
Acabo de leer el libro de
David Eagleman Incógnito.
Es un
texto ligerito acerca del funcionamiento
del cerebro que resulta divertido mientras habla de la forma en que el cerebro reconstruye,
por no decir inventa, la realidad a partir de la información siempre deficiente
aportada por los sentidos. Otra parte, en la que relaciona la neurociencia y la
culpabilidad, es interesante: dado que el comportamiento se ve influido por hormonas,
genes, narcóticos, lesiones, neurotransmisores y demás, no tiene demasiado
sentido hablar de responsabilidad, por lo que la administración de justicia
debería realizarse pensando en términos prácticos, como el riesgo de reincidencia
o las posibilidades de reinserción, y no en términos de castigo. Muy bien.
El final es el que resulta desconcertante:
al hablar del reduccionismo y el materialismo extendidos de modo generalizado
entre los científicos, Eagleman se hace un lío entre el sí y el no, porque tan
pronto parece que está del lado de reduccionistas y materialistas como aboga el
todo es posible, incluido que el cerebro sea una especie de receptor de algo
que está fuera…
Me pongo a leer por ahí y me entero que
Eagleman es el inventor de una cuarta vía alternativa al ateísmo, teísmo y
agnosticismo: el posibilismo. Rechanzando el agnosticismo por considerarlo
demasiado tibio, defiende tomar una postura más proactiva y basarse en la ignorancia que tenemos de casi todo para
abrazar activamente todas las posibilidades. ¿Por qué negar la existencia de
seres superiores si no podemos asegurar que no existan?
Pues yo se lo voy a decir: por la misma
razón que no estamos todo el día dándole vueltas a la posibilidad de ser
cerebros metidos en un frasco y conectados a un ordenador que crea un mundo
virtual para nosotros; o ser el sueño de una mariposa; o el proyecto de ciencias
de un alumno de secundaria de una especie gigante; o la efímera manifestación de
un azar cuántico; o la creación de un dios barbudo, aburrido y algo canalla: porque
no aportan nada. Una teoría que no puede ni refutarse ni rebatirse no es
significativa. Divertidas sí que son, y pueden dar mucho juego en relatos de
ciencia ficción, pero intelectualmente solo pueden aportarnos una cosa:
humildad. La existencia de esas alternativas inalcanzables nos hace mirar
nuestras teorías con modestia y desterrar la certeza de nuestra caja de
herramientas. Nunca podremos estar seguros de nada que tenga que ver con la
realidad. Pero esto no quiere decir que no podamos construir modelos. De hecho,
es que lo hacemos constantemente: todos.
Otra cosa es hasta qué punto nos creemos
nuestros propios modelos. Dice Eagleman que es tanto lo que ignoramos acerca
del universo que ser ateo no está justificado. Esta afirmación aparenta tener
sentido, pero en realidad no lo tiene: es como si aceptamos como posibilidad
que más allá del alcance del Hubble existen unos gigantescos osos de peluche dando
calor al universo. ¿Podemos negarlo? Pues, de modo estricto, no, pero no
conozco a nadie que decida adoptar una postura activa respecto de la existencia
de los ositos de peluche gigantes. Pues lo de los ositos de peluche y los
dioses es lo mismo.
Yo soy ateo. Esto puede significar muchas
cosas. En mi caso quiere decir que nunca he encontrado ningún indicio, ni
prueba, ni siquiera especulación que haga mínimamente razonable creer en la existencia
de seres sobrenaturales. Todo cuanto tiene que ver con dichas creencias se
explica con argumentos históricos, políticos, sociológicos, psicológicos o psiquiátricos,
así que mi postura al respecto es que no, no existen. Muchos dirían que entonces
tendría que ser agnóstico porque no estoy seguro, pero es que eso es una
perogrullada, porque seguro no estoy de nada.
¿Creo que los planetas giran alrededor de
su estrella porque están animados de espíritus que desean unirse al padre-sol en
un abrazo cósmico? Pues no, porque para ser espíritus con voliciones se comportan
de un modo bastante monótono, siguiendo siempre las mismas reglas, esas que Einstein
se encargó de formular en su teoría de la relatividad.
¿Estoy seguro de eso? ¡No!, ¡claro que no!:
puede ser que los ositos de peluche gigantes hayan castigado a los espíritus de
los planetas a seguir esas aburridas órbitas como castigo a algún delito
cometido en el pasado. Puede ser. ¿Tengo entonces que ser agnóstico? Reconocer que
este cuento es irrefutable no quita que no aporte nada y que me quede por tanto
con la relatividad. ¿Quiere decir esto que creo en la relatividad? NO.
Y aquí pienso que está el eterno quid de la
cuestión: los creyentes, o aquellos que, sin serlo, siguen mirando el mundo con
los mismos esquemas, creen que la única forma de relacionarse con el mundo es la
creencia, de modo que todo debate gira en torno a creer en una cosa u otra. Pero
no es así: lo racional no es dejar de creer en los ositos cósmicos para pasar a
creer en la gravedad: lo racional es no creer, lo racional es limitarnos a
comparar teorías; hacer elecciones, siempre provisionales, cuando sea necesario,
y vivir en consecuencia. Soy ateo en la misma medida que soy relativista: de
entre las teorías que hemos elaborado hasta ahora, pienso que son las que mejor
describen el mundo en sus respectivos ámbitos conceptuales.
¿Por qué se empeña la gente en creer? Pienso
que se debe a que la gente es demasiado condescendiente consigo misma y aceptan
sus prejuicios e instintos como si fuesen la verdad absoluta, en vez de ponerlos
en cuarentena y criticarlos convenientemente.
Todos tenemos un juego de creencias que es
el que usamos para manejarnos con el mundo sin pensar: instintivamente creemos
en la continuidad del mundo; en el transcurrir del tiempo; en la tridimensionalidad
del espacio; en la causalidad... También tenemos creencias acerca de cómo debe
ser el mundo, la justicia, la moral, la amistad… Todo eso forma parte de lo que
somos y está grabado a fuego en algún lugar de nuestro cerebro como consecuencia
de nuestra herencia genética y cultural. Y está bien, porque nos permite vivir
sin estar cuestionándonos a cada paso qué hacer. Son nuestro software básico. El
piloto automático. Vale.
Pero lo que no tiene sentido es creernos
nuestras creencias. Una cosa es que yo crea
que el sol sale todas las mañanas y se pone todas las tardes, y otra que yo sepa que no es así, que es la gran bola
sobre la que viajo por el espacio la que rota respecto de uno de sus ejes. Sin
embargo, muchos llevan mal estas contradicciones y convierten, para resolver el
conflicto, sus creencias animales en convicciones que defienden a capa y espada.
Lo que les pasa a los creyentes, y esto es
una teoría, es que utilizan la razón para justificar sus creencias, en vez de
utilizarla para criticarlas. Pero con eso no resuelven el conflicto: tan solo
lo ocultan. Lo cierran en falso y son deshonestos consigo mismos. A esta deshonestidad le llaman fe.
La única forma de superar la contradicción es
aceptarnos como somos, como una pluralidad de influencias, como máquinas
dotadas de múltiples programaciones contradictorias y dudar, de todo en general
y de nosotros mismos en particular.