domingo, 23 de junio de 2013

El fracaso de la posmodernidad

Por razones que no vienen al caso se han juntado encima de mi mesa El arco iris de gravedad de Pynchon y la Historia de la locura en la época clásica de Foucault. Su contemplación conjunta me ha hecho recordar tiempos en los que no dejábamos de hablar de la posmodernidad, para ensalzarla, para criticarla, para entenderla y para descubrir en el proceso cuánto de eso había en nosotros.

“Fueron los mejores tiempos, fueron los peores tiempos”, porque fueron estimulantes y frustrantes, porque aprendimos tanto y comprendimos tan poco que creímos que la incomprensión era circunstancial y no esencial. Recuerdo aquellos tiempos con emoción porque por una vez me sentí en movimiento, aunque a veces fuese en contramovimiento: lo de menos era compartir ideas: lo de más, buscarlas, investigarlas, confrontarlas y hasta arrojárnoslas con toda la mala leche de la que éramos capaces. En dos épocas de mi vida he tenido la sensación, y aquella fue una de ellas, de que las ideas son entidades físicas, más reales que la realidad, tan poderosas que conforman el mundo. Asistir, contribuir, incluso, a su transformación era como manipular el mismísimo tejido de la realidad.

Pero no era de esto de lo que quería hablar aquí. O sí, porque aquello fue un ejemplo a escala reducida del movimiento general. La posmodernidad fue una promesa: al delatar la trampa de los grandes relatos; al deconstruir tantos conceptos escleróticos; al sustituir la centrípeta por la centrífuga y mostrar que todas las sospechas eran ciertas la posmodernidad ofreció un nuevo mundo sin verdades agobiantes, un mundo de juegos y de danzantes, un mundo chispeante, contradictorio y libre.

No fue así. No hace falta que lo detalle. El mundo que vivimos es cualquier cosa menos chispeante y libre. La crisis económica, con su terca fealdad y su omnipresencia, nos hace olvidar las otras crisis, las otras muchas crisis que arrastramos desde hace unas décadas y que se pueden resumir en una: la completa ausencia de ideas auténticamente revolucionarias en todos los campos, en todas las disciplinas.

Este fracaso no ha sido nuestro único fracaso. De hecho, es el último de una larga serie que conocemos por nombres tan sugerentes como Renacimiento, Romanticismo o Vanguardias. En todas aquellas épocas creímos estar ante un mundo nuevo producto de una nueva forma de mirar el mundo. Todas ofrecían una vida enriquecida por los productos de la mente, todas nos convencieron de que la aventura de trascender nuestra naturaleza era posible. 

Un optimista podría decir que, aunque fracasos, nos acercaron algo más al objetivo en un movimiento asintótico. Pero no: es cierto que nuestro conocimiento positivo ha aumentado, pero como humanos seguimos siendo las mismas alimañas de siempre. Es verdad que nuestras teorías físicas son extraordinarias, que hemos logrado algunos poemas más que aceptables y que todas nuestras sospechas acerca de ser menos que nada en el cosmos se han confirmado. Pero en conjunto, la media de la especie en poco supera a la nuestros primos los chimpancés.

Sin embargo, siendo uno de muchos, pienso que este fracaso tiene algo de especial: es el último, y esto por corresponder al último intento de la serie que iniciaron los griegos hace veinticinco siglos y que se reactivó y aceleró en el Renacimiento. Algo pasó en Grecia que les hizo tomar conciencia de los prejuicios milenarios que constreñían sus vidas. Entonces aquellos tipos iniciaron la demolición sistemática de todos los tabúes, el derribo de todas las barreras, la superación de todos los  límites: cada vez que un nuevo modo de explorar el mundo llegaba al agotamiento nos revolvimos contra las causas y construimos una nueva mirada, un nuevo vector que, proyectado en todas direcciones, encontró nuevos campos de experimentación. Entonces llegó la posmodernidad y las últimas barreras cayeron, esas que tienen que ver con la verdad, con el sujeto, con el autor. Y nos las prometimos felices, pero fue un fracaso: es como si, al saber que lo podíamos hacer todo, nos viésemos incapaces de hacer nada. Tiene sentido: la creación siempre es agonal, el pensamiento siempre es contra algo, la lucha es imposible sin enemigos. Y el caos demasiado basto como para explorarlo sin orejeras.

La cuestión, creo que se entiende, es que ya no hay más allá. No hay nada que negar, ni barreras que derribar. No hay reacción posible. Contra el renacimiento probamos con el barroco; contra el barroco, con el clasicismo; y al clasicismo le opusimos el romanticismo. Y probamos luego con el realismo, el simbolismo, las vanguardias… Hemos saltado de modos más exaltados a otros más serenos, y al revés; de dar la primacía a la razón a dársela a las emociones, de lo apolíneo a lo dionisiaco, pero siempre dejando algún muerto en el camino, algún prejuicio, algún límite, algún ídolo engañoso. Pero la posmodernidad se cargó lo poco que quedaba: llevó el programa nietzscheano hasta sus últimas consecuencias y reveló nuestra naturaleza de animales borrachos de palabras. Fin.

Queda una pregunta por contestar. Si hemos probado todos los caminos y no hemos logrado nada, ¿es que estamos condenados desde un principio al fracaso? Sin duda que sí, siempre y cuando consideremos que el objetivo era superar esa naturaleza animal y convertirnos en seres capaces de diseñar nuestro destino. Hemos hecho cosas gloriosas, y hasta nos hemos divertido en ocasiones, pero han sido destellos efímeros, fiestas sorpresa, nada más. Fuera de esos momentos creativos hemos sido, como especie, incapaces de renunciar a los instintos, a la tribu, a la superstición, a la barbarie.  

Naturalmente, esto no es el fin de la humanidad, tan solo el de un modelo, el que pusieron en marcha aquellos atenienses ociosos y especulativos. Si seremos capaces de sobrevivir sin ideas, sin la sensación de estar participando de algo profundo, significativo y transformador, habrá que verlo.

Además, por muy mal que vayan las cosas, no hay por qué temer por el mundo: siempre quedarán los escarabajos.

lunes, 17 de junio de 2013

Fe


Un compañero tiene un alumno predicador. Con alrededor de quince años se dedica a enseñar la palabra de su dios en vivo, por la calle, o en vídeo, a través de la red, que la religión no hace ascos de las nuevas tecnologías.

El joven predicador, al enterarse de que mi compañero es ateo, le explicó que eso es porque es un ignorante. Mi compañero, anonadado, le preguntó por algunas cosas, como, por ejemplo, la teoría de la evolución por selección natural de Darwin. El alumno no dudó en negar que descendiese del mono y, para que no hubiese duda acerca de su posición, dijo: “yo no creo en la evolución”.

Ni falta que hace. La evolución es un hecho tan incontestable como que la Tierra gira alrededor del Sol. Lo que es una teoría es la explicación darwinista de cómo se produce esa evolución, pero tampoco hay que creer en ella: las teorías están para analizarlas, comprenderlas y criticarlas con toda la dureza posible. Si aguantan el tirón, pasarán a formar parte del modelo, siempre provisional, que tenemos del mundo. Si no, pues nos olvidamos de ellas y a otra cosa.

Pero no hay por qué creer. Ni en la evolución por selección natural ni en la ley de la gravitación universal ni en la circulación de la sangre. Hay que buscar conocimiento, no opinión. Y la creencia es opinión, mera opinión, es un porque sí, irracional, sin justificación, sin argumentos. Y esto no es una opinión, sino una obviedad, porque si la creencia se sustentase en algo racional, pues no haría falta creer, bastaría comprender.

Pero el creyente siempre intentará reducirlo todo a una cuestión de creencia, porque así todas las historias son igualmente válidas y todo se reduce a eso, a creer o no creer. La argumentación no interesa, porque los argumentos pueden convertir unas historias en absurdas y dar sin embargo validez a otras. La argumentación, el análisis crítico, establece jerarquías entre las historias, y eso no interesa. Por eso el creyente se sale del juego racional: para no perder. Afirma, en un gesto de una vanidad asombrosa, que sabe la explicación última de los grandes misterios del cosmos y que lo sabe porque sí. Y ya está. Da igual lo que diga el otro: si no viene en su libro es que no es verdad. Y punto. Cuestión de fe.

El joven predicador es un ejemplo de por qué se insiste tanto en el valor de la fe: esta permite que chavales con un conocimiento escasísimo de todo se crean sin embargo en posesión de la verdad y adapten su vida a una colección de cuentos fantásticos. Con ella, con la fe, el poder liberador del conocimiento queda reducido a nada y el círculo vicioso de la pobreza continua sometiendo a grandes masas humanas, que es de lo que se trata.

domingo, 2 de junio de 2013

No hay progreso en el pop

La música pop tiene dos finalidades básicas: una más primitiva, que consiste en servir de soporte para las ceremonias de integración en el grupo y apareamiento (baile); y otra más moderna, pero derivada de la anterior, que permite al individuo canalizar sus inquietudes, sentir que alguien le entiende y, es lo fundamental, saber que no está solo (moda, tribu urbana, “forma de vida”).

El otro día, el ejercicio de matemáticas trataba de introducir a los alumnos de doce años en los misterios de la estadística estudiando la discoteca de un tipo que tenía 150 CDs de música clásica, 50 de pop y 100 de rock.

¿Y eso?, preguntan, refiriéndose al hecho extraordinario de que el género más abundante fuese el de la música clásica: ”pues debe ser que al autor del libro le pasa lo que a mí, que prefiere la clásica”, digo. Antonio, pelín pedante él, dice que la música clásica es la música que se toca en las grandes galas. Le contesto que no necesariamente, que con mucha frecuencia se organizan conciertos de música clásica a los cuales asistimos los aficionados. La reacción me desconcierta: se empieza a reír como locos y a repetir “conciertos de música clásica”, “conciertos de música clásica”, como si fuese la cosa más ridícula y chocante del mundo. Entonces Marian, con los ojos muy abiertos,  me pregunta: ¿y bailáis?

Pienso en la pobre Marian visualizando a su profe de mates bailando un vals en un salón barroco y se me cae el alma a los pies. Para ellos, clásica es Mozart, Beethoven y aburrimiento. Hablarles de Stravinski, de dodecafonía, de Debussy, de música concreta, es absurdo. No poder hacerlo significa que ellos se van a quedar con la idea que ya tenían de mí: soy un marciano. Pero esto es otra historia.

A lo que voy es que la música, desde el punto de vista popular, tiene un valor instrumental: el de hacer posible el baile y también el de posibilitar, aunque sea durante un ratito, la sensación de pertenecer a un grupo. Nada de esto es necesariamente malo, pero condena a la música popular a repetirse una y otra vez hasta el infinito. Con independencia de las modas y etiquetas, las sucesivas corrientes musicales atienden al final a las mismas necesidades básicas de la juventud, que son solo dos: la rebeldía y el sexo. La distinta combinatoria de estos elementos da lugar a los distintos estilos, pero, si uno tiene las narices de analizar las letras, verá que todas tratan de uno de los temas, o de los dos.

Los que viven de esto de la música nos intentan convencer de que lo último es lo mejor, y que los más jóvenes tienen el don de hacer buena música, y no como los viejos, unos incapaces escleróticos. Todo esto es falso: la música popular apenas progresa: ritmos reciclados, termas recurrentes, si acaso, algún timbre nuevo. Lo cierto es que podría dejar de hacerse nueva música: bastaría pequeñas modificaciones para poder poner en valor música de hace unos cuantos años. De hecho, es lo que se hace. ¿Y?

Tengo un amigo que todos los años, en determinado momento, se compra un montón de revistas musicales y se compra lo que allí dice que hay que oír para estar al día. Tengo otro amigo que no lo hace pero que sufre por no ser capaz de mantenerse en la onda. Ambos creen que cada generación aporta algo nuevo. Pero se equivocan.    

Salvo cuatro melodías que pueden resultar algo más universales, la música pop no aporta nada al bagaje cultural humano. Pero ello no es un problema, porque no es esa su misión. Los ritmos de baile no tiene por qué ser novedosos ni descubrir el código genético: basta con que la gente haya olvidado los anteriores, cosa a la cual está particularmente inclinada. Lo mismo pasa con las melodías: basta adornarlas con nuevos instrumentos para que parezcan nuevas y puedan por tanto servir como identificadores tribales durante mucho más tiempo.

La música pop está ligada a la edad de la inocencia. Y no esto no es malo. Lo malo es que tanto advenedizo viva de convencer a los demás de que lo que están escuchando, además de ser lo último, lo cual es cierto, es lo mejor, porque no lo es. En términos kuhnianos, podríamos decir que las distintas modas son inconmensurables por responder a distintos paradigmas. Lo demás es mercadotecnia y, por tanto, negocio.

Ya dijo Nietzsche que la música ni es profunda ni es significativa. La música no deja de ser un motivador extraordinario, una forma de excitar los sentimientos, no muy distinta que ciertas drogas, aunque, eso sí, más sana. Si queremos distinguir unas músicas de otras, más allá de las cuestiones técnicas, debemos fijarnos en aquello que pretenden alterar. Si nos habla de amores no correspondidos o de personaje incomprendidos, sabemos que nos están hablando de música pop, se trate de The Beatles o de Wagner. Si nos hablan de otras cosas, de otros estados, de otros momentos del ser, es que no estamos escuchando pop. Pero de esto hablaré otro día.