Uno va y dice: “voy a revolucionar el arte” y decide que va a reducir el número de sus límites, que va a despreciar alguna de las restricciones que impone el canon hegemónico en ese momento. Coge alguna cosa de un basurero, lo coloca en una galería de arte y dice: "es una obra de arte". Y tiene razón, porque decidir que es una obra hace que sea una obra de arte. Perfecto. Hasta aquí. Pero entonces llegan los demás y en ese a veces muy destructor instinto simplificador que tienen los humanos dicen: todo el arte es así: lo único que hace que algo sea arte es la decisión del artista. De modo que lo mismo es el urinario de Duchamp que las Meninas de Velázquez. Son así los humanos.
Cierto es que el espectador siempre ha de poner algo de su parte: siempre ha de haber cierta complicidad con la obra artística: de alguna manera, debe fingir que se lo cree. Pero hay que reconocer que si la obra condensa cierto conjunto de características, esta complicidad será más fácil que si no. Yo, por ejemplo, me siento mucho más inclinado a creerme los trampantojos de Velázquez que el hiperrealista urinario de Duchamp. Yo soy así.
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Lo que ha marcado al siglo XX es el afán por la originalidad, por ser distinto, por romper. Esto, unido a un acceso a la información en permanente y extraordinario aumento y a una conciencia nunca vista anteriormente de las implicaciones de los propios actos (antes, el artista generaba signos; ahora, los busca) ha conducido a esta carrera de ismos que llega a su perversión completa con la postmodernidad. Y digo perversión porque en el fondo no han hecho más que inventar nuevos nombres para los viejos problemas: el fin de los grandes relatos, horizontalidad, deconstrucción, simulacros, lo dicho, una nueva jerga para hablar de lo de siempre, de la contradicción de la existencia, del absurdo, de la relación entre lenguaje y realidad, etc, etc, etc. (Es revelador el uso del prefijo post- en todos ellos: postestructuralismo, postmarxismo, postmodernismo).
Yo les pondría a todos estos a plantar berzas. Y no lo digo como castigo, sino como terapia. Me da la sensación de que valorarían de otra manera todos sus hallazgos teóricos si tuviesen de vez en cuando un contacto más físico con el mundo (el sexo tampoco es mala terapia, aunque para mentes filosóficas puede ser motivo de nuevos desvaríos).
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Se me ocurre que uno de los males de las artes plásticas es un exceso de literatura. ¿Qué sería de la mayoría de las instalaciones, obras de técnica mixta y collages que uno se puede encontrar por ahí si no estuviesen acompañadas de los correspondientes folletos y catálogos explicativos. La verdadera creación se encuentra en estas piezas de literatura fantástica en las que, como en un retrato en hueco, se habla de lo que no existe más que en la imaginación siempre generosa del lector.
Con esto no niego la validez y hasta la necesidad de cierta labor crítica, pero lo que ha ocurrido en el siglo XX es que el órgano ha creado la función. Un crítico necesita tener de qué hablar, un galerista necesita tener qué exponer, un teórico necesita algo para enseñar e investigar. Todos ellos necesitan obra nueva, corrientes nuevas, nuevo léxico, nuevos hallazgos. Lo demás es una cuestión de combinatoria: pongamos a cien mil humanos a mezclar colores, objetos, soportes y luego elijamos algo que parezca distinto a lo de antes. La justificación teórica, la génesis histórica, los aspectos psicoanalíticos, la red de influencias, de eso ya nos encargaremos los críticos. No hay problema (un caso excepcional es Tapies: él mismo se encarga de generar la basura verbal con la que dar contenido a su obra).
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Los textos de contraportada, o los trailers de las películas, incluso algunas recensiones no muy independientes, todas son formas de un nuevo arte. Un arte, eso sí, corrupto, y no solo porque su finalidad sea convencer al posible consumidor, lo cual es, en sí, sospechoso. Es, sobre todo, corrupto porque miente: nos hace creer que es un reflejo fiel, un epítome, un avance de lo que nos vamos a encontrar, cuando ni el autor, ni las técnicas utilizadas, ni la intencionalidad de la obra y su argumento de venta tienen nada que ver. Lo que están haciendo es vendernos nuestra propia capacidad de asombro, nuestra curiosidad, nuestra imaginación. Consiguen que imaginemos aquello que deseamos y después nos dicen que eso, precisamente eso que estamos imaginando, es lo que nos ofrecen. La verdad es que la idea es genial. Y perversa, porque cuanto mayores son las ganas de nuevas sensaciones artísticas, de nuevas experiencias intelectuales, los batacazos son mayores. Es la publicidad. El arte de la simulación, de la sugestión, el auténtico arte virtual.
La gran puta.