domingo, 12 de febrero de 2012

Resabios místicos


Leyendo lo cerca que creía Schopenhauer que estaba el arte de la verdad, recuerdo lo que me costó quitarme de encima precisamente ese prejuicio, el de considerar al arte algo especial e indefinible que estaba de alguna manera por encima del mundo de las cosas. Y es que resabios místicos quedan mucho después de haber neutralizado las creencias más evidentemente supersticiosas. Uno puede dejar de creer en dios con cierta facilidad, pero el aliento místico permanece en la creencia en el yo, en el carácter taumatúrgico del arte, en el seguro devenir del progreso, o en la objetividad de lo real.

Sea sustitución de unos ídolos por otros, o nuevos ropajes para los mismos instintos, la cuestión es que el estado de lucidez solo se alcanza tras haberse desembarazado de un buen montón de cosas, y no solo de los santos y vírgenes de escayola. El pensamiento supersticioso está detrás de toda creencia en destinos futuros, mundos espirituales y leyes inmutables. En suma, en todo pensamiento que nos considere algo más que barro pensante.

El pensamiento supersticioso es el que nos hace identificar las palabras con las cosas, los mapas con los territorios, las fórmulas de la física con la realidad y, en general, el mundo de los fenómenos con otros de símbolos que inventamos para pronto olvidarnos que lo hemos hecho.

Las más preciosas creaciones humanas, el arte y la ciencia, se convierten en basura si las hacemos religión.

IQ - Closer


viernes, 10 de febrero de 2012

Placer silencioso


La complejidad del mundo frente a la pequeñez de los cerebros obliga a que estos, al tratar con lo de fuera, lo discreticen, lo esquematicen, y acaben creando símbolos.

El lenguaje humano hereda esa forma de ver el mundo como una colección de categorías que actúan como metáforas. Algunas de esas categorías captan lo que parecen regularidades, que pasan a formar parte de la matemática. Y la física, volviendo su mirada al mundo, intenta elaborar la más precisa de las metáforas, y tiene tanto éxito que tendemos a identificar sus ecuaciones con la realidad, a confundir el mapa con el territorio, o a ver en dichas leyes algo así como el software del universo.

Pero las leyes físicas no son la realidad. Son las reglas de un juego que imita hasta cierto punto el mundo de los fenómenos el cual, sin embargo, funciona perfectamente sin necesidad de símbolos.

Incluso Einstein, o quizá él más que nadie, cayó en el tonto y hegeliano principio de creer que el universo es racional. Pero decir de algo que es racional es decir que se adecua a lo que nuestra razón es capaz de manejar, y eso es decir demasiado, porque nuestra razón es el producto de la experiencia humana en su devenir por la minúscula parcela de espacio-tiempo que nos ha tocado en suerte. Pensar que todo lo demás, que el universo en toda su inimaginable extensión a través de las dimensiones se ajusta a las cuatro reglas que hemos desarrollado como especie para sobrevivir en la sabana no solo está injustificado, sino que es ridículo.

Pero no tenemos por qué pensar mejor de otras formas de conocimiento, como la intuición o las emociones. Todas son distintas formas de experiencia cristalizada, de saber empírico acumulado, de trucos que se han mostrado útiles en el pasado y que almacenamos, de una manera o de otra, en el bagaje hereditario de la especie. Pero ni las emociones ni la intuiciòn tienen por qué servirnos de nada a la hora de entender el comportamiento de los quarks. ¿Por qué debereian de servirnos? ¿Acaso tiene algo que ver el ambiente en el que se desarrollaron con lo que pretendemos explicar?

En otras ocasones ya he hablado de los límites de la razón. Y, como entonces, quiero dejar claro que no pretendo hacer romántica renuncia a su uso. Es casi lo único que tenemos para enfrentarnos a la realidad. Pero confiar excesivamente en sus poderes puede llevarnos a la falsa ilusión de que podemos acabar entendiendo el cosmos, cuando puede que de cosmos no tenga nada.

Si insisto en el tema es porque el descubrimiento de la insuficiencia de la razón es uno de los motivos más de mi melancolía. Cuando uno huye escandalizado de la realidad cercana, del mundo de las noticias, con sus absurdos, sus corrupciones y su caos, el ejercicios de la razón parece ofrecer un refugio, un lugar en el que deleitarse con el juego de los conceptos. Y es así. Pero este juego con frecuencia nos lleva a engaño, a la presunción de creer que un día podremos volver a la realidad armados de nuestra razón y restaurar el orden perdido.   

Pero ni existió nunca ese orden, ni posiblemente lo vaya a haber, ni la razón tiene poder alguno más que ese de servir de placer para silenciosos en un mundo de ruido.