domingo, 11 de marzo de 2012

Ya sabemos lo último que ha hecho Moebius

Morirse. Eso es lo último que ha hecho y, además, de ahora para siempre. Ya no habrá otro Blueberry, Arzak,  Edena, Incal, Garaje Hermético ni Inside. Punto huevo. Ya no habrá nuevas aventuras del Mayor. Se acabó. El mundo es un poco más miserable que ayer, y ya es decir. Para no ponerse melancólico. Mierda.






jueves, 8 de marzo de 2012

Turbia y fresca

Ayer tuve una experiencia peculiar: leí las últimas páginas de Rojo y Negro mientras escuchaba a Paco Ibáñez.  La cosa es que experimenté ese romanticismo que, por otra parte, cada vez siento más lejos, y que lo viví con intensidad, con plenitud. Las últimas reflexiones de Julián Sorel y su tétrico final se mezclaron con los versos cantados de Paco y, tras semanas de trivialidad, mis emociones intelectuales volvieron a dispararse.

Luego vino la reflexión. Decir que Rojo y Negro es una obra maestra no aporta nada nuevo. Tampoco es un descubrimiento hablar de lo que supuso Paco Ibáñez en cierta época de la historia de España. Pero el estado en el que entré me hizo pensar en la realidad de las sensaciones, es decir, en la existencia de referentes reales de las sensaciones que experimentaba.

La colección de poemas que Ibáñez cantó hace ya un montón de años en el Olimpia de París es espectacular: esto tampoco es nuevo: el tipo tiró del acervo cultural de una de las lenguas con más literatura de la historia, y supo elegir. Hasta aquí todo perfecto. Pero la cosa es que, escuchando las letras de autores tan dispares en lo estilístico y hasta en lo temporal como Góngora, Lorca, Celaya o Goytisolo, uno acaba por percibir un perfil, una imagen de una España, de un pueblo, de un sentimiento colectivo. Lo  más acojonante es que esa imagen resulta profundamente hermosa.

Como no creo en pueblos ni en sus espíritus, ni en folkgeist ni en zeitgeist, y menos en las cosas espontáneamente hermosas, cuando muerden mis carnes estas emociones presuntamente colectivas, me pongo muy, pero que muy nervioso, y empiezo a darle vueltas.

La cosa es que ayer lo entendí y, al entenderlo, me sentí listo y tonto a la vez. Listo por entenderlo y tonto por haber tardado una vida en hacerlo. Resulta que nos encontramos de nuevo ante el hechizo del lenguaje.
Si hay un poema político impresionante es España en marcha de Celaya:

Nosotros somos quien somos.
¡Basta de Historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos.


Ni vivimos del pasado,
ni damos cuerda al recuerdo.
Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos.


Somos el ser que se crece.
Somos un río derecho.
Somos el golpe temible de un corazón no resuelto.


Somos bárbaros, sencillos.
Somos a muerte lo ibero
que aún nunca logró mostrarse puro, entero y verdadero.


De cuanto fue nos nutrimos,
transformándonos crecemos
y así somos quienes somos golpe a golpe y muerto a muerto.


¡A la calle! que ya es hora
de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.


No reniego de mi origen
pero digo que seremos
mucho más que lo sabido, los factores de un comienzo.


Españoles con futuro
y españoles que, por serlo,
aunque encarnan lo pasado no pueden darlo por bueno.


Recuerdo nuestros errores
con mala saña y buen viento.
Ira y luz, padre de España, vuelvo a arrancarte del sueño.


Vuelvo a decirte quién eres.
Vuelvo a pensarte, suspenso.
Vuelvo a luchar como importa y a empezar por lo que empiezo.


No quiero justificarte
como haría un leguleyo,
Quisiera ser un poeta y escribir tu primer verso.


España mía, combate
que atormentas mis adentros,
para salvarme y salvarte, con amor te deletreo.

Impresionante, en especial porque te hace creer en lo que dice, te hace sentir que existe ese pueblo íbero que aún no se ha mostrado “puro, entero y verdadero”, y te hace partícipe de un algo colectivo que, así cantado y así descrito, es merecedor de ser cantado y de ser seguido.

Yo, escéptico, siempre me he sentido pequeño ante estos poemas que hablan de algo que se me escapa, de algo que, sintiéndolo ajeno, me resultaba envidiable y hermoso. El poeta siempre ha sido, así me lo contaron y así lo creí, poseedor de una sensibilidad especial que sabía captar la esencia de la realidad y sintetizarla en un puñado de versos.

Pero no, no es así. Los españoles nunca hemos sido “turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos”, que va. Lo que sí es cierto es que nos hubiese gustado serlo, y eso es lo que supo ver el poeta. El poeta no habla de la realidad, no la sintetiza, no captura su esencia, que va. Lo que sintetiza son los sueños, los deseos, las voluntades que bullen en el ambiente. El poeta sabe decirle a la gente lo que esta quiere oír. Dicho de otro modo: el poeta no describe la realidad: la inventa. De lo atractivo que resulte su invento al colectivo al que van dirigidos sus versos dependerá su éxito, pero no de su realidad. El invento poético no tiene por qué ser cierto, ni real, ni posible, ni futurible. Tan solo debe ser deseable, promisorio, esperanzador. El poeta ofrece espejos en los que mirarse, proyectos, utopías, sueños, o pesadillas, pero ficciones, inventos, otros mundos. El poeta es, como indica su etimología, un creador.

Ayer, al entender todo esto, experimenté sentimientos encontrados. Es gratificante entender, pero descubrir que los sueños, sueños son, siempre tiene su punto agridulce. También me ha hecho algo de daño entender, por fin, por qué soy tan mal poeta: nunca he intentado inventar la realidad, solo revelarla.

¿Y Rojo y Negro? Bueno, esto merece mención a parte: qué pasada...