No sé cuánto tiene de verdad la historia,
pero incluso como cuento vale: James Randi es un ilusionista que un día se
cansó de ver cómo algunos usan los trucos de su profesión para engañar a incautos
y presentarse como brujos, videntes y demás. Desde ese momento se ha dedicado a
desenmascarar a esto estafadores replicando sus trucos y montajes.
Un día realizó una de sus exhibiciones en
la televisión. Entonces un congresista de los USA le dijo que era un farsante.
“Efectivamente, eso soy, un farsante que usa trucos para engañar a los
espectadores”. “No-contestó el congresista-: eres un farsante porque usas magia
de verdad y pretendes convencernos de que no”.
Así es la creencia, defraudada por la realidad,
mala con la probabilidad y esclava de la disyunción. Me
explico.
Al creyente la realidad le sabe a poco. Suelen
hablar con admiración de las maravillas de la naturaleza para justificar su
necesidad de un diseñador, pero lo que esto denota en realidad es que a la
naturaleza la ven coja, incompleta, incapaz de explicarse a sí misma. En definitiva,
ven la naturaleza como una pobre huerfanita y por eso, deseosos de enmendar tamaña
falta, le inventan un padre.
El creyente es malo con la probabilidad,
como casi todos los seres humanos, pero, lejos de saberlo y ser en consecuencia
prudente, el creyente es osado y adjudica probabilidades de la única manera que
sabe: al cincuenta por ciento. Un ejemplo es el del jugador de lotería
primitiva. Da igual que le expliques que es más probable que le parta un rayo a
que le toque: él contestará: “pero toca, ¿no?”. De alguna manera sutil, para un crédulo, todos
los sucesos son igualmente probables, y con eso viven. “Pero puede ser, ¿no?”
es la frase que el crédulo usa después de que un pobre escéptico le haya
explicado con todo lujo de detalles físicos e históricos, la extrema improbabilidad
de que los nazis hubiesen diseñado una máquina del tiempo. El problema es la asimetría:
asignar probabilidades implica conocimiento, análisis, esfuerzo, mientras que
creer es mucho más fácil, porque no hay que hacer nada. Y tan divertido…
La esclavitud de la disyunción ya está
explicada en parte, aunque merece unas palabras más: la disyunción, o esto o lo
otro, es una de las muchas trampas del lenguaje. Su estructura binaria
introduce una simetría en los enunciados que lleva a confusión. Cuando la usamos,
parece que los dos términos de la disyunción son igualmente probables: “hoy
puede que llueva o puede que no” parece decirnos que igual que puede llover
puede que no, cuando perfectamente puede ser que la probabilidad de lluvia sea
del 95% y, por tanto, la de que no lo haga del 5%. Formalmente la afirmación “puede
que toque, puede que no” es absolutamente cierta, pero terriblemente engañosa
para quien está deseando encontrar una razón para jugar. O para creer.
Pascal explicó que, desde el punto de vista
de la probabilidad, lo racional es creer en dios, porque aunque consideremos su
existencia una cuestión de azar, y aunque esta sea altamente improbable, lo que
ganamos en el caso de acertar es tanto que merece la pena. Aparte de que no sé yo
si a algún dios le valdría esta forma tan sin vergüenza de creer, lo que nunca explicó
Pascal es lo que te pierdes en el caso de creer y equivocarte.