sábado, 27 de octubre de 2012

La plaga


Últimamente he leído algo sobre ecología, medio ambiente, sostenibilidad y ese tipo de cosas. Los datos apuntan a que estamos al borde del desastre, si es que no lo estamos ya. Los más optimistas creen que con algunos cambios en la forma de consumir occidental podríamos aún salvar lo que queda y dejar en herencia a las siguientes generaciones un planeta habitable. Otros, los más pesimistas, puede que los más realistas, defienden la necesidad de cambiar radicalmente un modo de vida basado en el crecimiento sin fin, la extracción ilimitada, el consumo desaforado...

Lo que hacemos mal está claro: no cerramos los ciclos; nos empeñamos en trasladarnos a toda velocidad; consumimos productos del otro lado del planeta; no tenemos en cuenta los costes de reposición; despreciamos el entorno y, además, hacemos todo esto explotando a otros.

Si, en general, el acuerdo es casi total en el diagnóstico. Por eso me ha sorprendido que tanto unos como otros no traten el mayor problema medioambiental de todos: la especie humana.

Somos muchos. Es cierto que un porcentaje no muy grande de la humanidad es el responsable de la mayor parte del consumo, pero, en cualquier caso, somos muchos, y el ritmo de crecimiento es escandaloso. Por mucho que volviésemos a formas de vida más austeras y en equilibrio con el medio, un crecimiento exponencial como el que experimenta la población no puede ser ilimitado. Ya lo dijo Malthus y, aunque los creyentes en los poderes de la ciencia piensen que ya vendrá alguien e inventará algo, lo cierto es que, de seguir así, no podremos ni movernos.

El problema es complicado. Si no limitamos la natalidad, el mundo en su totalidad se parecerá a la playa de Benidorm en agosto. Y si la limitamos, veremos cómo la población envejece más y más y cómo el planeta, en poco tiempo, se convierte en un inmenso geriátrico.

Sin contar con la salida fácil de una guerra devastadora, llamar solución a esto sería como pensar que se resuelve el problema de la educación exterminando a los niños, hay una tercera vía muy en consonancia con las propuestas de los ecologistas más concienciados, aunque raramente la expliciten: volver a lo de antes. Lo de antes era vivir menos. Lo de antes era no poder contar con tacs ni resonancias ni cirugías láser. Lo de antes era no disponer de antibióticos. Hace no tanto tiempo la mortalidad infantil era tremenda, y la gente se moría a cualquier edad por una gripe.

El aumento de la población es el efecto combinado de la disminución de la mortalidad infantil y del retraso de la muerte. No limitar la natalidad es un suicidio, pero limitarla sin limitar también los años de vida de la población es otro suicidio.

Una de las peores consecuencias de la crisis económica es que lo urgente se ha impuesto a lo realmente importante y nos ha hecho olvidar que estamos al borde del desastre. Los problemas medioambientales y el problema demográfico (dos aspectos de la misma cosa en realidad) siguen ahí, no se han ido para dejarle el espacio a la prima de riesgo, aunque así sea en las portadas de los periódicos.

Yo no veo solución. Se trata de problemas irresolubles por incumbir a dos planos casi incompatibles de la existencia: el de lo individual y el de lo colectivo. Desde este último, la única salida es que los humanos vivamos menos y peor, pero esto resulta muy poco apetecible desde un punto de vista individual. Llevamos intentando reconciliar estas dos perspectivas desde que nos descubrimos un yo, pero con bastante poco éxito, la verdad.

Quizá no haya solución. Quizá seamos, desde el punto de vista evolutivo, un callejón sin salida.

Se admiten propuestas.

martes, 23 de octubre de 2012

El Mar de Barceló


El verano pasado he estado en Ginebra y he visto, en el techo de la sala XX del Palacio de las Naciones, El mar de Barceló. Es hermoso, magnifico, hasta diría que grandioso. Como es el mar. Hacía tiempo que una experiencia estética no me emocionaba así. Mientras contemplaba ese mar al revés que Barceló pintó con rasgos de cueva, un guía se empeñaba en desgranar los detalles del encargo y la consiguiente polémica y de dar datos y nombres. Yo, arrodillado y mirando la cúpula, daba al aire manotazos imaginarios para espantar sus palabras y poder experimentar con tranquilidad esa mezcla de admiración y envidia que se siente ante la genialidad.

Ahora, pasados dos meses, recuerdo que las palabras del guía explicaban lo que costó que la sala XX del Palacio de las Naciones de Ginebra se llame “de los Derechos Humanos y de la Alianza de Civilizaciones”. A muchos la cifra les escandaliza. Yo, sin embargo, cada vez estoy más convencido de que no hay dinero mejor gastado que el invertido en el placer y la belleza.

A fin de cuentas, no nos queda nada más.



jueves, 18 de octubre de 2012

No sé si son egoístas o imbéciles


Me preocupa de veras la distinción. Un egoísta tiene intereses particulares que antepone a los intereses del colectivo. Un egoísta es uno que va a los suyo. Puede hacer daño, pero no es su objetivo. Y si te topas con uno, puedes negociar con él. Su objetivo no está en contradicción con el tuyo. Puede ser injusto, pero no tiene por qué oponerse a tus derechos ni deseos. No necesariamente.

Otra cosa es el imbécil: el imbécil es destructivo. No le guía la razón, sino la sinrazón, el absurdo. Guiado por celos, prejuicios y dogmas, el imbécil intenta que el mundo se acomode a todo ello, aunque no redunde necesariamente en su beneficio. El imbécil no tiene por qué ser iletrado. Por el contrario, puede ser ilustrado y de buena familia. Entonces utilizará su formación para justificar su imbecilidad.

De este tipo son los tipos y tipas que nos mandan. Son completamente imbéciles. Se creen los reyes y reinas de los mares, pero lo cierto es que son unos pringados que, incapaces de medrar en ámbitos más lucrativos, han accedido a la política como única forma de lograr protagonismo. No hay más que escucharles. Entonces, uno cree estar oyendo el guión de un personaje caricaturesco. Lo malo es que el habla no es Martínez el Facha, por ejemplo, sino el ministro de educación, por ejemplo.

Tras la escucha, uno no da crédito, porque nos habíamos creído lo de la transición, todo eso de que nos habíamos reconciliado y de que habíamos superado las diferencias de las dos Españas y…

Mierda. Ni transición ni nada. En Alemania los nazis perdieron (aunque ahora parezca que siguen a los mandos). En Italia los fascistas perdieron (aunque ganaron los mafiosos, que viene a ser lo mismo). En España no. En España nos quisieron convencer de que la reconciliación eras posible, cuando resulta que los muertos de unos están en panteones mientras que los otros están en las cunetas. Pero tragamos, tragamos porque, así nos lo dijeron, solo así superaríamos las diferencias. Pero no fue verdad. Los de los panteones han seguido mandando mientras que los otros, los de los muertos en las cunetas, se han empobrecido más y más.

Sin embargo, insisto: los que mandan no son egoístas. Entonces lo entendería. Lo terrible es que, los que mandan, son imbéciles, porque ni siquiera son capaces de generar riqueza para ellos mismos. Nos están hundiendo en la miseria a todos, a sus bancos, a sus empresas y, de paso, a todos los demás.

No, qué va, no son imbéciles: son idiotas.