Puede ser que alguien se pregunte por qué
le doy tanta importancia a esto de las creencias. A fin de cuentas, ¿qué más da
que la gente crea en dioses? Como si creen en unicornios o en el ratoncito
Pérez: no hacen daño a nadie.
Si fuese así no me preocuparía, efectivamente.
De hecho, alguna vez lo he comentado: si la gente vive más a gusto con el
calorcito que les da sentirse arropados por su dios, pues genial: no seré yo quien
les diga cómo deben gestionar su vida.
El problema es que la cosa no se queda ahí,
en el ámbito de lo privado, sino que salta a lo público y pasa a ser asunto de
la incumbencia de todos, queramos o no, seamos ateos, agnósticos, posibilistas
o pastafaristas.
Hay dos caminos por los que las creencias dan
el salto a lo público. Uno es obvio: las iglesias. Como casi toda organización humana,
tiene como objetivo principal de su acción su propia supervivencia, y para ello
ejercen la presión que haya que ejercer para imponer a la sociedad su visión del
mundo. Un ejemplo: que los católicos crean que en el mismo momento de la
concepción un alma inmortal se adhiere al cigoto es algo que no merece ningún
comentario por mi parte, salvo, quizá, una leve sonrisa. Sin embargo, esta
creencia convierte al cigoto en sagrado, por lo que la jerarquía católica
presiona al gobierno español para que prohíba el aborto y éste parece que, en
buena medida, va a hace caso. Es decir: por una creencia absurda millones de mujeres
van a perder el derecho a decidir sobre su propio cuerpo.
El otro camino por el que las creencias
entran en el ámbito público es el de los dogmas. Los creyentes, y muchos no
creyentes, están tan acostumbrados a creer que se olvidan de ese sistema de
ajuste fino que llamamos razón y confían ciegamente en los dogmas que definen
al grupo al que pertenecen. Un ejemplo: la derecha tiene como seña de identidad
la creencia en que los impuestos son el mal de la economía y que lo mejor es
pagar lo menos posible. Esto, como deseo egoísta, es comprensible, pero desde
el punto de vista racional es un completo absurdo, sobre todo si lo defiende
quienes están comisionados para hacer que la economía funcione. La cuestión es
que dan igual doscientos años de teoría económica, montones de crisis, o el
ejemplo de los países más desarrollados del mundo: la derecha sigue pensando
que lo mejor es pagar pocos impuestos. Da igual que esta obsesión, en su
derivada “contención del gasto público” haya llevado a la miseria a varios
países gracias a los consejos el FMI. Dan igual Keynes o Krugman. Da igual que
no haya ejemplos que muestren que sus recetas sean efectivas, y sí de todo lo
contrario. La fe es la fe.
El mundo se rige por la sinrazón. Para
ocultarla unos utilizan imágenes de alta resolución de los fetos y otros
gráficas y ecuaciones matemáticas de enorme complejidad, pero es solo es
apariencia de ciencia, porque en realidad no demuestran nada salvo su habilidad
para la manipulación y el disfraz y, sobre todo, que donde esté una creencia
que se quiten mil razones.
Por esto me preocupan.
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