jueves, 31 de diciembre de 2009

Días de ira

Dies Irae (‘Días de ira’, pero en latín) es un canto llano gregoriano que contiene una corta melodía, un pequeño motivo que ha sido utilizado posteriormente en muchas ocasiones. Incluyo a continuación, además del himno original, dos de esta citas musicales.

La primera es El sueño de una noche de Sabbat, quinto movimiento de la Sinfonía fantástica escrita por un Berlioz enamorado y en estado de gracia.

La segunda, de unos pocos años después, es Totentanz, de Listz, y se trata de una danza macabra. Listz, obsesionado con la muerte, llegó a visitar hospitales y cárceles para ver a los condenados a muerte.

La melodía de la que hablo se utiliza en varios lugares a lo largo de los tres ejemplos que propongo, pero, para su localización, indico la primera vez que aparece en cada caso:

Dies Irae gregoriano: nueve primeros segundos, voces.
Sinfonía fantástica de Berlioz: poco después del minuto tres, tras las campanas, interpretado primero por las tubas y luego por trombones de varas.
Totentanz de Listz: treinta primeros segundos, interpretado por los metales (escalofriantes los golpes de piano).













La sibila délfica de Miguel Ángel



sábado, 26 de diciembre de 2009

Ética objetiva

¿Se puede hablar de ética con objetividad?

Las elecciones éticas pueden ser de dos tipos: la elección de criterios o principios generales por un lado y la evaluación de comportamientos concretos por otro.
La elección de criterios generales es un proceso subjetivo e irracional. Podemos optar por buscar la felicidad de los humanos o por servir a los deseos de alguna deidad. Podemos elegir entre éticas materiales y éticas formales. Podemos abrazar el imperativo categórico o bien lanzarnos a una vida singular y libre. Todas estas elecciones son producto de la propia genética, la tradición, el contexto histórico, la educación, la experiencia personal, y montones de influencias más. Es decir, son subjetivos e irracionales. Hasta la elección de la racionalidad es irracional.

Por su parte, la evaluación de los comportamientos tiene por objetivo decidir efectivamente qué hacer, lo que implica clasificar los comportamientos en buenos y malos, cosa que se hace aplicando los criterios éticos generales. Habrá quien considere que matar es malo porque disminuye la felicidad del mundo, o porque desencadenará el círculo vicioso de la venganza, o porque lo prohíbe algún dios. Otros considerarán que es bueno porque con ello debilitan al enemigo, o porque obtienen alguna ganancia o, simplemente, porque lo dice algún dios.

La forma de realizar estas elecciones difiere mucho de unos a otros. Mientras que unos se limitan a tomar su decisiones aplicando las imprecisas reglas heredadas que conforman su instinto moral, otros reflexionan sobre dichas reglas y elaboran complejos sistemas de evaluación.
Dicho esto, paso a contestar la pregunta “¿podemos hablar de ética con objetividad?”. La respuesta es que sí, aunque no siempre. Es casi imposible discutir sobre los criterios generales, porque la discusión en sí exige unos criterios compartidos que no se tienen. Y discutir acerca de la bondad o maldad de un comportamiento apenas tienen sentido cuando los criterios generales no tienen nada en común.

Sin embargo, la aplicación de los principios generales a los comportamientos particulares sí admite la discusión racional y objetiva. Racional en el sentido del propio análisis del lenguaje; y objetiva en el sentido de análisis de la realidad. Asumido el imperativo categórico “compórtate con los demás como quieres que los demás se comporten contigo”, sería contradictorio defender el asesinato como algo bueno. Asumido el objetivo general de alcanzar una sociedad pacífica en la que los humanos puedan vivir felizmente es absurdo confiar en que eso llegará por sí mismo gracias a la natural bondad humana cuando sabemos que los humanos no somos buenos por naturaleza.

Los criterios son difícilmente discutibles. En caso de conflicto, solo cabe optar, si es posible, entre la coexistencia pacífica o la imposición por la fuerza de una de las dos alternativas, lo cual es, en sí, una elección moral, aunque a veces venga forzada por las circunstancias. Pero sobre los medios para alcanzar los objetivo sí se puede discutir, lo cual permite que unos digan estupideces y otros no.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Tradición

La tradición es saber congelado, es la forma en que las sociedades codifican comportamientos que han demostrado ser útiles para la supervivencia y cohesión del grupo. No son, por tanto, necesariamente malas, y merece la pena tenerlas en cuenta.

El problema surge cuando el personal no se percata de su carácter “congelado”. Los comportamientos que transmite la tradición fueron útiles en ciertas condiciones concretas, pero eso no asegura en absoluto que sean útiles en condiciones distintas. Tampoco asegura que los criterios de utilidad sean los mismos que en el pasado.

Es obvio que en un mundo cambiante como el nuestro las tradiciones han perdido todo su sentido. Las sucesivas revoluciones tecnológicas han cambiado de tal modo la forma de ver y de vivir el mundo que las tradiciones han quedado obsoletas y se han convertido en meros vestigios de una pasado que apenas logramos entender.

Sin embargo, muchos las siguen utilizando como argumento a favor de sus particulares locuras. La tradición sirve para justificar desde ritos y fiestas religiosas hasta salvajadas como el toreo, pasando por todas las formas de nacionalismo, pues, a fin de cuentas, la tradición es el método perfecto para apoyar todo lo irracional, todo lo que, de otra manera, no hay dios que lo justifique.

Como moralizar es un rollo, voy a decirlo en términos estéticos: no me gustan los que van a los toros porque disfrutan de un espectáculo cruel; no me gusta que se mienta a los niños con la chorrada de los reyes magos porque les prepara para creer en todo tipo de sandeces; no me gusta la gente que pontifica sobre lo que significa ser español o catalán o guatemalteco como si por nacer en un lugar u otro uno se viese imbuido por algún tipo de espíritu ancestral.

Naturalmente, el motivo de este escrito es que se me abren las carnes de solo pensar en las entrañables fiestas que se avecinan. Lo ideal en esta época es la huida, pero si no se puede solo queda la resignación, una estoica y elegante resignación.

Para los que las tengan, felices vacaciones.

sábado, 5 de diciembre de 2009

¿Libertad o igualdad?

Como viene a cuento, recupero un texto del 7-4-2007:

¿Libertad o igualdad?

Esta disyunción aparece con frecuencia cuando se intenta etiquetar políticamente a alguien. Y, como en todo, podemos encontrar opiniones para todos los gustos. Lamennais decía que “Donde hay fuertes y débiles, la libertad oprime y la ley libera”, mientras que Popper pensaba que “la libertad es más importante que la igualdad” y que “si se pierde [la libertad] ni siquiera habrá igualdad entre los no libres”.

Da la sensación de que todos tienen razón. Por un lado no parece tener sentido hablar de libertad cuando no puedo elegir porque parto con desventaja. Pero por otro una igualdad lograda a costa de la libertad es más homogeneidad y despersonalización que otra cosa.
Cuando hablamos de libertad o de igualdad estamos hablando de dos aspectos de la vida que entran en conflicto prácticamente por definición, porque su esfera de influencia parece limitar y hasta definirse por la del otro: la individualidad aparece cuando abstraemos a los demás de la ecuación. La colectividad es, precisamente, lo que queda al abstraer las diferencias individuales.

Pero esto no es exactamente así. Buena parte de lo que define al individuo proviene directamente del colectivo en el que está sumergido: las tradiciones y la cultura son el caldo de cultivo del que emergen las características individualidades. Y son estas, recíprocamente, las que, a través del contacto social, nutren la colectividad.

Que hay en todo esto una paradoja lo enuncia perfectamente Pinker cuando habla del amor familiar: según explica, “ninguna sociedad puede ser simultáneamente justa, libre e igualitaria. Si es justa, el que más trabaje acumulará más. Si es libre, la gente dejará sus bienes a sus hijos. Pero entonces no será igualitaria, porque habrá gente que heredará unos bienes que no ha ganado.” El dilema está claro: ¿prohibimos la herencia, limitando con ello la libertad de los padres, para defender la igualdad, o dejamos que los padres sean libres de favorecer a sus hijos como les plazca fomentando con ello la desigualdad entre los humanos?

Quizá alguno apunte que el problema está en el hecho mismo de la propiedad, y que eliminándola se deshace el presunto dilema. Pero no es así, porque desaparecidos los bienes materiales otros cobran aún más peso del que tienen en la sociedad de mercado, y me refiero a los de la mente: en un mundo así los conocimientos y las experiencias se convertirían en los bienes más preciados, y estos pasarían casi inevitablemente de padres a hijos, salvo, eso sí, que los hijos se colectivizasen, pero entonces la libertad quedaría seriamente mermada, sin contar con que siempre queda la herencia genética, difícilmente eliminable sin acudir a una ingeniería genética que...

¿Estamos ante un problema insoluble? Sí, si de lo que se trata es de elegir entre una u otra alternativa. Pero ese es el error. Existe otro camino, que en realidad consiste en tomar los dos a la vez. Optar entre la libertad y la igualdad es un falso dilema, porque una no tiene sentido sin la otra. Libertad e igualdad son en realidad las dos caras de un único concepto bifronte que las engloba y supera y para el que, hasta donde yo sé, aún no hemos encontrado nombre.

Evidentemente no podemos ser completamente libres y completamente iguales, pero sí a la vez ambas cosas y en distintos grados y porcentajes. Esta es la tarea de la política, y la de la filosofía, y la de todos aquellos que aprecien en algo la libertad y la igualdad, a saber, encontrar el sistema que optimice los niveles de libertad y de igualdad, encontrar la compleja química que nos permita vivir en la mayor libertad e igualdad posibles.

Platón propuso en La República su solución ideal, de tanto éxito a lo largo de la historia, consistente en cargarse tanto la libertad como la igualdad. Me parece a mí que es mejor idea la de aquellos locos franceses que hablaron de libertad, igualdad y fraternidad. Y esto último no hay que tomárselo ni a coña ni por lo sentimental: la fraternidad se puede entender como ese saber mirar un poco más allá de nuestras narices para darnos cuenta de lo estrechamente unidos que suelen andar los intereses colectivos y nuestros muy individuales intereses.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Impuestos

Llevo pagando impuestos ininterrumpidamente desde hace veinticinco años, y lo único que me duele es que hayan sido tan bajos: me gustaría que fuesen mayores para pagar mejor a los profesores (por la cuenta que me trae), médicos, policías, basureros y demás funcionarios; para pagar todos los condones que haga falta; para pagar buenas bajas y jubilaciones; para tener unas carreteras cojonudas; para pagar abortos, y terapias del sida, y programas de rehabilitación de drogodependientes, y centros de acogida, y lo que haga falta; para pagar subsidios del paro, y becas, y para promocionar las artes; también me gustaría pagar más impuestos para la colaboración internacional y así ayudar a otros países a salir del agujero, al igual que han hecho con nosotros durante todos estos años que llevamos creyéndonos “europeos”.

Me jode que parte de mis impuestos se dediquen a la compra de armamentos, y que otra parte se pierda en la corrupción, y que tanto de mi dinero se vaya en apoyar el sistema financiero y el autobombo de los políticos. Pero la solución no está en pagar menos, porque pagando menos todo se va a ir a la mierda, sencillamente porque de donde no hay no se puede sacar: no tiene sentido hablar de derechos si no hay dineros que los respalden, y los dineros tienen que salir de algún sitio. Otros países tienen recursos naturales de los que vivir, pero en nuestro caso solo hay una fuente de ingresos para el Estado: los impuestos.

La solución a los problemas está en pagar más y exigir más, más inspecciones, más control. No se trata de pagar menos, se trata de exigir mayor eficiencia. Y la forma de exigir esto está clara: cargarnos a los que mandan una vez y otra, apartarlos del poder, mandarlos a la mierda en cuanto no cumplan con nuestras expectativas, sean del signo que sean. Se trata de no perdonarles simplemente porque sean “de los nuestros” y exigirles que cumplan con su trabajo.

Los países más avanzados del mundo son aquellos donde se paga más impuestos. No entiendo por qué nos cuesta tanto aprender de los ejemplos ajenos.

Sinceramente, como ciudadano del Estado Español, no me gustaría acabar como en los USA viendo cómo alguien de mi familia se muere porque no podemos pagarle el médico.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Un mundo trivial y emotivo

La trivialidad de la sociedad contemporánea es una cuestión de mercado. Ahora, la masa tiene en conjunto una capacidad de consumo tan grande que se ha convertido en el objetivo prioritario de la producción. Es lógico por ello que la cultura y la política se hagan para ellos. Y la masa es trivial y emotiva, luego la política y la cultura se han hecho triviales y emotivas.

Esto no es malo en sí. Lo ha dicho otras veces y lo repito sin ironía: a mí no me ofende que la gente goce en los centros comerciales o leyendo a Ruiz Zafón. Lo único malo es que el mundo no es trivial. Por contrario, es complejo, impredecible, paradójicamente lleno de elementos extraordinarios. Siendo así, una cultura trivial poco nos puede ayudar a entenderlo. Siendo así, una política trivial poco nos puede ayudar a vivirlo.

Hace unos días una emisora de máxima audiencia hizo a través de Internet una encuesta entre los oyentes. La pregunta venía a plantear si determinada ley era constitucional o no. Las miles de respuestas fueron negativas en un sesenta y tantos por ciento. Pero esto es lo de menos. Lo de más es que miles de personas contesten a una pregunta respecto de la cual no saben nada. La inmensa mayoría de esas personas no se ha leído la ley en cuestión. La mayoría de esas personas no sabe nada de nada de derecho constitucional. La mayoría de esas personas no sabe nada de nada de técnica jurídica. Sin embargo, van y opinan. ¿Basándose en qué? Pues en sus emociones, claro está.

Es como si en un matemático presentase a la sociedad una demostración de un teorema y la gente pudiese votar acerca de su corrección. ¿Qué validez puede tener la opinión de quienes no solo no sabe matemáticas sino que ni siquiera se han leído la demostración? ¿Se puede decidir la verdad matemática en función de emociones?

Lo malo es que exactamente así funcionan las cosas: los partidos políticos les dicen a sus votantes lo que saben que les hace sentir, no pensar. Los medios le dicen a la gente lo que sabe que estimula a comprar sus productos, igual que hace la cultura, incapaz de hacer llegar a la gente nada que no sea de fácil y trivial digestión.

El resultado de todo esto es que la imagen del mundo se ha reescrito, muy democráticamente, a imagen y semejanza de quienes menos saben de él.

Todo conocimiento es metafórico. Toda descripción del mundo es una aproximación, una simplificación, un mapa. Pero unos mapas son peores que otros. Y el que ahora estamos usando parece esbozado por un niño de dos años.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Creencias

Toda afirmación es en realidad una suposición y, en el sentido de falta de certeza, una creencia. Todos disponemos, porque las necesitamos, de un conjunto de creencias: creemos que existe el mundo, creemos que existen los demás, creemos cada día que va a salir el sol, etc. Algunos, muchos, creen además en otras cosas: fantasmas, espíritus, dioses... Estrictamente, la diferencia entre unas creencias y otras es de grado: para algunas la evidencia empírica es más o menos grande, mientras que, para otras, esta se reduce a cero.

Hasta aquí, bien. Los problemas surgen cuando las creencias se convierten, en las mente de algunos, en certezas. Entonces las suposiciones se transforman en dolor, guerra y muerte. Las dudas no matan. Las certezas sí.

Antídoto: empezar desde el principio, no dar nada por sentado y, sobre todas las cosas, dudar, siempre dudar.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Azur & Asmar

Azur & Asmar es una película de animación con guión, diseños y dirección de Michel Ocelot. Se trata de una verdadera joya, con unos dibujos exquisitos y historia contada con una delicadeza sorprendente. Cuento oriental, narra la historia de dos niños que se crían juntos, siendo uno francés y el otro árabe. La madre de este último es la nodriza del primero, hijo de un gentil hombre que es un auténtico cabrón. La madre-nodriza les contará la historia del hada de los Djins, que está atrapada y ha de ser liberada. La historia les impresionará tanto que, ya convertidos en apuestos jóvenes, ambos partirán al rescate del hada.

Llaman poderosamente la atención lo imaginativo de los escenarios, de una belleza a veces extraordinaria. Es de esas cosas que le reconcilian a uno con el cine.


domingo, 15 de noviembre de 2009

Una caricatura

Escribió Nietzsche “Todo aquello de lo que adquirimos conciencia está de todo punto compuesto, simplificado, esquematizado, interpretado”. Es decir: lo que percibimos no es el mundo, sino una mera apariencia, un esquema simplificado que nos permite entenderlo. Hoy sabemos que la evolución ha seleccionado, de todo el continuo disponible, tan solo unos cuantos rasgos y solo dentro de ciertos rangos para mostrarnos: solo vemos ciertas longitudes de onda, solo oímos ciertas frecuencias. Eso es lo que tenemos y con eso vivimos.

Lo terrible vino cuando Friedrich dejó de mirar hacia fuera y dirigió su pensamiento hacia el interior. Dijo entonces: “...todo cuanto llamamos conciencia es un comentario más o menos fantasioso sobre un texto que no sabemos, que quizá no podemos saber, pero que sentimos”. De lo que se dio cuenta es de que si la conciencia solo percibe parte el mundo exterior, lo mismo le ocurre cuando su objeto es el mundo interior, el propio ser: solo somos consciente de una muestra, de una simplificación, de lo que realmente somos. No se trata aquí de que haya contenidos que no nos sean accesibles, como cuando hablamos del inconsciente. Se trata de que el yo, eso que creemos que somos, no es más que una simplificación del todo seleccionada para poder entendernos.

Dicho de otra manera: el yo es una mera caricatura.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Carrera armamentista

El afán por conseguir estatus dicen los antropólogos y biólogos evolucionistas que tiene su origen en la selección sexual: más nivel dentro de la manada, más accesos sexuales, más transmisión de genes.

El estatus entre los animales se basa en rasgos fácilmente apreciables: tamaño, fuerza, arrojo... Entre los pueblos primitivos se ritualiza un poco la cosa, pero es claramente apreciable la continuidad: la fuerza, la belleza física entendida como síntoma de salud, los potlach…

¿Y qué pasa en nuestra desarrollada civilización?

Pues lo mismo. No hemos cambiado nada, salvo en las formas externas. Cubiertas las necesidades básicas le dedicamos unas cantidades enormes de recursos a la cosa del aspecto. Las industrias de la moda o la perfumería son de las que más dinero mueven en el mundo. La gente se vuelve loca por la ropa y llena los centros comerciales en los escasos ratos de ocio que les dejan los trabajos donde se dejan la piel para ganar el dinero con el que comprar la ropa de moda, y el calzado de marca, y el móvil de última generación, y el coche station wagon con el que mejorar lo más posible el propio aspecto para follar más y mejor, lo cual vienen a significar hacerlo con más ejemplares y de mejor calidad.

No pretendo ponerme moralista. La finalidad me parece genial. Lo que apena es el medio. Me apena que no seamos capaces de reconocer la trampa, el despilfarro estúpido que supone toda carrera armamentística. Si todo el mundo conduce BMW, para sobresalir hay que ir sentado en un Porche. Pero si todo el mundo va en Seat, el BMW basta. Lo malo es que, cuando nos damos cuenta de que el BMW basta, hacemos el esfuerzo y nos hacemos con uno. Todos. Entonces el que antes tenía un BMW hace a su vez un esfuerzo y se agencia un Porche. De este modo estamos como al principio, todos iguales salvo el destacado, pero con una gran diferencia: todos hemos tenido que invertir muchos más recursos para mantenernos como estábamos. Sí, es la carrera de la Reina Roja de Alicia. Sí, es un sin sentido.

¿Qué falla aquí? Pues falla el punto de vista individualista. Uno solo no puede luchar contra la carrera armamentística, porque entonces será el único Seat en un mar de BMWs. Solo podemos parar el despilfarro de nuestros propios recursos adoptando puntos de vista colectivos.

Con perdón.

sábado, 31 de octubre de 2009

Inside Moebius

Inside Moebius es la hostia. Jean Giraud ha decidido devenir definitivamente en personaje y mezclarse con Arzack, Blueberry, el Mayor y demás personajes del Garaje hermético, Edena, el Incal y todos sus otros mundos. Y lo hace dibujando al ritmo al que el resto hablamos o divagamos. Le vienen a la cabeza las ideas, o los recuerdos, o los pensamientos, y va y los dibuja.

Me siento a gusto leyendo Inside Moebius porque es una obra de arte, claro. Pero también porque es el reencuentro más íntimo que uno pueda imaginar con un viejo amigo: Moebius. Y porque el reencuentro se produce exactamente en el lugar y en el modo en el que yo hubiese elegido: en el desierto y volando.

Quizá lo leas y no lo entiendas, o quizá te parezca una simpleza. En ambos casos el diagnóstico es el mismo: te has perdido algunas de las mejores cosas del siglo XX. La buena noticia es que estás a tiempo de recuperar el tiempo perdido.

miércoles, 28 de octubre de 2009

La fuerza de las ideas

Hay gente que cree en la fuerza de las ideas. De hecho, se ha convertido un tópico bienpensante, como ese otro de la fuerza de la palabra. Pero no es más que eso, un tópico, que no significa nada si no se matiza.

Imaginemos a una persona muy lista que se dedica a reflexionar sobre la felicidad y encuentra un camino para alcanzarla, e imaginemos que ese camino exige un cierto grado de sacrificio previo, consistente, por ejemplo, en la comprensión de algunos conceptos filosóficos complejos. Esta persona, deseosa de compartir su método con toda la humanidad, intentará explicarlo. ¿Tendrá éxito?

No, claro que no. Quizá logre comunicar su idea a un grupo que disfrutaran de la felicidad que proporciona, aunque matizada esta por la frustración de ver que el resto de la humanidad sigue siendo refractaria al conocimiento.

Pensemos ahora en John Lennon diciendo aquello de “Todo lo que necesitas es amor”. Da igual que la frase sea una simpleza, y que, además, sea una simpleza falsa. Da igual que tal idea lleve a un callejón sin salida y deje sin defensas a sus creyentes ante los que no creen en ella. Da igual que sepamos que el ser humano no está programado para el amor universal. Pese a todo ello, la idea tuvo un éxito espectacular, no en el sentido de que se propagase el amor, claro, sino en el de que el dichoso estribillo colonizó una enorme cantidad de mentes.

No pretendo decir que las grandes ideas no influyan en el mundo. Claro que lo hacen, pero de un modo indirecto, simplificado, vulgarizado y con unas consecuencias que, casi siempre, desvirtúan la idea inicial.

Un ejemplo: la crítica racionalista y el posterior rodillo nietzschniano dejaron sin sentido a las religiones, mostrando que estas son, en el mejor de los casos, colecciones de leyendas y, en el peor, burdas falsificaciones. Sin embargo, siendo enorme la influencia que ha tenido la idea de “la muerte de dios”, lo cierto es que muchos siguen creyendo y, lo que es casi peor, muchos de los que no creen se han limitado a redirigir sus ansias de fantasía hacia otras supersticiones y espiritualismos varios.

¿Por qué pasa todo esto? ¿Por qué lo que sabemos influye tan poco en el mundo o, cuando lo hace, lo hace de un modo tan insatisfactorio? Pues porque las ideas, para ser exitosas, deben ser asequibles, asimilables por un porcentaje importante de la población, lo cual significa, entre otras cosas, que deben ser sencillas de entender y fáciles de seguir. Pero resulta que ni el mundo es sencillo ni es fácil hacer caso de ideas que van en contra de nuestra programación genética. Por eso las complejidades y los matices se pierden por el camino. Por eso todo lo que no apele a nuestros instintos básicos está llamado al fracaso.

Hoy sabemos mucho acerca del comportamiento humano, y del mundo físico, y de la historia, que tiran por tierra milenios de supersticiones y costumbres sin sentido. Sin embargo, pocos tienen en cuenta ese conocimiento a la hora de tomar decisiones o a la de imaginar alternativas para el futuro. La solución parece estar en la educación, pero hasta esta idea en apariencia tan simple ha calado poco entre los humanos.

Cabría preguntarse en este punto por qué seguir pensando. Yo, esto al menos, sí lo tengo claro: por placer, por qué si no.

sábado, 24 de octubre de 2009

Clinamen cuántico

Para que un universo sea interesante, necesita disponer de una fuente de orden y una fuente de cambio. Sin una cierta cantidad de orden, o de información útil si se quiere, el mundo sería un caos sin nada que reconocer ni nadie que lo hiciese. Sin una fuente de desorden, o de cambio, para entendernos, todo permanecería igual a sí mismo y el tiempo no existiría.

La ciencia, se diga lo que se diga, no explica nada, sino que se limita a describir y, en el mejor de los casos, reducir el contenido conceptual de dichas causas. Así, tomando el ejemplo de la gravedad, de complejas causas mitológicas pasamos a una simple fuerza de atracción entre las masas para después reducir aún más la ontología del asunto al hablar de simple geometría.

En este proceso de reducción, de acotamiento, de empujar más y más lejos el lugar donde se encuentran las causas, hemos situado la fuente del orden en las condiciones iniciales del Big-Bang y la del desorden en la incertidumbre cuántica.

Situar todo el orden posterior en la homogeneidad total del instante inicial nos puede permitir, aparte de la salida absurda de recurrir a una entidad creadora (que más bien podríamos llamar inicializadora, y que en absoluto entiendo cómo algunos tan alegremente asocian con sus supersticiosos dioses personales), el siguiente truco: sin situación previa de la que depender, sin historia, no hay razón ninguna para la diferencia: ¿por qué algo debería ser distinto de algo? ¿Por qué, de hecho, la multiplicidad? De este modo, el orden absoluto inicial no exige explicación, y solo necesitamos de una fuente de desorden que dé forma al universo.

Es entonces cuando nos topamos con la incertidumbre cuántica, que nos dice algo tan asombroso como que ante una situación dada, las partículas elementales no tienen por qué actuar siempre igual, sino que pueden “elegir” entre todo un conjunto de alternativas.

Este “clinamen” cuántico le ha servido a unos y otros para explicarlo todo (en especial cuando parece ser que el caos matemático aplicado al mundo físico puede entenderse como una amplificación de la incertidumbre Heisenbergiana): desde la propia aparición del universo inicial a partir de la nada hasta la conciencia, pasando por los grumos de materia que llamamos galaxias.

Normalmente llama la atención el hecho de que el universo tenga un principio. A mí me asombra, y cada vez más, la ausencia de causa en el comportamiento de las partículas elementales. Solo la teoría de los Muchos Mundos ayuda un poco: si no hay ninguna razón para que un fotón, por ejemplo, siga un camino en vez de otro, va y sigue todos los posibles.

¿Se podría usar como heurístico esto de la ausencia de causas del mismo modo que se usa el Principio Antrópico o las leyes de mínimos?

viernes, 16 de octubre de 2009

La culpa es del empedrao

Popper tiene una teoría, la de la conspiración, que tiene que ver mucho con lo de echarle la culpa al empedrao: dice que cuando Dios dejo de ser causa directa de cuanto ocurría, el personal se preguntó entonces por quién tenía la culpa de las cosas que pasaban, y se inventó todo tipos de sociedades secretas y conspiraciones para justificar lo que, por lo general, se debe simplemente al azar de la vida.

Hacemos mucho esto de inventarnos conspiraciones, y no solo para explicar los grandes males, sino cualquier cosa, desde pequeños contratiempos a esa simple insatisfacción de fondo que a veces se vuelve tan insoportable.

Podemos echar mano de cualquiera para convertirle en culpable: por supuesto que está el gobierno (a este, a fin de cuentas, le pagamos para que esté ahí, así que no hay problema). También despotricamos del sistema, entidad mucho más vagorosa heredada de tiempos más revolucionarios y que permite no tener que entrar en detalles. Lo malo es cuando necesitamos alguien más cercano, cuando sabemos que nuestro mal no puede provenir de tan altas instancias. Entonces culpamos a los que tenemos más cerca a los amigos, a la familia, a la propia pareja. Esto, aparte de injusto, es inútil y casi siempre perjudicial.

El origen de esta mala costumbre puede estar en la necesidad de desahogarse. No nos es suficiente analizar el problema y buscar soluciones. Necesitamos, además, quemar sustancias, y para eso buscamos un punchball que se lleve los golpes.

Por eso necesitamos culpables. Y por eso nos sentimos tan frustrados cuando no los encontramos. O cuando descubrimos que somos nosotros mismos.

domingo, 11 de octubre de 2009

Las edades del hombre (y la mujer)

¿Por qué y para qué tiene hijos la gente? Hay un montón de motivos que aparecen sin esfuerzo: porque sí, por inercia, porque toca, porque la pareja ya no funciona, por presión ambiental, porque lo pide el cuerpo... Otros, también clásicos, son sin embargo más metafísicos: por asegurarse una parcela de inmortalidad o por perpetuar algo tan estupendo como uno mismo. Lo triste es que tengo la sensación de que estas “razones” valen para la mayoría. Así pasa lo que pasa; luego los tratan como si fuesen fardos, se limitan a satisfacer sus necesidades y deseos más estúpidos y en ningún momento se preocupan de lo fundamental: su educación. La importancia de los primeros años cada vez me mayor: en la primera infancia se van a establecer las líneas básicas de la personalidad: después se matizarán, se concretarán, se perfilará un individuo en función de las mil contingencias de la existencia. Pero el substrato que va a condicionar el cómo se asimilen todas las experiencias posteriores, podríamos decir que el estilo vital, se da ahí, en esa primera fase de aprendizaje. Y, sorprendentemente, parece como si los padres intentasen, por todos los medios, hacer que el número de experiencias de sus hijos y la calidad de estas sea lo más limitado posible, como si intentasen premeditadamente transmitirles su propia mediocridad. Quizá sea un mecanismo de defensa de las viejas generaciones ante las nuevas: quizá la evolución ha permitido que los padres corten las alas de sus hijos para limitar un vuelo demasiado rápido y elevado. A lo peor es simple ignorancia.

Me he acordado de la sensación de ignorancia que me embargó al finalizar la carrera, de cómo descubrí consternado que no sabía nada de nada. Y de cómo había evitado preguntarme nada durante todos esos años. Es la excusa, la salida fácil, el dejar las cosas para luego, para cuando no esté uno tan ocupado. La educación debería, entre tantas cosas más, luchar por evitar que se eviten las preguntas. Acostumbrar al personal a una constante revisión de la propia vida, a un constante preguntarse por la viabilidad y el sentido de lo que uno está haciendo. No se trata de buscar certezas que no se pueden encontrar, pero sí de evitar vivir según las asunciones de otros. Lo que se ha hecho siempre no es necesariamente lo mejor. Si hay que asumir algo, que sea con toda la conciencia de la que seamos capaces.

Con el tiempo la gente tiende a fosilizarse, a perder flexibilidad mental, es decir, se “hace mayor”. Asume entonces un papel perfectamente perfilado y lo sigue punto por punto, siendo el caso que parece creérselo –si realmente se lo cree o no es un estado de conciencia que se escapa, de momento, a la observación-. Eso de hacerse mayor puede ocurrir en momentos de la vida completamente distintos en unas persona y en otras: los hay que parece que nacieron viejos mientras que otros alcanzan la “madurez” en plena juventud, pero la mayoría acceden a tal estado en la treintena, lo cual me hace pensar que este fenómeno pueda obedecer a algún tipo de mecanismo fisiológico. Hace tiempo leí que la perdida de la memoria se debe a que, de modo espontáneo, se sustituyen en las neuronas ciertos receptores de gran eficiencia por otros menos eficientes. Me pregunto si no será posible que llegado cierto momento el individuo pierda las capacidades necesarias para cambiar, para alterar sus preconcepciones, sus comportamientos y en general todos los mecanismos que hay detrás de la percepción y la evaluación de la realidad. Es evidente que, una vez superados los primeros años reproductivos, a la evolución le ha importado bastante poco que conservásemos una mente ágil y despierta. Incluso puede que, ahora que lo pienso, la madurez sea en conjunto una enfermedad.

O, mejor, un síndrome, siendo uno de sus síntomas... tener hijos.

jueves, 8 de octubre de 2009

Un poco de estética

Uno va y dice: “voy a revolucionar el arte” y decide que va a reducir el número de sus límites, que va a despreciar alguna de las restricciones que impone el canon hegemónico en ese momento. Coge alguna cosa de un basurero, lo coloca en una galería de arte y dice: "es una obra de arte". Y tiene razón, porque decidir que es una obra hace que sea una obra de arte. Perfecto. Hasta aquí. Pero entonces llegan los demás y en ese a veces muy destructor instinto simplificador que tienen los humanos dicen: todo el arte es así: lo único que hace que algo sea arte es la decisión del artista. De modo que lo mismo es el urinario de Duchamp que las Meninas de Velázquez. Son así los humanos.

Cierto es que el espectador siempre ha de poner algo de su parte: siempre ha de haber cierta complicidad con la obra artística: de alguna manera, debe fingir que se lo cree. Pero hay que reconocer que si la obra condensa cierto conjunto de características, esta complicidad será más fácil que si no. Yo, por ejemplo, me siento mucho más inclinado a creerme los trampantojos de Velázquez que el hiperrealista urinario de Duchamp. Yo soy así.

**

Lo que ha marcado al siglo XX es el afán por la originalidad, por ser distinto, por romper. Esto, unido a un acceso a la información en permanente y extraordinario aumento y a una conciencia nunca vista anteriormente de las implicaciones de los propios actos (antes, el artista generaba signos; ahora, los busca) ha conducido a esta carrera de ismos que llega a su perversión completa con la postmodernidad. Y digo perversión porque en el fondo no han hecho más que inventar nuevos nombres para los viejos problemas: el fin de los grandes relatos, horizontalidad, deconstrucción, simulacros, lo dicho, una nueva jerga para hablar de lo de siempre, de la contradicción de la existencia, del absurdo, de la relación entre lenguaje y realidad, etc, etc, etc. (Es revelador el uso del prefijo post- en todos ellos: postestructuralismo, postmarxismo, postmodernismo).

Yo les pondría a todos estos a plantar berzas. Y no lo digo como castigo, sino como terapia. Me da la sensación de que valorarían de otra manera todos sus hallazgos teóricos si tuviesen de vez en cuando un contacto más físico con el mundo (el sexo tampoco es mala terapia, aunque para mentes filosóficas puede ser motivo de nuevos desvaríos).

**

Se me ocurre que uno de los males de las artes plásticas es un exceso de literatura. ¿Qué sería de la mayoría de las instalaciones, obras de técnica mixta y collages que uno se puede encontrar por ahí si no estuviesen acompañadas de los correspondientes folletos y catálogos explicativos. La verdadera creación se encuentra en estas piezas de literatura fantástica en las que, como en un retrato en hueco, se habla de lo que no existe más que en la imaginación siempre generosa del lector.

Con esto no niego la validez y hasta la necesidad de cierta labor crítica, pero lo que ha ocurrido en el siglo XX es que el órgano ha creado la función. Un crítico necesita tener de qué hablar, un galerista necesita tener qué exponer, un teórico necesita algo para enseñar e investigar. Todos ellos necesitan obra nueva, corrientes nuevas, nuevo léxico, nuevos hallazgos. Lo demás es una cuestión de combinatoria: pongamos a cien mil humanos a mezclar colores, objetos, soportes y luego elijamos algo que parezca distinto a lo de antes. La justificación teórica, la génesis histórica, los aspectos psicoanalíticos, la red de influencias, de eso ya nos encargaremos los críticos. No hay problema (un caso excepcional es Tapies: él mismo se encarga de generar la basura verbal con la que dar contenido a su obra).

**

Los textos de contraportada, o los trailers de las películas, incluso algunas recensiones no muy independientes, todas son formas de un nuevo arte. Un arte, eso sí, corrupto, y no solo porque su finalidad sea convencer al posible consumidor, lo cual es, en sí, sospechoso. Es, sobre todo, corrupto porque miente: nos hace creer que es un reflejo fiel, un epítome, un avance de lo que nos vamos a encontrar, cuando ni el autor, ni las técnicas utilizadas, ni la intencionalidad de la obra y su argumento de venta tienen nada que ver. Lo que están haciendo es vendernos nuestra propia capacidad de asombro, nuestra curiosidad, nuestra imaginación. Consiguen que imaginemos aquello que deseamos y después nos dicen que eso, precisamente eso que estamos imaginando, es lo que nos ofrecen. La verdad es que la idea es genial. Y perversa, porque cuanto mayores son las ganas de nuevas sensaciones artísticas, de nuevas experiencias intelectuales, los batacazos son mayores. Es la publicidad. El arte de la simulación, de la sugestión, el auténtico arte virtual.

La gran puta.

sábado, 3 de octubre de 2009

Personajes autorreferenciales

De niño abominaba de las canciones en las que se reconocía explícitamente que aquello era una canción. Veía algo completamente estúpido en aquella confesión de impostura. Para mí la ficción debía imitar la realidad lo mejor posible, y la autorreferencia se cargaba por completo la ilusión. Vamos, que estaba dispuesto a aceptar cómplicemente la farsa siempre y cuando la farsa se esforzase lo más posible en no parecerlo.

Algo parecido me pasa con la vida misma. Para poder funcionar, para poder vivir cada día damos por buenas una serie de asunciones que se concretan en reglas morales y sociales, en ciertos consensos implícitos. Sin embargo, en el momento en que me asalta la certeza de su convencionalidad, todo se esfuma.

Para la mayoría esto no es un problema, pues olvida el carácter convencional de casi todo lo que hacemos y aceptamos. Muchos incluso cierran el círculo imponiendo a la realidad lo que de ella emanó como simple modelo provisional. Este olvido de lo provisional es la raíz de la vejez y de la guerra.

Del informe caos inicial y después de una estupenda secuencia de azares, un grumo de materia adquiere cierta forma y da lugar a uno de nosotros. No somos más que eso, una forma provisional, un poco de orden que durante un instante se hace preguntas. En resumen, un préstamo de la nada. Cuando reconocemos esto, cuando nos hacemos conscientes de que el préstamo hay que devolverlo, la ilusión de absoluto, de ser, se desvanece: el reconocimiento de la propia naturaleza hace añicos la farsa.

Mucho se habla de la contradicción de la existencia. Pero la contradicción surge solo si olvidamos el carácter hipotético de nuestros modelos vitales. La contradicción está en la autorreferencia, está en el personaje buscando a su autor. ¿Absurdo? No: olvido. Aquellos seis personajes tenían autor, claro que sí. Se llamaba Pirandello. Nuestras morales, religiones, estructuras sociales, todo tiene autor: el hombre.

Si nos quedamos en el mundo de la ética, de lo práctico, de la vida, vale. Pero si queremos pasar a lo absoluto, al mundo de las esencias, el discurso debe dar el salto y olvidarse de casi todo.

Basta olvidar las palabras para que el absurdo desaparezca.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Test para utópicos

Cuando la desigualdad es inevitable resulta relativamente fácil luchar contra ella. Pero, ¿qué ocurre si tenemos las herramientas necesarias para diseñar una nueva humanidad? ¿Cómo hacemos al personal? ¿Todos iguales? Entonces, ¿quién nos va a poner el café? ¿Todos buenos? Pero, ¿la creación no está relacionada en parte con la violencia? ¿Es necesario el mal?

Hasta ahora la construcción de utopías se basaba en el material humano disponible convenientemente modelado según las teorías psicologicas y sociológicas del utopista de turno. Ahora podemos actuar incluso sobre la materia prima. Podemos diseñar la especie. Algo así como Walden Dos, pero más. Podemos eliminar instintos primitivos; corregir deficiencias intelectivas; potenciar la memoria o la percepción espacial; aumentar la empatía o la agresividad. Podemos crear un ser humano nuevo.

Yo no sabría qué hacer. La ausencia de límites me produce vértigo. La vida es un juego de tensiones. Puede ser duro a veces, difícil, pero sabes cuales son tus límites. Si de pronto no los hay, si de pronto te conviertes en dios, ¿hacía dónde tirar? Y lo que es más difícil de contestar: ¿por qué?

El sinsentido de la vida se hace, ante este test imposible, absolutamente patente: los límites nos muestran el gradiente por el que ascender o deslizarnos. Incluso los caminos laterales para escapar de la norma. Pero ahora el hombre aparece como uno de los diseños posibles con que modelar un montón de barro. La evolución es sabido que actúa chapuceramente. Pero al menos tenía contra lo que luchar: la muerte.

Ampliemos el test. El universo es una fluctuación del vacío. Quizá podamos crear universos. Supongámoslo. ¿Por qué hacerlo? ¿Por qué una forma y no otra?

Todas estas preguntas son sinsentidos. La ausencia de finalidad impide que su propia formulación tenga sentido. Solo la existencia de seres conscientes da ciertos visos de significado a tales planteamientos, pero las contestaciones deben ser necesariamente subjetivas: todo lo que hagamos será porque nos apetezca, porque así nos divertimos, porque algo tenemos que hacer.

El universo no tiene sentido. El que nosotros nos convirtamos en dioses no cambia las cosas.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Belleza, fantasía y materia

Una frase de El Archivo de Egipto: “Solo las cosas de la fantasía son bellas”. Me recuerda a aquella otra, genial, de Baroja: “Ya ves, todo lo maravilloso es mentira”. Ambas reflejan el profundo pesimismo acerca de las cosas y los seres de este mundo de dos ilustrados a los que les tocó sufrir tiempos duros en tierras aún más duras.

Sin entrar en el contexto de Sciascia y Baroja -entiendo perfectamente el pesimismo y el escepticismo de ambos-, creo que posturas así no son más que pura pose en algunos y escapismo barato en otros. El recurso a considerar el mundo de la fantasía como el único en el que la belleza puede proliferar me parece, cuando menos, una simpleza. Cuando más, producto de un dualismo quizá no declarado pero sí presente en el momento en que se oponen tan nítidamente fantasía y realidad.

La realidad lo es todo. Si somos capaces de producir belleza es porque la hemos percibido en el mundo y nos ha gustado tanto que la hemos reelaborado para intensificar su efecto y nuestro disfrute.

Creo que en este momento de la historia ya estamos en condiciones de entender que las cosas son lo que son, que no hay mundos ideales a los que tender o a los que imitar, que nada tiene sentido, que no hay un más allá y un más acá, y que la queja no es más que una forma de oración, de petición de socorro a alguna divinidad que se apiade de nosotros.

Sí, realmente creo que en el fondo, la frase de Sciascia es puro idealismo. A lo hermoso le confiere la calidad de lo inmaterial. Lo bueno es inmaterial. La materia es mala.

Pero no: la materia no es mala. La materia lo es todo.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Caos

“En el principio era el caos”. Casi todas las cosmogonías empiezan con una afirmación de este estilo. Y casi todas tienen su “Caída de los dioses”, o su “Apocalipsis”, como si después de un periodo más o menos ordenado el caos primigenio acabase siempre por retornar.
Esto de ver el caos en el pasado y en el futuro debe ser una extrapolación de lo que vemos en cualquier libro de historia: el desorden azaroso es reducido por voluntades poderosas que imponen su ley con mayor o menor éxito, alcanzando estados de mayor o menor organización, pasando incluso por edades más o menos doradas para acabar siempre en la decadencia y en la extinción del orden.

También en nuestra vidas diaria experimentamos cuan difícil es conseguir el orden y cuan difícil mantenerlo. En el fondo, estamos luchando con el segundo principio de la termodinámica.

La cuestión es que, a poco que pensemos, cualquier otra descripción del universo distinta del caos es un puro cuento. ¿Por qué ha de haber leyes? ¿Por qué va a tener que comportarse el universo de ninguna manera determinada? Cualquier teoría que imponga obligaciones al universo debe explicar de dónde vienen. Además, en seguida se cae en falacias lingüísticas: si hay leyes, ¿quién es el legislador?

“En el principio era el caos”. Y al final. Y siempre. Lo que ocurre es que en un universo caótico todas las posibilidades deben darse. Y esto no es una ley, sino una tautología a partir del propio concepto de caos: no podemos descartar ninguna posibilidad porque eso sería ponerle restricciones a lo que por definición no tiene restricciones.

¿Por qué existe el universo? Ante tan estupenda pregunta yo propongo contestar: porque sí.

martes, 22 de septiembre de 2009

Progreso

La idea de progreso está desprestigiada. ¿Cómo podemos hablar de progreso, dicen unos, cuando nos estamos cargando el planeta, cuando las guerras cada vez son más crueles, cuando la gente sigue muriendo de hambre en las tres cuartas partes del mundo?

Pues tienen razón. Pero otros dicen que nos encontramos en un nuevo Renacimiento, pues en el siglo pasado hemos llegado a la Luna, hemos inventado la píldora anticonceptiva, resuelto el último teorema de Fermat y descubierto el mecanismo de la herencia.

Pues también tienen razón.

Estamos con lo de siempre: cada uno, según sus inclinaciones, según sus presunciones ideológicas define internamente el concepto según le viene en gana, opina en función de esa definición y ya la tenemos montada. Las dos posturas anteriores son correctas, y no suponen paradoja alguna porque hablan de cosas distintas, completamente distintas. Incluso cada una de las posturas mezcla ideas que deberían analizarse separadamente. Para no liarla demasiado, solo voy a desglosar la cuestión en cinco preguntas:

¿Ha progresado el hombre desde un punto de vista material? Polución, hambre, desigualdades: no.

¿Ha progresado el hombre desde un punto de vista moral? Si tal frasecita lo que quiere es inquirir sobre si hemos desarrollado y aceptado de modo generalizado unas pautas de comportamiento que permitan a todos los hombres desarrollarse dignamente, la contestación es más que evidente: para nada.

¿Ha progresado nuestra comprensión del mundo universo? Teoría de la relatividad, mecánica cuántica, teoría inflacionista, caos, genética: sí.

¿Ha progresado nuestra comprensión del hombre? Desde las teorías evolucionistas o la neurología se ha conseguido hacer accesibles problemas antes secuestrados por la teología: libre albedrío, consciencia, comportamientos innatos, mientras que la ética ha alcanzado su madurez como ciencia al ser capaz de desarrollarse con independencia de trabas religiosas. Sí, claro que sí.

¿Ha progresado nuestra capacidad tecnológica? Lo que más: para bien y para mal. Las telecomunicaciones han destruido todas las barreras, todas las fronteras. La medicina no solo cura, sino que empieza a saber por qué. Viajamos por el espacio y construimos túneles bajo el mar. Construimos robots que trabajan por nosotros. Y hemos aumentado la capacidad de nuestro cerebro mediante una prótesis externa a la que llamamos ordenador.

¿Entonces? ¿Por qué con tantas posibilidades lo hacemos tan mal? ¿Por qué hemos progresado tanto y a la vez tan poco?

La respuesta es tan sencilla que parece una ridiculez: porque los humanos somos exactamente iguales que éramos hace cien mil años, cuando recorríamos las llanuras africanas en busca de alimento. Es decir, que nuestros instintos siguen ahí, incluido el más necesario para la supervivencia en un medio salvaje pero el más dañino que se pueda imaginar en un medio social: el egoísmo genético. La gente se pregunta cómo es posible lo de Palestina. Siguen preguntándose cómo fue posible lo de Hitler. Simplemente porque el Cromagnon sigue ahí, agazapado, debajo de nuestra civilizada vestimenta, esperando la mejor ocasión para saltar y conseguir, sea como sea, lo mejor para él, su familia, su tribu y su raza.

Lo estúpido es caer en prosopopeyas baratas y echarle la culpa a la ciencia, a la tecnología o al empedrao. Si no nos han servido para hacer de este mundo algo mejor es porque somos unos hijos de puta, simplemente.

Las quijadas de asno no tiene la culpa de nada.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Derechos

Vivimos en una sociedad de derechos. Todo el mundo invoca sus derechos. Vale, me parece bien. Lo malo es que pocos se han parado a pensar a) qué es un derecho y b) qué esconden realmente algunos de los derechos fundamentales.

Dejando el punto a) para otra ocasión, tratemos el b) viendo, a modo de ejemplos, algunos de los derechos que con más frecuencia se reivindican:

Derecho de los padres a educar a los hijos: ¿incluye eso el derecho a mentirles sistemáticamente desde la cuna para que acaben creyendo como verdaderas un montón de leyendas fantásticas? ¿Incluye eso dejarles en herencia sus miedos, sus frustraciones, sus prejuicios? Por supuesto, no quiero decir que todos los padres eduquen mal a sus hijos. Todos no, desde luego.

Derecho al trabajo: este es particularmente retorcido: ¿se nos quiere decir con esto que tenemos derecho a dedicar la mayor parte de la vida a obtener beneficios para otros? ¿Se nos quiere decir que tenemos derecho a doblar el espinazo para obtener ingresos con los que satisfacer las necesidades que el propio sistema nos crea?

Derecho a la propiedad. En este derecho reside casi todo el tinglado. ¿Quién no está de acuerdo en que lo suyo es suyo y que nadie debe intentar quitárselo? Lo que ocurre es que no puedo evitar ver diferencias entre la propiedad de un tebeo que he comprado con el dinero obtenido tras una hora de satisfacer mi derecho al trabajo y la propiedad del cuaderno de Leonardo que compró Bill Gates con el dinero que ganó tras miles de horas de trabajo... de sus empleados. ¿Tiene alguien derecho a poseer extensiones de tierra de decenas de miles de hectáreas? ¿O la riqueza petrolífera de un país?

Derecho a la libertad. Este es el derecho que ampara todos los demás derechos, pues los padres son libres de educar a sus hijos como les parezca; y los emprendedores son libres de intentar enriquecerse con el trabajo de los demás; y somos libres de acumular las riquezas que seamos capaces de obtener. Pero también es la mayor broma, por varias razones:
  1. La libertad no existe. Es un sinsentido lógico. O hay azar o hay necesidad, pero no hay libertad. A lo sumo, una ilusión de libertad, que es la que experimentamos cuando deseamos algo y descubrimos con gusto que podemos alcanzarlo. Pero nuestros deseos a su vez dependen de nuestra educación, del medio, de nuestras experiencias previas...
  2. El derecho a la libertad se da de leches con todos los demás derechos. No soy libre de coger lo que quiero porque los demás tienen derecho a su propiedad. No soy libre si resulta que otros, mis padres, tienen derecho a educarme como a ellos les parezca. No soy libre desde el momento en el que no puedo elegir la sociedad en la que vivo.
  3. La propia declaración de unos derechos supone una drástica limitación de la libertad que podríamos suponer que traemos bajo el brazo al nacer. Lo cierto es que venimos a la vida en el seno de una sociedad que no hemos elegido. Lo terrible es que no podemos apearnos en marcha, no podemos decir paso de esto, no podemos renunciar al sistema y huir a los bosques, entre otras cosas porque los bosques ya son propiedad de alguien.

Propongo que al lector que haga una lectura de, por ejemplo, la Declaración de los Derechos Humano de la ONU. Se la suele criticar por su generalizado incumplimiento, pero eso es estúpido, porque las declaraciones no tienen culpa de que no se cumplan. De lo que sí son culpables (en realidad no ellas, claro, sino quienes las compusieron) es de la soterrada ideología que esconden. Mi propuesta consiste en emprender la lectura con espíritu de sospecha, con ese talante paranoico que a todos se nos pone de vez en cuando, y reírse un poco.

Otro ejercicio, este más creativo, consistiría en redactar una buena declaración de derechos humanos. Los objetivos de este ejercicio son dos: tomar conciencia de lo difícil que es desear con inteligencia y comprobar que no puede existir una buena declaración de derechos humanos.

PD: Cuando un extranjero se nacionaliza norteamericano debe asistir a un acto en el que, antes de jurar esas cosas que se juran, un juez le hace algunas preguntas al aspirante para constatar que conoce el sistema político del país. En 1947, el lógico Kurt Gödel, se presentó a la ceremonia. Como buen chico que era se había estudiado la constitución. El problema era que había encontrado inconsistencias en el texto, inconsistencias que pensaba explicarle al juez. Afortunadamente para él, Einstein y Morgenstein, sus testigos, le entretuvieron como pudieron y convencieron al juez de que no dejase hablar demasiado a su amigo.

martes, 25 de agosto de 2009

Descartes y Pascal

Una forma de pensar en el futuro consiste en echar vistazos al pasado. Una magnífica ocasión de hacerlo es ver la obra de teatro El encuentro de Descartes con Pascal joven de Jean Claude Brisville. Brisville imagina en ella los que ambos genios hablaron en la única entrevista que se sabe tuvieron pero de la que no ha quedado ningún registro. El texto es inteligentísimo, puro placer, increíblemente ameno por el despliegue de ingenio que supone el enfrentamiento entre el ya maduro Descartes, amante de los placeres que le proporcionan la inteligencia y el sosiego, y el joven y airado Pascal, obsesionado con la religión y la verdad, su verdad.

Hace unos días tuve la fortuna de asistir a la versión que Flotats dirige e interpreta magistralmente en Madrid. Un montaje austero que no desvía en ningún momento la atención de lo importante, la palabra y el gesto de este encuentro entre dos formas de ver el mundo: ciencia y Biblia, relativismo y dogmatismo, la mirada desapasionada y la pasión de la juventud.

Descartes es creyente, es cristiano, pero le dice a Pascal, otro cristiano: “Señor, terrible religión la vuestra”.

Fascinante.

viernes, 21 de agosto de 2009

Campamento de verano ateo

La noticias, tal como se puede leer, por ejemplo, en http://www.publico.es/agencias/efe/241764/ es que, aunque ya hay varios en Norteamérica, se ha inaugurado este verano el primer campamento para hijos de padres ateos o agnósticos en Gran Bretaña. Está apoyado, entre otros, por el amigo Dawkins, que no descansa.

El invento se llama Camp Quest, que se podría traducir como “Campamento búsqueda”, y la idea es desterrar de las actividades de los campistas todo rastro de religión y enseñarles a pensar. Un jueguecito que me ha encantado es el llamado Reto del unicornio invisible: a los críos se les dice que existen unicornios alrededor del campamento, pero que si no los ven es porque son invisibles. El reto consiste en demostrar racionalmente que dichos unicornios no existen (sugiero al sufrido lector que lo intente).

La directora del campamento, Samantah Stein, explica que “la idea de Camp Quest es realmente dejar que los niños decidan qué pensar. Para ello se van a desarrollar algunas actividades filosóficas orientadas a niños y otras relacionadas con las falacias lógicas. Es un modo de interesar a los críos en el pensamiento, en la filosofía, en cuestiones religiosas y en todo tipo de pensamiento científico y crítico”.

Hablando de futuro, el futuro se construye así.

sábado, 25 de julio de 2009

Mediocridad

La campana de Gauss nos condena a la mediocridad. De hecho, viene a decir que es esencial. Sea cual sea el rasgo de la actividad mental humana que midamos, sea conocimiento científico, interés por la cultura, preocupación por el devenir del mundo, afán de saber, o, simplemente, ganas de entender lo que ocurre, si expresamos los datos obtenidos en una gráfica obtendremos la campana de Gauss. Dicha curva nos dice que la inmensa mayoría se va a mover en la zona central, y que solo unos pocos van a destacar por poco o por mucho.


Sin embargo, no es la misma mediocridad la de una masa embrutecida que la de una con un cierto barniz de civilización. No es lo mismo la mediocridad de una sociedad con grandes desigualdades que la de una sociedad en la que la educación está al alcance de todos. Siempre habrá diferencias entre los mediocres, aquellos que habitan la parte ancha de la gaussiana, y aquellos que se salen de la media. Pero la diferencia entre unos y otros puede ser mayor o menor.

Nos quejamos en las sociedades desarrolladas del desinterés de la gente por la cultura, de la proliferación de programas basura en televisión, del desprecio que se muestra en general por el conocimiento. Sí, son asuntos preocupantes, pero cuando se tratan parece a veces como si, quien lo hace, estuviese pensando en alguna otra época en la que las cosas fueron mejores. Tal pensamiento es un error: esa época no ha existido. Nunca se ha leído tanto cómo se lee ahora. Nunca la gente ha asistido tanto a exposiciones y museos. Nunca la gente ha llenado tanto los teatros. ¿Entonces? Pues ocurre que la mediocridad sigue existiendo, pero que muchos de esos mediocres ahora leen, aunque sea en el metro, y asisten a exposiciones, aunque no sepan muy bien lo que están viendo. Y los otros, los que no se consideran mediocres, se encuentran codo a codo con ellos, y se ofenden de su falta de conocimiento, de lo vulgar de su gusto, y hasta de sus malas maneras, pues ni saben que en los conciertos de clásica no se aplaude hasta el final de la obra. Los ven como advenedizos.

La cuestión es que ahora están ahí. Están presentes. Y no solo eso, sino que con su poder adquisitivo, influyen sobre la oferta, de modo que hoy día, la mayor parte de la oferta cultural es mediocre. Pero es que no podría ser de otra manera, por una sencilla y democrática razón: son más.

Pero esto no es ningún problema. A mí no me ofende que en un teatro se represente Mamma Mia en vez de una tragedia griega o una de Shakespeare. A mí no me ofende que Ruiz Zafón venda sus libros a millones. Lo preocupante sería que solo pudiésemos ver Mamma Mia o leer a Zafón.

Las posturas elitistas no son solo intransigentes sino profundamente erróneas. Por un lado debería de estar claro que cada uno tiene derecha a divertirse como le de la gana. Por otro, hay que entender que las causas sociales que han llevado a unos a ser como son no se diferencian de las que han llevado a los otros a ser como son. Quiero decir que creemos tan ciegamente en nuestra individualidad que no pensamos que somos producto de un sistema. Sea cual sea nuestra posición en la campana de Gauss, formamos parte de esa particular distribución del conocimiento. Pensar que somos como queremos ser es un presunción difícil de sostener.

Hay cierta contradicción en esto de pensar que el mundo es una mierda cuando resulta que estamos nosotros en él. Quiero decir que, a poco razonable que sea uno, tendrá que admitir que no es un ser único, que hay otros como uno mismo, aunque no sean más que esos con los que comparte quejas. Están también aquellos que solo conocemos en estado larvario pero que ya prometen todo un futuro de incomprensión. Tenemos, además, todos esos que conocemos por sus obras y que no solo nos proporcionan inteligencia y placer, sino que hasta parecen unos aceptables seres humanos. Y, por supuesto, esta toda esa maravillosa gente que no conocemos.
Entendido esto, la postura razonable debería ser profundizar las relaciones con los conocidos, ayudar a las crías de la especie, investigar más a los grandes y buscar a los desconocidos. Lo que no tiene ningún sentido es esa postura condescendiente de “uf, qué poco me gusta el mundo”. Salvo, naturalmente, que uno se considere absolutamente único.

Los humanos podemos sentirnos islas en muchas ocasiones. Es algo que propicia precisamente la extraordinaria abundancia de oportunidades y alternativas que se nos ofrecen: gracias a ellas podemos vivir de modos distintos a como vivieron nuestros predecesores o a como vive la gente que nos rodea. Pero eso nos puede convertir en islas, en especial si nos salimos de la media, sea en el sentido que sea, por listo o de puro friki.

Pero ser un friki no es preocupante. Lo preocupante es utilizar la propia rareza como excusa para no sentirse concernido por el mundo. Ser raro no significa no pertenecer al sistema, aunque el poder suela empeñarse en convencernos de ello. Para el poder el raro es una molestia, algo que estropea las estadísticas y la foto. Pero no hay que caer en la trampa del burócrata y convertirse en un rebelde sin causa. A fin de cuentas, hay causas a montones, empezando por la de reivindicar la propia rareza.

Las islas, a fin de cuentas, suelen formar archipiélagos.

domingo, 12 de julio de 2009

Sobre lo apolíneo y lo dionisiaco

José Carlos Molina, compositor, flautista, alma de Ñu y tipo nada modesto, le llama “Dios”. Para los ateos recalcitrantes, personajes como este parecen llenar la necesidad genética de héroes, los precursores de los dioses según contó Thomas Carlyle. A día de hoy, Ian Anderson es un señor mayor que, sin embargo, sigue levantando al personal cada vez que interpreta Aqualung o Locomotive Breath. Le vi de nuevo hace menos de un año en las fiestas de Alcorcón y fue espectacular verle a él, a la banda, allí estaba, como siempre perfecto, el viejo Martin Barre, y a miles de jóvenes botar al son de aquel grupo de ancianos increíbles.

Sin embargo, Anderson ha perdido. Pero no por viejo. Tampoco por músico: hoy posiblemente lo sea mejor que antes. La cosa es que hoy es apolíneo, y entonces era dionisiaco. No tengo hoy el día para teorías, así que resumiré rápidamente: lo apolíneo es lo medido, lo perfecto, lo preciso, mientras que lo dionisiaco es el desparrame, el exceso, el descontrol. No voy a decantarme por ninguna de las dos posturas, y ello por dos razones: la primera, porque siendo de vocación dionisiaca, soy apolíneo de formación. La segunda, porque pienso que la belleza que hemos sido capaces de aportar al mundo los humanos proviene de la tensión existente entre ambos extremos, entre al polo apolíneo y el polo dionisiaco de esta especie nuestra.

Pero... algo no va bien. El equilibrio se ha roto. Este mundo de hoy no es que sea muy apolíneo, pero lo que no es en absoluto es dionisiaco. Porque el ser dionisiaco no consiste en alcanzar rápidamente el estado de embriaguez. No consiste en perder el control o el sentido. Consiste, por el contrario, en traer a la palestra fuerzas que de diario mantenemos bajo control pero en las que reside buena parte de nuestra capacidad de creación. No voy a defender las drogas o el alcohol, no se trata de eso. Lo único que quiero decir es que, quitando alguna jamsession de jazzeros, no he vuelto a ver una interpretación con la intensidad de la que se puede ver en el siguiente vídeo. Que el tema se titule My God no es ninguna casualidad. Otro día quizá teorice acerca de este asunto, pero hoy me voy a limitar a mostrar.

Señoras y señores, ladys and gentlemente, con ustedes, en estado de gracia, Dios:


jueves, 9 de julio de 2009

Una enumeración cósmica

Es curioso: Borges parece hablar siempre de las mismas cosas, como si fuesen los suyos dos o tres temas. De hecho, en el prólogo a su Elogio de la sombra, escribió: “A los espejos, laberintos y espadas que ya prevé mi resignado lector se han agregado dos temas nuevos: la vejez y la ética”. Sin embargo, si uno elabora así a vuelapluma, y sin ánimo exhaustivo, una lista de ellos se encuentra con: la muerte, los laberintos, los espejos, la espada, el puñal, sus antepasados, el otro, los libros, Buenos Aires, la literatura, los sajones, los griegos, el infinito, su ceguera, el tiempo, Heráclito, las palabras, la repetición, los efectos y las causas, la rosa, el tigre, las metáforas, Poe, las bibliotecas, las enumeraciones, el suicidio, la razón, el azar, la memoria, la vejez, el olvido, Shakespeare, los arquetipos, el arrabal...

Escribió acerca de la enumeración caótica que “debe parecer un caos, un desorden y ser íntimamente un cosmos, un orden”. Da la sensación de que toda su obra es precisamente eso, un aparente caos que nos brinda un asombroso cosmos. Esa es su magia: convertir lo confuso en un “álgebra, un palacio de precisos cristales”. Tras adentrase en su poesía surge la sospecha de si quedó algo fuera.


PD: ahora que lo pienso, mil veces mejor que mi enumeración, una suya:

Las causas

Los ponientes y las generaciones.
Los días y ninguno fue el primero.
La frescura del agua en la garganta
de Adán. El ordenado Paraíso.
El ojo descifrando la tiniebla.
El amor de los lobos en el alba.
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
La luna que miraban los caldeos.
Las arenas innúmeras del Ganges.
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
Las manzanas de oro de las islas.
Los pasos del errante laberinto.
El infinito lienzo de Penélope.
El tiempo circular de los estoicos.
La moneda en la boca del que ha muerto.
El peso de la espada en la balanza.
Cada gota de agua en la clepsidra.
Las águilas, los fastos, las legiones.
César en la mañana de Farsalia.
La sombra de las cruces en la tierra.
El ajedrez y el álgebra del persa.
Los rastros de las largas migraciones.
La conquista de reinos por la espada.
La brújula incesante. El mar abierto.
El eco del reloj en la memoria.
El rey ajusticiado por el hacha.
El polvo incalculable que fue ejércitos.
La voz del ruiseñor en Dinamarca.
La escrupulosa línea del calígrafo.
El rostro del suicida en el espejo.
El naipe del tahúr. El oro ávido.
Las formas de la nube en el desierto.
Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.

Jorge Luis Borges, Historia de la noche (1977)

martes, 7 de julio de 2009

¿Invención o descubrimiento?

Llevo varios días dándole vueltas al tema de si la matemática es invención o descubrimiento. Entiendo que asuntos así para la mayoría son de un interés nulo. Sin embargo, son importantes. Y lo son no por lo que nos puedan aportar acerca de la comprensión del cosmos, que puede ser mucho, sino porque de la respuesta depende la mismísima interpretación política de la realidad.

Sí, he dicho política, y es que, por mucho que nos moleste, todo es política, hasta las matemáticas, hasta las mismísimas matemáticas. Me hace mucha gracia cuando algunos padres se quejan de que algunos profesores aleccionan a sus alumnos. Suelen ser profesores de filosofía, o de historia, o de literatura los que reciben estos ataques. Pero nunca los de matemáticas. Y ¿por qué? Porque la mayoría piensa que la matemática es fría, objetiva, neutra y, sobre todo, verdad. Pero no es así.

Hay muchas interpretaciones filosóficas acerca de la matemática, pero voy a centrarme en las dos visiones que importan para mi argumento. Una de ellas es la visión platónica: según esta, la matemática consiste en descubrir, es decir, des-cubrir algo que estaba oculto pero que existía previamente. Según esta interpretación del quehacer matemático, acuñar un concepto, u obtener un teorema, consiste en acceder a un mundo ideal en el que las entidades matemáticas tienen existencia propia e independiente y donde, tras echarle un vistazo a la criatura arquetípica, podemos rescribirla en términos humanos. Mirar el cielo, vamos.

La visión contrapuesta es la que considera que las matemáticas son una creación humana, como lo es el lenguaje. Desde este punto de vista, los objetos matemáticos serían abstracciones, constructor mentales que manipularíamos mediante reglas obtenidas por el mismo procedimiento. Es decir, una invención, con todo lo que eso tiene de relativismo cultural.

Las consecuencias de aceptar una u otra opción son evidentes: la primera es profundamente mística, pues acepta la existencia de un mundo etéreo habitado de esencias y hace de menos este mundo material que transitamos al convertirlo en burda copia del modelo perfecto.

La segunda es, por el contrario, profundamente materialista: sitúa la matemática en el cerebro humano, y la hace un producto cultural más, no menos dependiente de las contingencias de la historia que la literatura o el arte.

Los teoremas son los mismos. Pero no la forma de contarlos. Habrá quienes, al explicar los números o el cálculo diferencial, transmitan a la vez su creencia en un mundo superior y perfecto. Otros, por el contrario, al explicar los axiomas de la geometría, deslizaran su opinión de que se trata de productos culturales. Muchas veces será inconscientemente, pero eso no evitará que las puras y límpidas matemáticas sean un vehículo de adoctrinamiento cultural y político.

No he contestado a la cuestión inicial: las matemáticas, ¿son invención o descubrimiento? Quizá otro día lo explique, pero ahora me limitaré a enunciar mis conclusiones: mientras que la ciencia descubre y la tecnología inventa, la matemática explicita.

martes, 30 de junio de 2009

Cosas nuevas en Epsilones

Hoy no voy a dar la brasa ni con lo divino ni con lo humano: escribo esta entrada tan solo para comunicar que, después de seis meses, he incluido algunas cosas nuevas en Epsilones.

Para quien pueda interesar.

sábado, 27 de junio de 2009

Fotografía de la depresión

Acabo de ver en el Museo ICO una colección de fotografías de la americana Dorothea Lange. Retratan los efectos de la Gran Depresión sobre la gente más desfavorecida, y fueron tomadas en el marco de un programa del propio gobierno para mostrar a la norteamericanos lo mal que lo estaban pasando algunos de sus compatriotas.

La visión de las fotografías, increíbles si tenemos en cuenta que la pobreza extrema que muestran se produjo en el país más rico de la Tierra, me ha llevado a tres reflexiones

La primera tiene que ver con la teoría económica: ¿cómo se puede seguir defendiendo las bondades del libre mercado cuando la historia nos muestra una y otra vez cómo masas enteras pueden caer en la pobreza y el hambre cuando el sistema colapsa? Solo desde la ignorancia se puede realmente pensar que el mercado, dejado a su albur, será capaz de subvenir las necesidades de todos. Solo siendo un canalla se puede defender el libre mercado sabiendo lo que hay que saber.

La segunda es acerca del sistema como un todo. Hubo tiempos en que, cuando la gente tenía dificultades, hacías el petate y buscaba nuevas tierras, nuevas oportunidades. Pero eso hoy ya no es posible. No hay tierras fuera del sistema. No hay mundos vírgenes. Uno no puede salirse del sistema, porque, vaya donde vaya, se encontrará con que las tierras tienen amo y leyes. El sistema lo es todo, lo abarca todo. Entonces, ¿cómo podemos siquiera pensar que el sistema no se ocupe de todos? ¿Cómo podemos admitir que haya gente en sus márgenes, olvidados, apartados? Defenderlo es no entender nada. O ser un canalla. En los viejos tiempos un ermitaño podía meterse en una cueva y llamarla su hogar. Hoy no: rápidamente aparecerá un municipal y le explicará que el ayuntamiento prohíbe la acampada libre.

La tercera y última tiene que ver con el papel de los hijos en el destino de los pobres. Viendo las fotos uno no puede dejar de preguntarse cómo es que toda esa gente no se levantó, cómo es que no hizo uso de la violencia y arrasó el país. La respuesta está en las propias fotografías: en ellas se ven hombres y mujeres asqueados, hambrientos, cubiertos de polvo, con la mirada tan curtida como la piel, desesperados. Pero alrededor, siempre, se ven a sus hijos: siete, ocho, diez. Esas siete, ocho, diez bocas son las razones que les impidieron levantarse y luchar. Ellos, los hijos, son el gran estabilizador social. Una mujer sola, un hombre solo, serán capaces de cualquier cosa, de cualquier revolución. Unos padres, sin embargo, lo soportarán todo por un puñado de avena.


Dorothea Lange
Madre emigrante
1936

jueves, 25 de junio de 2009

Genotipos, fenotipos, biotipos

El genotipo es el conjunto de los genes de un individuo, es decir, la receta bioquímica que le da lugar. Pero la receta no lo es todo: los ingredientes tienen una gran influencia sobre el resultado final: la paella no sale igual con un agua que con otra, dicen los expertos. Por eso, según sean las condiciones ambientales, el genotipo se manifestará de una manera o de otra: los mismos genes darán tipos distintos a nivel del mar en la playa de la Malva Rosa, en el altiplano peruano o en la superficie de Júpiter. A cada una de estas manifestaciones del genotipo se les llama fenotipo.

La variabilidad genética es enorme: es tan grande el número de combinaciones posibles que la probabilidad de que dos individuos tengan el mismo bagaje genético es, salvo en al caso de gemelos univitelinos, cero. Sin embargo, todos tenemos la experiencia de gente que se parece. De hecho, todos tenemos en la cabeza una serie de tipos, personajes podríamos decir, en los que acabamos encuadrando, al menos en una primera instancia, a nuestros conocidos. A esas formas típicas, a esos modelos, les llamamos biotipos. La justificación de la existencia de estos biotipos tiene que ver con las cuencas de atracción de los sistemas dinámicos caóticos, pero esto es otra historia.

Cuando ayer le comentaba a una amiga mis reflexiones sobre la cosa esta de ser un pobre plagiario de Borges, me intentó consolar diciendo que lo que ocurría es que somos del mismo biotipo: Borges y yo.

Cuando uno lleva un par de copas de Albariño en el cuerpo y le dicen semejante cosa, el ego experimenta un súbito ataque de autosatisfacción siempre injustificado, pero placentero. Luego llega la lucidez, la puñetera lucidez, y te dice que no, que para nada, y que pese a lo sospechoso de la existencia del tiempo, tiene su importancia, y que Borges fue antes, y uno después, y que eso lo cambia todo.

La primera vez que escuché la palabra biotipo tendría yo quince años y la utilizó un tipo mucho mayor que yo para decir que yo era del biotipo descerebrado, proclive a las adicciones, y no sé cuantas cosas más. Posiblemente tuviese razón. De hecho, tengo muchísimas adicciones: Brahms es una. Odilon Redon es otra. Y Nietzsche, al que siempre regreso. Y Jethtro Tull, mi banda sonora. Y Bilal, siempre increíble (alucinante su última obra, Animal’z). Y Thomas Bernhard, a quien plagio cada vez que hablo. Y...

No, no me voy a poner enumerativo, porque no se trata de eso. Se trata de explicar que mi amiga tenía razón cuando me decía que uno arranca de un punto de partida, que pertenece a un biotipo, y que ese biotipo te hace proclive a determinadas influencias. Y que también tenía yo algo de razón al afirmarme plagiario, porque si bien es achacable a ese biotipo al que pertenezco mi tendencia a ver el mundo al estilo de Borges, el que adopte sus formas, sus temas, hasta su forma de sospechar, son un mero y simple acto de copia.

La conclusión es que nuestra individualidad es tan real como el punto de vista que apliquemos, y que de este depende el que seamos capaces de incluirnos en tipos mayores. Tal como experimento el mundo, lo único que tiene sentido es aceptarse miembro de distintas estructuras, y ser capaz de vivir entendiendo que ser individuo no está reñido con ser genotipo, fenotipo ni biotipo.

Del fenotipo extendido, que era el tema que inicialmente tenía en la cabeza, hablaré otro día.

miércoles, 24 de junio de 2009

Plagiario

Leyendo la poesía de Borges me digo que, como escritor de versos, tan solo soy un plagiario, un mal plagiario. Entonces, de pronto, me asalta la duda: ¿y como persona?

La respuesta me viene cuando me doy cuenta de que, la pregunta en sí, es borgiana.

Naturalmente no soy Borges, ni otro Borges, ni el otro Borges: soy, todos los somos, resultado de una cantidad enorme de influencias. Somos plagiarios de muchos, y a las particulares combinaciones de influencias, o de plagios, le llamamos personalidad.

El orgullo y la ingratitud nos hacen olvidar nuestras deudas. Pero cuando, de pronto, ves tanto de ti en un lugar concreto bajo un nombre concreto el recuerdo vuelve y el yo se diluye, el manos durante un rato.

domingo, 21 de junio de 2009

La primera de Brahms

Brahms sufrió la herencia insoportable de su admirado Beethoven. Siendo considerado por todos su sucesor, tardo décadas en atreverse a componer una sinfonía, el formato que Beethoven había llevado a lo más alto con sus nueve composiciones.

Cuando por fin Brahms osó componer su primera sinfonía, la crítica, por aquellos tiempos siempre lista para hacer daño, la apodó “la décima de Beethoven”.

De la anécdota se pueden extraer dos enseñanzas: 1) la mala baba de los humanos es ilimitada, sobre todo si tenemos en cuenta que a la segunda sinfonía de Brahms la apodaron “pastoral”; y 2) la genialidad no está necesariamente reñida con la honestidad, como prueba que Brahms no se atreviese a ofrecer una alternativa sinfónica hasta que se sintió verdaderamente preparado.

Sin embargo... algo no cuadra en esa espera de años. Brahms sabía componer sinfonías. El problema no podía ser técnico. De hecho, cuando uno escucha su primera sinfonía no descubre nada nuevo, nada sorprendente, salvo una cosa: la melodía del cuarto movimiento. Pienso que ahí está la clave del enigma: el problema de Brahms era la herencia del maestro, sí, pero especialmente esa maldita melodía que singulariza a la novena. Brahms necesitaba un puñado de notas para colocar en su cuarto movimiento, algo que se acercase a la categoría del himno a la alegría. Y no paró hasta estar seguro de disponer de su pequeña joya.

Lo anterior no es más que una especulación. Pero invito al personal a escuchar la primera sinfonía de Brahms con la idea en mente de que se trata de una obra cuyo autor pensó que merecía ser publicada después de la novena de Beethoven. Con este presupuesto, me atrevo a decir que la escucha nos llevará por una obra magnífica que, sin embargo, no justifica la osadía... hasta que, de pronto, empiezan ese puñado de notas y todo parece cobrar sentido: qué belleza...

Si no las conocías, apréndelas. Si las conocías, recuérdalas. En cualquier caso, tararéalas una, dos, tres veces. Al final acabarás sintiendo la medida grandeza de una melodía arrebatadora.

Lo curioso del asunto es que Brahms, pese a todos sus esfuerzos, o quizá gracias a ellos, elaboró una melodía que jamás hubiese firmado el ególatra de Beethoven. Y es que Brahms no pudo evitar que en ella se deslizase un rasgo esencial de su carácter: su humildad.


viernes, 19 de junio de 2009

Etimologías

Islandia puede sonar a ‘tierra isleña’, pero no: es iceland, la tierra del hielo. Guzmán suena sospechosamente a goodman, y hubo un Guzmán el Bueno. El übermensh nietzscheano es un hombre que trasciende, y no un superhombre. Heliotropo está compuesto de helios, sol, y tropo, movimiento, lo que nos hace pensar en los girasoles, aunque no sean. Las humanidades no eran lo opuesto a las ciencias, sino a lo estudios teológicos. En latín persona significa ‘máscara de actor’. Trivial es aquello que discuten quienes se encuentran donde confluyen tres vías: trivium. La regla de L’Hôspital es de uno de los Bernouilli. Los numerales arábigos son creación india. El abrojo nos dice con su nombre que abramos los ojos para no pincharnos con él. Lo horripilante nos pone los pelos de punta. Hablando de María, tradujeron el término hebreo almah como ‘virgen’, en vez de cómo ‘mujer joven’. Responsable es quien tiene obligación de responder.

Escribió Borges: “He ejecutado un acto irreparable, he establecido un vínculo”.

sábado, 13 de junio de 2009

El mejor de los mundos posibles

“Todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo”. Con este poderoso comienzo, todo un tratado literario y filosófico condensado en un par de frases, empieza Tolstoi su novelón Ana Karenina. Naturalmente, los cientos de páginas que siguen hablan de una familia infeliz.

Leibniz dijo que este era el mejor de los mundos posibles. No se le ha entendido demasiado bien. Hasta el fino Voltaire se rió de él parodiándolo en el Candido. La verdad es que nunca quiso decir Leibniz que este mundo fuese genial. Solo que, en coherencia con su sistema de creencias y como consecuencia lógica, este mundo nuestro tenía que ser el mejor de los posibles, lo cual, si se piensa un poco, lejos de ser una afirmación de cándido optimismo es la más terrible expresión de pesimismo que pueda imaginarse, porque descarta definitivamente toda atisbo de esperanza.

Para Stendhal, “si alguien mantiene que es feliz, seguro que está de broma”. Según Flaubert, para ser feliz hay que ser estúpido, ser egoísta y gozar de buena salud. En el colmo del patetismo decadente D’Annunzio escribió: “Otros son más desgraciados; pero yo no sé si ha habido en el mundo un hombre menos feliz que yo”. Einstein, más práctico, cuando le preguntaron si era feliz, contestó: “No. Ni falta que me hace”.

No es que la felicidad tenga muy buena prensa, la verdad. Desde luego, parece que una felicidad continuada en el tiempo es, o bien imposible, o bien el estado de un simple. Episodios aislados de felicidad parecen más al alcance mortal, aunque siempre vengan acompañados por la sospecha de que, antes o después, habrá que pagar algún precio por ellos.

Pero lo realmente difícil es escribir sobre la felicidad, sobre el estado de felicidad, sobre la vivencia de la felicidad. Los católicos han sido capaces de describir con toda precisión terribles infiernos, pero nunca un paraíso convincente. El de los musulmanes, que sí han sido capaces de imaginarlo, se parece demasiado a un burdel.

El estado de bienestar propio casi no le dice nada a los demás, a no ser que los demás vean en el bien de uno el reflejo del suyo propio. Los poemas que enardecieron nuestro ánimo cuando el ánimo estaba enardecido nos parecen ripios de poetastro con el ánimo templado. El final feliz raramente aguanta en nuestra boca el tiempo que tardamos en darnos cuenta del rictus bobalicón, de la sonrisa tontorrona que nos han dejado en la cara.

¿Que a qué viene esto? Pues a que hoy me he levantado de buen rollo, de muy buen rollo, y por una vez me apetecía decirlo.

jueves, 11 de junio de 2009

Bifurcaciones

Suele pensarse que la libertad consiste en poder elegir qué alternativa tomar ante cada bifurcación del camino. Pero no es así: tener que elegir es la mayor de las esclavitudes, pues obliga a renunciar a todas las alternativas menos una, es decir, a casi todo.

Una vez le dijo Miguelito a Mafalda que no quería ver la televisión porque no quería ser del montón que la veía. Mafalda, con su habitual mala leche, le contestó que así sería del montón que no quería ser del montón, lo cual llevó al pobre y contrito Miguelito frente al aparato.

Toda afirmación es una decisión. Pero también las huidas, las renuncias, las ausencias: toda negación es una opción, algo que tiene valor por ser lo contrario de lo otro. Como los signos, que extraen su fuerza de la oposición de contrarios, cada vez que decidimos saltar del tren en marcha, apearnos del mundo y reivindicar nuestra libertad estamos en realidad reduciendo nuestras posibilidades y concediendo nuestro fracaso a los que, más avispados o más afortunadamente indecisos, siguen sin decantarse por uno u otro de los senderos de la bifurcación.

En mecánica cuántica los objetos se encuentran en un estado que es en realidad una superposición de estados: un electrón no está aquí o allí, sino que está, a su modo particular, en todos los lugares a la vez. Solo cuando algo ocurre a su alrededor que puede entenderse como un a observación de su estado, es decir, solo cuando el universo entra en ciertas interacciones con él, va la onda del electrón y colapsa, que es la forma mecánico-cuántica de decir que el electrón opta por una de sus posibilidades y se hace explícitamente presente al resto del cosmos. A partir de ese momento, el electrón está en un lugar, no en todos. Ha elegido. Y ha perdido su potencial, su libertad.

Sí, utilizando la terminología aristotélica, la libertad podría entenderse así, como un crédito, como una potencialidad, que al hacerse actual pierde su valor. Da igual que la posibilidad se perfeccione en sentido afirmativo o negativo, como una apuesta o como una renuncia: siempre es una elección y, por tanto, una pérdida.

Envejecer tiene mucho que ver con este tomar decisiones, con este quedarse sin crédito.

miércoles, 10 de junio de 2009

Europa

Hace un par de domingos asistí a mi cuarta novena. La primera, hace catorce temporadas, me asombró: solo al oír y ver en directo la entrada del bajo al comienzo del quinto movimiento, comprendí que se trata del canto de un individuo solo frente al mundo. Sin embargo, pese a su soledad, no es un individuo acobardado o mendicante el que toma la palabra, sino un tipo orgulloso de lo que es y de lo que sabe. Y con ese orgullo anima a sus congéneres, a sus pares, a abandonar los cánticos de tristeza y entonar la canción de la alegría.

La segunda fue de trámite, sin brío, apenas un sucedáneo: estas cosas pasan.

Mi tercera novena tuvo el aliciente de ocurrir en el Philharmoniker de Berlín: allí, desde lo alto de una de sus terrazas, en el antro del mismísimo Karajan, aprendí como mueve Beethoven las masas instrumentales: como si olas sonoras fuesen dando vida a violines, violas, violonchelos y contrabajos, los distintas cuerdas van recogiendo y entonando la perturbación que viaja a través de ellas animada por los gestos del director: la sensación de que un soplo vital y regenerador está recorriendo el escenario es espectacular.

Mi cuarta novena, como ya ha dicho, ocurrió hace unos días. Esta vez fue el coro el que llamó mi atención. En muchas obras podemos disfrutar de intenso momentos de apoteosis. Pero solo el quinto movimiento de la novena de Beethoven se atreve a hacernos subir y bajar una vez, y otra, y otra, y a utilizar la orquesta para coger carrerilla, para situar nuestro ánimo en una calma tensa antes de acelerarnos y arrojarnos sin piedad a ese orgasmo coral y reiterativo que habla de vino, de amor, de amistad y de armonía universal...

En los casi doscientas años que han pasado desde su estreno han ocurrido muchas cosas en Europa. Una de ellas, que podría resultar esperanzadora, es que los dirigentes europeos, unidos después de siglos de guerras, dos mundiales incluidas, eligieron precisamente esta música como himno.

Pero la esperanza es vana. Si eligieron esta obra seguramente fue porque, tras muchos cálculos y componendas, encontraron que coincidía con los diversos equilibrios que eran necesario satisfacer: siendo alemán, Beethoven fue de los más afrancesados. Siendo el texto panteísta, menciona explícitamente a un dios creador. Siendo compleja, es una obra asequible. Siendo musical, es literaria.

Esta es la Europa de hoy. No un lugar de acuerdos, sino de equilibrios. Un lugar donde los poderes negocian, lo cual no es malo, si se logran acuerdos. Pero no es lo mismo acordar que pactar. Y en Europa se pacta. Por eso entendemos tan poco de lo que ocurre en ella. Porque nadie nos dice: los jefes han acordado que a partir de hoy vamos a ser más libres, o más cultos, o más fuertes. No. Cada vez que cierran una negociación el resultado se plasma en un grueso volumen repleto de cláusulas, considerandos y excepciones.

A los ciudadanos nos gustan las constituciones. Esa sencillez suya tan básica que expone los derechos de todos excita al más escéptico. Esos encabezados maximalistas de sus artículos por los que “todos” disfrutan de no sé qué derecho, o deberes, que también hay, son uno de los hallazgos retóricos de la humanidad. Todos sabemos que son meras declaraciones de intenciones, hermosas desideratas. Pero ver escrita la utopía en papel oficial siempre levanta el ánimo.

Sabiendo esto, ¿han escrito nuestros líderes una constitución de la que podamos sentirnos orgullosos? Pues no: a lo más que han llegado es a escribir un grueso contrato lleno de cláusulas, considerandos y excepciones.

La gente no se siente europea. Ni siquiera mueve el culo para votar a sus dirigentes. Pero es normal. Yo me puedo sentir europeo porque soy un pedante que se emociona con Veermer y Hume y Beethoven y Sciascia, pero la gente lo único que sabe es que todos esos otros hablan una lengua que no es la suya. Y que no tiene ni idea de qué se vota en las elecciones europeas.

Y es así: importa la cosa de la tribu, y la cosa del jefe. Europa ni es una tribu ni tiene jefe. Eso sí: tiene un himno espectacular.

Lástima que no me gusten los himnos.

lunes, 1 de junio de 2009

Estudiar... ¿para qué?

Esta misma mañana, por vez número 2000000, un alumno me ha preguntado que para qué tiene él que estudiar historia si no se va a dedicar a eso (con frecuencia preguntan por una asignatura distinta a la impartida por el profesor preguntado, en un depurado ejercicio de diplomacia).

A estas alturas uno ya tiene una contestación estándar preparada: “para no ser un paleto”. Cuando el alumno rebate el exabrupto diciendo que sus padres no han estudiado y que él no los considera unos paletos, es cuando la contestación estándar número dos, más refinada, entra en acción:

“Verás: estudiar, cualquier cosa, lo que sea, tiene cinco finalidades básicas:

1. Entender cómo es el mundo.
2. Aprender a disfrutar de la belleza.
3. Ejercitar la mente.
4. Obtener un título académico.
5. Adquirir conocimientos útiles para la cosa laboral.

¿Sabes, querido alumno? Tampoco mis padres pudieron estudiar: por eso es genial que yo pudiese hacerlo entonces y que vosotros lo podáis hacer ahora.”

Si cuento esto es porque hoy he detectado en la mirada de uno de ellos un brillo de comprensión y asentimiento. A lo mejor estaba pensando en su novia, pero a mí me llegado, sí.

viernes, 29 de mayo de 2009

Lo más fácil es ser imbécil

Es evidente: basta dejarse llevar por los instintos y ya está: uno es un completo imbécil. No digo que no haya que hacerlo de vez en cuando: al contrario: pienso que es muy saludable soltarse el pelo y dejar que el animal, el pobre, campe un poco por sus respetos, pero siempre y cuando haya una vuelta al estado de civilización, a ese estado producto de miles de años de cultura, entendiendo lo de cultura en su sentido más intelectual, profundo y pedante posible.
En cuanto más pienso, en cuantos más esfuerzos hago por entender el mundo, más me doy cuenta de lo difícil que es entenderle. Desde luego, no he descubierto nada, pues no hago más que reformular aquel viejo dicho socrático de que “solo sé que no sé nada”, el cual, enunciado por un sabio, además de ser una paradoja, es una dramática constatación de un hecho: lo más fácil es ser un imbécil.

Se puede alegar que nadie quiere ser un imbécil. Pero eso no es cierto. En realidad, la mayoría de la gente lo que quiere es, exactamente, ser imbécil. Lo que no quieren es que se les note. Por eso produce rechazo todo aquel que cuestiona la imbécil forma de ver el mundo de los demás, aunque sea porque miras con escepticismo el nuevo coche que se han comprado o se te ocurre decir que, por lo general, no lees las novelillas que muestran en grandes pilas en las librerías. Porque quieren ser imbéciles pero sin que nadie les afee la conducta, ni siquiera por omisión.

Sí, es más fácil ser imbécil que racional. Por eso es más fácil ser machista que no, y racista que no. Y creyente que escéptico, y conservador que progresista. Y esto es así porque los primeros términos de cada par nos salen de natural, espontáneamente, como manifestación de un juego de genes evolucionado chapuceramente para la competencia, la lucha y, en última instancia, la supervivencia de dichos genes.

Desgraciadamente, los segundo términos exigen esfuerzo, ciertas condiciones, educación, cultura de la buena. Porque todos nacemos cromagnones y solo ciertos procesos intelectuales nos permiten controlar a la bestia.

Esta asimetría explica, precisamente, que haya tanta bestia y que hoy me sienta tan triste.

martes, 26 de mayo de 2009

Aborto

Es curioso lo que da de sí este tema. Es, sin duda, de los más problemáticos en los debates políticos y éticos. Y, posiblemente, el que más pone en aprietos a quienes, en otros asuntos, y desde su perspectiva progresista, no suelen tener dudas en sus posiciones.

Sí, es curioso, y lo es porque, pese a lo dramático que pueda ser para quienes deben enfrentarse a la situación de abortar, solo es intelectualmente problemático en la medida que uno crea en cuentos de espíritus.

Nos encontramos ante la siguiente disyuntiva: creer que en el momento de la formación del cigoto viene una especie de fantasma y se une a él, o no creer.

Si estamos en la primera de las alternativas, es que somos del tipo de personas que aceptamos la existencia de espíritus, unicornios, genios del aire, dioses, y demás seres sobrenaturales. Si este es el caso, me abstengo de opinar.

Si nos encontramos en la segunda de las alternativas, el cigoto, y su desarrollo posterior, no es más que un conjunto de células que viven en el seno de la madre, que dependen de ella y que, por tanto, forman parte de ella.

A partir de aquí la discusión es sencilla: ¿quién tiene derecho a decidir sobre ese conjunto de células que vive en el seno de la madre? Pues la madre, quién si no.

Otra cosa es tras el nacimiento. Una vez el montón de células no depende de la madre, pasa a depender de la sociedad. Como personalmente me interesa una sociedad que se ocupe de sus individuos, en especial de los desvalidos, sean recién nacidos, enfermos, marginados o lo que sea, abogaré porque parte de mis impuestos se dediquen a la cría del montón de células.

Lo que no puedo aceptar es que las increíbles creencias de algunos intenten condicionar la vida de los demás y, en concreto, convertir en meras máquinas de reproducción a las mujeres: esto, y no otra cosa, es lo que se esconde tras el cántico a la maternidad de tantas religiones: la consideración de las mujeres como meros medios para la reproducción de la especie.

Si alguien tiene dudas acerca del aborto es porque, en algún lugar de su mente, quizá recóndito, sigue creyendo en fantasmas.

Yo, la verdad, no creo.