martes, 25 de octubre de 2011

lunes, 3 de octubre de 2011

Lorenzo de Andrés Santís

Mi amigo Lorenzo cumpliría mañana sesenta años si no fuese porque murió el dieciocho de julio pasado. O sesenta y uno, no estoy seguro, pero eso es lo de menos. Lo importante es que un cáncer cerebral acabó con él hace un par de meses.

Soy un tipo frío de nacimiento, y tengo que aprender la pasión de los demás. En interminables sobremesas en las que combinábamos café, orujo y complejos y confusos esquemas sobre manteles de papel, aprendí muchas cosas, tomé conciencia de muchas ideas y me sentí alimentado por montones de nuevas imágenes. Pero si algo me transmitió Lorenzo en aquellas intensas y enmarañadas veladas fue una pequeña parte de la extraordinaria pasión que sentía por la enseñanza. Quiero pensar que soy un buen profesor. Si es así, en buena parte es gracias a Lorenzo.

Lorenzo era de esos que todavía creen en el poder de la palabra y las ideas, y no entendía que hubiese objeto más precioso que un libro. Quizá por eso en su casa proliferaron hasta colonizarla, aunque tampoco faltaban los discos, las películas, los dibujos... Daba hasta risa verle levantar el maletero de su coche y descubrir allí, amontonados, libros a decenas, sus últimas adquisiciones, de entre las que siempre entresacaba uno para mostrarte con sumo detenimiento su índice maravilloso. Lo sabía todo, aunque su conocimiento, por moderno que fuese, siempre tenía un algo de antiguo, como leído en pergamino.

Lorenzo era de esas personas que pensaba una cosa y sentía otra. Era progresista de vocación, nietzscheniano hasta en el bigote y amante de las tradiciones, como "su" Santayana. Su mundo ideal era un jardín de filósofos danzantes, lo cual explica que, poco a poco, fuese desconectándose de este mundo. Que alguien así llegase a ser amigo de un "positivista romo" como yo es uno de esos misterios de la naturaleza humana. Otro misterio es cómo pudo conjugar una vanidad infinita con una inseguridad casi perfecta.

Sí, fuimos amigos, a veces los "únicos", y juntos hicimos "la travesía del desierto" más de un a vez. También nos odiamos, como solo se pueden odiar los amigos que saben lo que más le duele al otro y se lo dicen de la peor de las maneras. Fue el más generoso de los tipos, y también el más egoísta. Era barroco en el lenguaje y extremo en los afectos. Atrabiliario, quiso pegarse con quien se lo llamó. Era sin duda capaz de ser el mejor de los amigos, siempre que tú fueses el mejor de los amigos. Su mirada incendiada por la ira es algo difícil de olvidar.

Lorenzo era un ser excesivo, uno de los últimos, un personaje del pasado, alguien que recitaba largos poemas de memoria y que a las cuatro de la madrugada se despedía entre lamentaciones porque no podía soportar que nada se acabase. Y es que no entendía de límites, nada le parecía suficiente. Nietzsche, que nunca quiso seguidores, hubiese estado orgulloso de él. Incluso de su muerte: cómo a Friedrich, solo su propio cerebro pudo vencerle.

Lorenzo ha muerto, y ya no existe, y no cabe lamentarse por él. Los que somos dignos de conmiseración somos los demás, los que no volveremos a escucharle y, sobre todo, este mundo "epidérmico" y trivial que se ha vuelto incapaz ya no de entender, sino de disfrutar de las mentes más desaforadas, de las personalidades más excesivas, de la vidas más originales y extemporáneas.

Un antiguo alumno le dijo una vez: "Lorenzo, es que tú eres de los profesores que dejan secuelas". Aunque no era realmente eso lo que le quiso decir su sencillo admirador, a Lorenzo le encantó aquello hasta el punto de convertirlo en unos de sus clásicos.

Sabía que era cierto.