lunes, 17 de junio de 2013

Fe


Un compañero tiene un alumno predicador. Con alrededor de quince años se dedica a enseñar la palabra de su dios en vivo, por la calle, o en vídeo, a través de la red, que la religión no hace ascos de las nuevas tecnologías.

El joven predicador, al enterarse de que mi compañero es ateo, le explicó que eso es porque es un ignorante. Mi compañero, anonadado, le preguntó por algunas cosas, como, por ejemplo, la teoría de la evolución por selección natural de Darwin. El alumno no dudó en negar que descendiese del mono y, para que no hubiese duda acerca de su posición, dijo: “yo no creo en la evolución”.

Ni falta que hace. La evolución es un hecho tan incontestable como que la Tierra gira alrededor del Sol. Lo que es una teoría es la explicación darwinista de cómo se produce esa evolución, pero tampoco hay que creer en ella: las teorías están para analizarlas, comprenderlas y criticarlas con toda la dureza posible. Si aguantan el tirón, pasarán a formar parte del modelo, siempre provisional, que tenemos del mundo. Si no, pues nos olvidamos de ellas y a otra cosa.

Pero no hay por qué creer. Ni en la evolución por selección natural ni en la ley de la gravitación universal ni en la circulación de la sangre. Hay que buscar conocimiento, no opinión. Y la creencia es opinión, mera opinión, es un porque sí, irracional, sin justificación, sin argumentos. Y esto no es una opinión, sino una obviedad, porque si la creencia se sustentase en algo racional, pues no haría falta creer, bastaría comprender.

Pero el creyente siempre intentará reducirlo todo a una cuestión de creencia, porque así todas las historias son igualmente válidas y todo se reduce a eso, a creer o no creer. La argumentación no interesa, porque los argumentos pueden convertir unas historias en absurdas y dar sin embargo validez a otras. La argumentación, el análisis crítico, establece jerarquías entre las historias, y eso no interesa. Por eso el creyente se sale del juego racional: para no perder. Afirma, en un gesto de una vanidad asombrosa, que sabe la explicación última de los grandes misterios del cosmos y que lo sabe porque sí. Y ya está. Da igual lo que diga el otro: si no viene en su libro es que no es verdad. Y punto. Cuestión de fe.

El joven predicador es un ejemplo de por qué se insiste tanto en el valor de la fe: esta permite que chavales con un conocimiento escasísimo de todo se crean sin embargo en posesión de la verdad y adapten su vida a una colección de cuentos fantásticos. Con ella, con la fe, el poder liberador del conocimiento queda reducido a nada y el círculo vicioso de la pobreza continua sometiendo a grandes masas humanas, que es de lo que se trata.

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