miércoles, 28 de octubre de 2009

La fuerza de las ideas

Hay gente que cree en la fuerza de las ideas. De hecho, se ha convertido un tópico bienpensante, como ese otro de la fuerza de la palabra. Pero no es más que eso, un tópico, que no significa nada si no se matiza.

Imaginemos a una persona muy lista que se dedica a reflexionar sobre la felicidad y encuentra un camino para alcanzarla, e imaginemos que ese camino exige un cierto grado de sacrificio previo, consistente, por ejemplo, en la comprensión de algunos conceptos filosóficos complejos. Esta persona, deseosa de compartir su método con toda la humanidad, intentará explicarlo. ¿Tendrá éxito?

No, claro que no. Quizá logre comunicar su idea a un grupo que disfrutaran de la felicidad que proporciona, aunque matizada esta por la frustración de ver que el resto de la humanidad sigue siendo refractaria al conocimiento.

Pensemos ahora en John Lennon diciendo aquello de “Todo lo que necesitas es amor”. Da igual que la frase sea una simpleza, y que, además, sea una simpleza falsa. Da igual que tal idea lleve a un callejón sin salida y deje sin defensas a sus creyentes ante los que no creen en ella. Da igual que sepamos que el ser humano no está programado para el amor universal. Pese a todo ello, la idea tuvo un éxito espectacular, no en el sentido de que se propagase el amor, claro, sino en el de que el dichoso estribillo colonizó una enorme cantidad de mentes.

No pretendo decir que las grandes ideas no influyan en el mundo. Claro que lo hacen, pero de un modo indirecto, simplificado, vulgarizado y con unas consecuencias que, casi siempre, desvirtúan la idea inicial.

Un ejemplo: la crítica racionalista y el posterior rodillo nietzschniano dejaron sin sentido a las religiones, mostrando que estas son, en el mejor de los casos, colecciones de leyendas y, en el peor, burdas falsificaciones. Sin embargo, siendo enorme la influencia que ha tenido la idea de “la muerte de dios”, lo cierto es que muchos siguen creyendo y, lo que es casi peor, muchos de los que no creen se han limitado a redirigir sus ansias de fantasía hacia otras supersticiones y espiritualismos varios.

¿Por qué pasa todo esto? ¿Por qué lo que sabemos influye tan poco en el mundo o, cuando lo hace, lo hace de un modo tan insatisfactorio? Pues porque las ideas, para ser exitosas, deben ser asequibles, asimilables por un porcentaje importante de la población, lo cual significa, entre otras cosas, que deben ser sencillas de entender y fáciles de seguir. Pero resulta que ni el mundo es sencillo ni es fácil hacer caso de ideas que van en contra de nuestra programación genética. Por eso las complejidades y los matices se pierden por el camino. Por eso todo lo que no apele a nuestros instintos básicos está llamado al fracaso.

Hoy sabemos mucho acerca del comportamiento humano, y del mundo físico, y de la historia, que tiran por tierra milenios de supersticiones y costumbres sin sentido. Sin embargo, pocos tienen en cuenta ese conocimiento a la hora de tomar decisiones o a la de imaginar alternativas para el futuro. La solución parece estar en la educación, pero hasta esta idea en apariencia tan simple ha calado poco entre los humanos.

Cabría preguntarse en este punto por qué seguir pensando. Yo, esto al menos, sí lo tengo claro: por placer, por qué si no.

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