miércoles, 28 de enero de 2009

Ilusión

Los humanos somos seres proyectivos: vivimos mirando hacia delante, pensando en el futuro. Mientras que el tigre actúa en función de sus deseos inmediatos, nosotros actuamos en función de los futuros que queremos alcanzar.

Esto nos convierte en seres algo fantasmales, porque a fuerza de vivir pensando en el futuro no vivimos el presente, que en realidad es lo único que existe, dado que el pasado ya no es y el futuro todavía no es.

No todos somos iguales: desde los más sensuales, apegados al presente, a los más soñadores, permanentemente instalados en el mañana imaginado, abarcamos todo un continuo de posibilidades.

Sin embargo, todos necesitamos el atractivo del futuro. Como consecuencia de esa extraordinaria capacidad de inventar narraciones que nos caracteriza, imaginamos el futuro no como un destino insoslayable, sino como una amplia colección de alternativas.

Los más escépticos pensarán en las peores. Los optimistas vocacionales, en las mejores. Los demás, la mayoría, buscaremos las combinaciones óptimas de posibilidad y satisfacción para diseñar nuestros deseos, deseos que llamamos utopías cuando son colectivos.

A uno le pueden pasar las cosas más tremendas, pero no estará vencido si le quedan ilusiones, o utopías. Quedarse sin ilusiones significa la parálisis, y no hay nada peor, porque ese es el verdadero fin.

Quizá pueda parecer que estoy hablando de la esperanza, pero no es así: la esperanza tiene algo de pasivo, propio de gente que espera. No me refiero a eso: cuando hablo de ilusión pienso en un futuro diseñado por una mente activa que después intenta influir sobre el mundo para que se produzca. Puede ser un imposible. Puede ser una falsa posibilidad. Puede ser algo incluso estúpido. Pero mientras sea sugerente, cautivador, valdrá.

Lo malo, y perdonad que insista pero es algo que me preocupa últimamente de modo particular, es que nos quedemos sin futuros cautivadores. Sencillamente porque no hay presente que lo resista.

Parafraseando a Voltaire, si el futuro no existiese habría que inventarlo.

lunes, 26 de enero de 2009

Autobuses ateos

El mandamás de la iglesia católica de Madrid es un tipo adusto y malencarado, con uno de esos rostros que reflejan el cabreo permanente de alguien a quien difícilmente se imagina uno alegrando los corazones de nadie.

La verdad es que no me extraña: acostumbrado como está a decirle a sus fieles lo que tienen que hacer, que haya otros que pretendan ejercer su derecho a hacer lo que les venga en gana le agria el carácter.

Una prueba de las que está pasando el pobre hombre la tenemos con la campaña atea que se ha desarrollando en algunas ciudades europeas y que llega ahora a Madrid. Ante su inminencia, su eminencia ha dicho que usar medios públicos "para hablar mal de los creyentes es un abuso que condiciona injustamente el ejercicio de la libertad religiosa" y que dichos medios “no deberían ser utilizados para socavar derechos fundamentales, tampoco el de los creyentes a no ser heridos y ofendidos en sus convicciones".

Hay varias cuestiones que llaman mi atención: el primero es lo de la libertad de expresión. No entiendo eso de que se condicione con la campaña. ¿Por qué, por decir lo que se piensa? No se está prohibiendo a nadie nada, no se está impidiendo a nadie que se exprese. Simplemente, un grupo se está expresando. Entonces, ¿qué se condiciona? La iglesia católica muestra sus signos públicamente, sus iglesias no son en absoluto clandestinas, y sus jerarcas organizan actos públicos en los que hacen ostentación de sus ritos. ¿Por qué los autobuses condicionan la libertad de expresión y no Rouco cuando sale en público con su crucifijo y sus faldas? De veras, no lo entiendo.

Otra cuestión es lo de que la campaña habla mal de los creyentes. Copio de nuevo aquí el texto para tenerlo presente: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. ¿Dónde se está hablando aquí mal de los creyentes? De hecho, ¿dónde se está hablando de los creyentes?

De todas formas, y retóricas a parte, todo se aclara cuando Rouco manifiesta que los creyentes tienen derecho a nos ser ofendidos. Es decir, que mi pensamiento les ofende y, por tanto, me lo tengo que callar. No solo eso, sino que el Estado debe encargarse de que me calle si resulta que soy lo suficientemente perverso como para no hacerlo por propia voluntad. Es tan espeluznante que se pueda decir esto y por tantas razones que me asusta. ¿Por qué decir que dios no existe hiere y ofende y, sin embargo, decir que sí existe no hiere ni ofende? Seguramente estas asimetrías formarán parte de algún misterio teologal.

En cualquier caso no deja de ser gracioso que hable de ofensas quien sin ningún pudor cree que muchos de nosotros merecemos no una leve reprimenda, sino ser castigados cruelmente en el infierno por toda la eternidad. ¿No deberíamos ser los pobres ateos los que nos sintiésemos heridos al ser tan duramente tratados? Total, por un errorcillo de nada...

Para cerrar el tema solo se me ocurre una cosa más: ¡Viva el transporte público!

El optimismo del abogado del diablo

No es que quiera hacer de abogado del diablo, pero si bien las posturas tipo “el mejor de los mundos posibles” son insostenibles, decir que este es el peor de los mundos tampoco es razonable, sencillamente porque sabemos que las cosas pueden ser peor.

Los humanos recalibramos permanentemente: rápidamente juzgamos la situación que vivimos como el punto de partido y valoramos a partir de ahí: no importa que nuestra vida mejore mucho en poco tiempo: en menos tiempo aún nos habituaremos, le encontraremos las pegas, y querremos mejorar.

Si queremos juzgar la situación del mundo con objetividad debemos buscar parámetros que nos digan objetivamente si las cosas están mejor o peor que antes. En este sentido, aunque parezca mentira, indicadores como la mortalidad infantil o la incidencia de las enfermedades contagiosas ha mejorado extraordinariamente en las últimas décadas. Hay una prueba de esto: el aumento imparable de la población.

Podemos fijarnos, por ejemplo, en la situación de la mujer: es verdad que en muchos países del mundo es terrible, y que en pocos lugares se puede hablar de igualdad plena, pero también es verdad que en otros muchos su situación no tienen comparación con la que ha vivido desde el neolítico.

No quiero parecer inocente o acomodaticio: hay tantas barbaridades de las que quejarse que no terminaríamos de enumerarlas. No se trata de decir que las cosas están bien. Solo pretendo apuntar que las cosas pueden mejorar porque, de hecho, en muchos ámbitos, lo han hecho. Yo soy lo suficientemente viejo para saber de primera mano que hoy, donde vivo, en España, se pueden hacer y decir cosas que hace no muchos años no se podían ni hacer ni decir.

Puede que las mejoras en unos lugares sean a costa de empeoramientos en otros. Quizá. Pero eso hay que demostrarlo antes de negarle toda posibilidad al futuro.

sábado, 24 de enero de 2009

El deseo del futuro

Que este mundo es una mierda es obvio para cualquiera mínimamente informado, con independencia de lo más o menos agradable que pueda ser la propia vida del espectador.
Precisamente porque esto es obvio va siendo hora de dejarse de quejas y pensar en el futuro. Y con esto no quiero decir que tengamos que ponernos a buscar soluciones. Lo que quiero decir es que hay que ponerse a diseñar el futuro que deseamos.

Si algo caracteriza a estos tiempos nuestros es la falta de utopías. La marxista se cayó con la URSS. La capitalista lleva doscientos años cayendo más y más con cada crisis económica, y con la pobreza que crece a los pies de las torres de las grandes corporaciones, y con un mundo emponzoñado y quizá ya sin remedio.

La utopía pacifista y amorosa se fue a la mierda con cada uno de los pacifistas amorosos que acabaron poniéndose la corbata y jugando a la bolsa. La cibernética apenas duró lo que tarda un virus en infectar la red. La del progreso científico apenas si aguantó las primeras miserias de la revolución industrial.

Las utopías hacen falta. No como proyectos, sino como vectores de impulso. El motor de la acción es el deseo, y no actuaremos bien si no deseamos bien: y deseamos muy mal. Es fácil decir que uno quiere un mundo sin guerras y sin hambre, un mundo armonioso y en paz. Pero eso es una chapuza de deseo. Un deseo potente, sugerente, un deseo capaz de mover a la acción, es un deseo lleno de detalles, de concreciones: es un deseo que supone elecciones, secciones concretas de los paisajes de lo posible. Un deseo glorioso es el que se arriesga, el que apuesta por una de las alternativas que nos ofrece la ignorancia del futuro. El deseo del que hablo es un deseo afirmativo, no negativo. No es un mero rechazo de miedos, sino una pasión, algo capaz de consumir vidas e ingenios, un diseño completo, un detallado proyecto capaz de fracasar y, quizá, en alguna medida inimaginable, de triunfar.

Si hablo en términos tan inflamadamente románticos es porque no tengo ni puñetera idea de cómo puede ser ese deseo. El mío ya no vale, porque no se cumplió: mi deseo de futuro lo era para ahora, para este tiempo que ahora vivo y que, pese a ello, es mi futuro, al que ya he llegado. Y es que hay que reconocerlo: los de mi generación hicimos mal eso de desear, rematadamente mal: creímos que todo consistía en confiar en nosotros mismos, en nuestro interior, en ser espontáneos, y cuando nos dimos cuenta de que éramos tan capullos como nuestros padres fue demasiado tarde.

Solo espero que la gente de hoy desee mejor, aunque me temo lo peor.

martes, 20 de enero de 2009

Carisma

Le damos un valor extraordinario a la capacidad de fascinar a los demás. Es el carisma, una rara facultad que convierte a algunos mortales en seres resplandecientes alrededor de los cuales pueden llegar a aglutinarse naciones enteras.

Es difícil decir de qué se trata: hay algo físico: la naturalidad del gesto, la facilidad de la sonrisa... También la habilidad verbal es fundamental: saber crear en el auditorio sensaciones de comprensión, confianza, complicidad...

En definitiva, el truco, a descifrar, consiste en la capacidad de generar ilusión. Y utilizo la palabra en un doble sentido, porque la ilusión puede ser la esperanza en que las cosas pueden mejorar, pero también el engaño de hacer creer al espectador que entre el carismático y él hay algo en común.

La política democrática, tan aburrida para la inmensa mayoría, se ve aliviada y agitada de vez en cuando por la aparición de políticos carismáticos. Y esto es bueno. Lo malo, siempre hay un pero, es que pocas veces se explica que ser carismático no significa saber economía. Ser carismático ni siquiera significa ser honrado, o tener buenas intenciones. Un actor no tiene por qué ser buena persona: para su profesión le basta saber generar la ilusión de bondad. El carismático es alguien nacido para ser actor, pero actor de un solo papel, el suyo propio, el de carismático.

Es sorprendente que a estas alturas de la civilización los humanos nos sigamos creyendo las palabras. Casi todos nos reconoceremos escépticos, de vuelta de todo, hasta cínicos: ya puede venir el más pedagógico de los personajes que dudaremos de cada una de sus palabras, sospechando que hay gato encerrado.

Sin embargo, llega el carismático y nos creemos cuanto dice. Todo.

La razón de este fenómeno es también doble: por un lado están las particulares habilidades del carismático, claro. Por otro, la pereza, que nos lleva a preferir al que nos encandila que al que intenta explicarnos. Desgraciadamente, con demasiada frecuencia ni nos encandilan ni nos explican.

viernes, 16 de enero de 2009

Dictaduras varias

No todas las dictaduras son iguales, como no son iguales todas las presuntas democracias. Sin embargo, todas las dictaduras tienen algo en común: son despreciables. Y lo son porque imponen el criterio de unos pocos, porque para sustentarse recurren inevitablemente a la violencia, y porque siempre acaban convirtiéndose en fines en sí mismas y sacrificándolo todo a su propia perpetuación.

Esto, que podría parecer una perogrullada, y lo es, no parece entenderlo así todo el mundo. Un ejemplo lo tenemos en la señora, es un decir, Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid: esta señora echa espuma por la boca cada vez que habla de la dictadura cubana. Bueno, vale, sí, lo de Cuba es una dictadura, luego es criticable. Hasta aquí de acuerdo. Sin embargo, cuando a esta misma gente, me refiero a la gente de su partido, ella incluida, se le ha pedido repetidamente que condene la dictadura franquista, una de las dictaduras más crueles y duraderas de la historia, se ha negado. Una y otra vez.

No voy a insultar la inteligencia de nadie explicando por qué les ofende tanto una dictadura y no la otra. Solo quería dejar constancia de lo poco creíbles que resultan los deseos democráticos de estos reciclados herederos del franquismo.

jueves, 15 de enero de 2009

Ética atea

Las fuentes de la moral, entendida esta como conjunto de reglas de comportamiento, son, básicamente, dos: la costumbre (este es el sentido etimológico de la palabra “moral”) y el pensamiento. Los genes, la educación familiar, el entorno social (incluido el religioso), todo ello graba en nuestro cerebro una serie de normas. Si las aceptamos tal cual, sin reflexión, seremos miembros estándares de la tribu.

Luego llega el pensamiento: este nos permite, si nos da por ahí, analizar nuestras ideas preconcebidas, nuestros prejuicios, todo aquello que hemos heredado como miembros que somos de una especie animal, de una tribu y de una familia. Gracias a este análisis podremos valorar la coherencia y la efectividad de nuestro sistema moral y cambiarlo si lo consideramos necesario en función de nuestros criterios personales.

Yo no quiero vivir en una sociedad que permita el asesinato. Si esgrimiese como motivo el deseo de no experimentar el miedo de ser asesinado podría parecer que mi razón es puramente egoísta. Aún en ese caso no vería nada malo, pero no es solo eso: lo mío es egoísmo, sí, pero un egoísmo inteligente, si se me permite la presunción: lo que quiero es vivir en un mundo que me guste, y un mundo así necesita de varias condiciones. No vivir bajo el miedo de ser asesinado así porque sí es importante, pero no es suficiente. También quiero que la gente que me rodea sea interesante: quiero que su vida sea rica en experiencias, en ideas, quiero que sea gente capaz de enseñarme, y de disfrutar de mis hallazgos, y de reírse de mis errores. Para que gente así pueda darse es necesario que tampoco ellos vivan con miedo a ser asesinados, porque si ese fuese el caso no tendrían más remedio que dedicar sus energías a la tarea de la supervivencia.

Lo que quiero explicar con este ejemplo es que los valores que busco son aquellos que permitan una sociedad de cierto estilo: libre, igualitaria, pacífica, interesante, feliz y todo ese tipo de cosas. No pretendo decir que sepa cómo se puede conseguir eso. Ni siquiera sé si es posible. Pero si la ética tiene sentido, si tiene algún sentido buscar una forma de vivir, para mí es este.

La moral religiosa es otra cosa: si pensamos en las religiones monoteístas, sus reglas morales no están sujetas a revisión, no son medios, sino fines: dadas por dios, recibidas por revelación, no están sujetas a reflexión ni debate: son ordenes del amo a sus esclavos. No hay ética alguna en la moral religiosa, precisamente porque viene dada como imperativo: quien obedece las normas de una determinada religión no se comporta de esas manera porque piense que así va a lograr un mundo mejor, sino porque se lo mandan. Simplemente, obedece órdenes: porque sí. Y a mí, la verdad, no me interesa demasiado la gente que obedece órdenes porque sí: y es que, como cantó el poeta Krahe:


prefiero caminar con una duda
que con un mal axioma.

PD: apunto aquí algunas cuestiones relacionadas con este asunto y que quedan pendientes: la evidente circularidad de toda ética utilitarista; la elección de los criterios valorativos; la educación y el aprendizaje ético; el derecho de los niños a nos ser adoctrinados en supersticiones frente al derecho de los padres a educar a sus hijos; la relación entre la ética y la ley positiva; la necesidad de dobles morales. Y eso.

miércoles, 14 de enero de 2009

Pudor y heterodoxia

Autobús de Londres. 7-1-2009. Foto: Alberto.
Los grupos humanos tienen dinámicas curiosas. Una de ellas es una agobiante tendencia a la uniformidad que califica de ortodoxa a una determinada forma de pensar y de heterodoxas a todas las demás, que quedan así relegadas a la oscuridad y al silencio, cuando no son directamente prohibidas.

El rechazo de alternativas y la instauración de un pensamiento único ya es bastante malo en sí, pero resulta peor aún debido a que la elección de la visión ortodoxa no es producto de procesos racionales: son los poderes los que imponen a lo largo de la historia aquellos dogmas que más se adecuan a sus intereses. Después, la inercia, el conservadurismo, la fe ciega, el sentimiento de pertenencia, el instinto tribal, se encargan de que las costumbres se perpetúen.

Un ejemplo lo tenemos en el sentimiento religioso: hasta tal punto se asume que cada tribu tiene una forma ortodoxa de representarse la relación con la divinidad que sin problemas se habla de la religión de tal pueblo o de tal país.

Los que sí tienen problemas son, por supuesto, los que no aceptan el pensamiento oficial: exponer públicamente que no se comulga con la forma presuntamente propia del grupo es siempre difícil, porque, por un lado, el heterodoxo se ve obligado a dar explicaciones acerca de por qué no es como todo el mundo y, por otro, se expone a ser despreciado y discriminado.

No es de extrañar por tanto que todavía hoy, en la presuntamente “católica” España, dé cierto pudor decir “soy ateo”: es como declararse fuera del sistema, como confesarse atrabiliario, matacuras y, por supuesto, inmoral. Hay quienes, siendo ateos, prefieren callar: unos por no ofender; otros, por no tener que dar explicaciones. Hasta hay quienes, siendo ateos, sienten que decir “soy ateo” es algo así como soltar un estruendoso taco o hacer público una vicio inconfesable.

Por todo esto me parece genial la campaña publicitaria que, iniciada en Londres y continuada en otras ciudades, tiene el siguiente eslogan: “Probablemente, Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. Es evidente que no se pretende convencer a nadie: más bien se trata de que se sepa que hay ateos, de que se sepa que es algo que se puede decir en voz alta, y de incorporar así a la normalidad social lo que, en el ámbito privado, lo es.

Además, que alguien te desee que disfrutes de la vida sin querer venderte nada es de lo más estimulante.

sábado, 10 de enero de 2009

Imprevistos

Nos hemos creído que controlamos el mundo. Por eso cuando, como hoy, se produce un fenómeno meteorológico imprevisto en forma de tremenda nevada, todo el mundo se lleva las manos a la cabeza: desde los usuarios de líneas aéreas hasta los responsables de las administraciones locales pasando por la mismísima ministra encargada de estos asuntos, todo el mundo se queja por lo sucedido y busca a quién culpar.

Por la mañana, antes de que la nevada sobre Madrid empezase a hacerse evidente, otra noticia llamaba mi atención: el locutor, con sorna pero sin dar signos de saber muy bien por qué, contaba que el coche que va a utilizar Obama para acudir a su investidura es a prueba de meteoritos. No sé cómo estará formulada la noticia original, o qué le habrá contado el vendedor al encargado del transporte del flamante futuro presidente USA, pero lo que sí sé es que no es posible fabricar nada a prueba de meteoritos.

A lo que voy es que el mundo es, esencialmente, impredecible: para intentar prever los fenómenos meteorológicos utilizamos los ordenadores más potentes del mundo y las matemática más avanzadas. Gracias a ello somos capaces de realizar predicciones aproximadas con bastante fiabilidad para plazos que no van más allá de las setenta y dos horas, y aún así nos equivocamos: como hoy.

Es posible blindar un vehículo para que soporte impactos hasta cierto punto. Pero si un meteorito, al llegar a la superficie terrestre, tiene el tamaño de un balón de fútbol, por poner un ejemplo, no es que abolle la chapa del coche, es que lo pulverizará. Y no es posible predecir si un meteorito así le caerá encima al bueno del señor Obama.

Nos hemos acostumbrado a que haya gente que nos diga lo que va a pasar: analistas, expertos, científicos, gurús, economistas, ejércitos enteros de profesionales viven hoy día de predecir el futuro: y por lo general aciertan, hasta que dejan de hacerlo: entonces se monta la de dios y todo el mundo se echa las manos a la cabeza.

Pero no deberíamos de sorprendernos: lo impredecible es inevitable. Y la razón es obvia: si no es predecible, no lo vamos a intentar evitar, sencillamente porque no lo pre-vemos. Antes del once de septiembre nadie previó que se pudiese producir un ataque terrorista desde al aire. Desde entonces las medidas de seguridad en los aeropuertos se han vuelto insultantemente duras. ¿El próximo ataque se producirá con un avión? No, porque ahora sí se prevé tal posibilidad. Entonces, ¿cómo será? Desde luego, de ninguna de las formas previstas: será de un modo imprevisto.

Algo parecido pasa con la economía: es francamente difícil, por no decir imposible, predecir las consecuencias de la imaginativa codicia de los ingenieros financieros: solo después de descubrir las consecuencias de sus trapicheos las instituciones toman medidas para supervisarles. Pero, ¿sirve esto de algo? Es difícil decirlo. Lo que sí podemos decir con toda seguridad es que la próxima crisis financiera se producirá por algo imprevisto.

Hace sesenta y cinco millones de años cayó un meteorito que exterminó a los seres más poderoso del planeta, los dinosaurios. No podemos saber qué hubiese pasado si no hubiese caído, pero lo cierto es que cayó, y el devenir sobre la superficie de la Tierra cambió. Una de las consecuencias de aquel accidente es que unos bichos sin importancia encontraron una oportunidad para evolucionar. De aquellos bichos procedemos nosotros, los humanos, lo cual nos convierte en producto de un accidente. También podría ser que, antes incluso de que nosotros mismos nos suicidemos con nuestras guerras, contaminaciones y cambios climáticos, otro meteorito acabase con la especie. Sería un muy poético y circular imprevisto.

Un buen ejercicio consistiría en revisar la influencia de los imprevistos en nuestras propias vidas y analizar hasta qué punto la situación actual, sea personal, familiar, nacional o mundial ha dependido de tales sucesos imprevistos: entonces entenderíamos lo difícil que es realizar previsiones fiables, más que nada porque, como dijo Bohr, predecir es muy difícil, sobre todo el futuro.