Primero leí el relato de Borges El evangelio según Marcos, aparecido en
1970 en su libro El informe de Brodie,
en el que se narra cómo unos peones de hacienda aceptan en su literalidad las
lecturas del evangelio que les hace un amigo del patrón y le crucifican. Luego
vino El misionero, historia dibujada
por Calor Jiménez en 1980 a partir de un relato que Stanislaw Lem: el padre
Oribacio es enviado a evangelizar a los memnogos, pueblo extraterrestre increíblemente
dulce y bondadoso. El padre Oribacio, encantado con la receptividad de su
rebaño, les adoctrina en el Viejo y Nuevo Testamento y después pasa a su tema
preferido: los mártires. Vehemente, les contará las diversas formas en que los mártires
fueron maltratados y por las que fueron al cielo. Un día, por fin, los memnogos, deseosos de
hacer el bien al padre Oribacio, y tras confirmar que él quiere el cielo por
encima de todo, le someten a sus martirios preferidos para que, aun a costa de
su propia condena, él vaya al cielo, como tanto desea.
Después leí los Diarios de las estrellas, libro publicado por Lem en 1957 que contiene
la historia del pobre Oribacio. Pero no es hasta hace pocas semanas que,
leyendo El último lector, libro de
2005 en el que Ricardo Piglia cita el cuento del inglés crucificado, yo caiga
en el evidente parecido entre ambos relatos.
Lo de menos es si Borges conocía o no el cuento
de Lem (lo raro sería que no lo conociese). Si tomo estas notas es para dejar
constancia, por un lado, de mi desmemoria y. por otro, de dos temas literarios
interesantes: la insinceridad intelectual y la literalidad supersticiosa del lector
crédulo.
El primero está claro: muchos defienden de
palabra lo que nunca aceptarían de hecho, cosa muy común, por ejemplo, entre las
clases conservadoras españoles, que escuchan de buen grado los sermones acerca
del amar al prójimo y, sin embargo, desprecian profundamente a los desfavorecidos.
O entre críticos de la ciencia, a la que consideran un constructo cultural más pero
a la que acuden cuando una enfermedad grave les aqueja. O entre políticos, que
piden al pueblo que cumpla con sus obligaciones, justo esas que ellos mismos no
cumplen.
Respecto del segundo tema los dos relatos muestran
dos versiones muy diferentes: en el de Lem es el tono sarcástico el que
predomina: los memnogos no son ignorantes, no son idiotas: simplemente, deciden
no desconfiar de las palabras de Oribacio y actuar en consecuencia, quizá con algo
de ironía: por eso el cruel final arranca sin embargo una sonrisa del lector. En
el caso de los peones de Borges es la ignorancia y, por ella, la imposibilidad
de cuestionar lo que viene del amo, del ser superior, lo que desencadena la
tragedia. A una familia analfabeta y embrutecida, se le enseña que la salvación
viene a través de la muerte de otro. El que el lector del Evangelio ni siquiera
esté convencido de lo que lee hace más evidente la impostura. Y también la
diferencia entre unos y otros: uno lee, pero no cree. Los otros no leen, pero
creen.
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