencia actúa, la razón analiza, y decidimos qué aceptar y que no de aquello que nos llega. Pero apelotonados no, apelotonados somos acríticos, estúpidos, carne de infección. Solo esto explica la propagación de la corrupción, del compadreo, del nepotismo, y que gente que se considera a sí misma honrada sea capaz de robar con total desvergüenza.

Para combatir la gripe, más que abrigarse, que sirve de poco o de nada, hay que mantener una higiene exquisita y, desde luego, alejarse como de la peste de quienes ya están infectados.

Pues eso.