Por razones que no vienen al caso se han
juntado encima de mi mesa El arco iris de gravedad de Pynchon y la Historia de la locura
en la época clásica de Foucault.
Su contemplación conjunta me ha hecho recordar tiempos en los que no dejábamos
de hablar de la posmodernidad, para ensalzarla, para criticarla, para
entenderla y para descubrir en el proceso cuánto de eso había en nosotros.
“Fueron los mejores tiempos, fueron los
peores tiempos”, porque fueron estimulantes y frustrantes, porque aprendimos
tanto y comprendimos tan poco que creímos que la incomprensión era
circunstancial y no esencial. Recuerdo aquellos tiempos con emoción porque por
una vez me sentí en movimiento, aunque a veces fuese en contramovimiento: lo de
menos era compartir ideas: lo de más, buscarlas, investigarlas, confrontarlas y
hasta arrojárnoslas con toda la mala leche de la que éramos capaces. En dos
épocas de mi vida he tenido la sensación, y aquella fue una de ellas, de que
las ideas son entidades físicas, más reales que la realidad, tan poderosas que
conforman el mundo. Asistir, contribuir, incluso, a su transformación era como
manipular el mismísimo tejido de la realidad.
Pero no era de esto de lo que quería hablar
aquí. O sí, porque aquello fue un ejemplo a escala reducida del movimiento
general. La posmodernidad fue una promesa: al delatar la trampa de los grandes
relatos; al deconstruir tantos conceptos escleróticos; al sustituir la centrípeta
por la centrífuga y mostrar que todas las sospechas eran ciertas la
posmodernidad ofreció un nuevo mundo sin verdades agobiantes, un mundo de
juegos y de danzantes, un mundo chispeante, contradictorio y libre.
No fue así. No hace falta que lo detalle.
El mundo que vivimos es cualquier cosa menos chispeante y libre. La crisis
económica, con su terca fealdad y su omnipresencia, nos hace olvidar las otras
crisis, las otras muchas crisis que arrastramos desde hace unas décadas y que
se pueden resumir en una: la completa ausencia de ideas auténticamente
revolucionarias en todos los campos, en todas las disciplinas.
Este fracaso no ha sido nuestro único
fracaso. De hecho, es el último de una larga serie que conocemos por nombres
tan sugerentes como Renacimiento, Romanticismo o Vanguardias. En todas aquellas
épocas creímos estar ante un mundo nuevo producto de una nueva forma de mirar
el mundo. Todas ofrecían una vida enriquecida por los productos de la mente,
todas nos convencieron de que la aventura de trascender nuestra naturaleza era
posible.
Un optimista podría decir que, aunque
fracasos, nos acercaron algo más al objetivo en un movimiento asintótico. Pero
no: es cierto que nuestro conocimiento positivo ha aumentado, pero como humanos
seguimos siendo las mismas alimañas de siempre. Es verdad que nuestras teorías
físicas son extraordinarias, que hemos logrado algunos poemas más que
aceptables y que todas nuestras sospechas acerca de ser menos que nada en el
cosmos se han confirmado. Pero en conjunto, la media de la especie en poco
supera a la nuestros primos los chimpancés.
Sin embargo, siendo uno de muchos, pienso
que este fracaso tiene algo de especial: es el último, y esto por corresponder
al último intento de la serie que iniciaron los griegos hace veinticinco siglos
y que se reactivó y aceleró en el Renacimiento. Algo pasó en Grecia que les
hizo tomar conciencia de los prejuicios milenarios que constreñían sus vidas.
Entonces aquellos tipos iniciaron la demolición sistemática de todos los
tabúes, el derribo de todas las barreras, la superación de todos los límites: cada vez que un nuevo modo de
explorar el mundo llegaba al agotamiento nos revolvimos contra las causas y
construimos una nueva mirada, un nuevo vector que, proyectado en todas
direcciones, encontró nuevos campos de experimentación. Entonces llegó la
posmodernidad y las últimas barreras cayeron, esas que tienen que ver con la
verdad, con el sujeto, con el autor. Y nos las prometimos felices, pero fue un
fracaso: es como si, al saber que lo podíamos hacer todo, nos viésemos
incapaces de hacer nada. Tiene sentido: la creación siempre es agonal, el
pensamiento siempre es contra algo, la lucha es imposible sin enemigos. Y el
caos demasiado basto como para explorarlo sin orejeras.
La cuestión, creo que se entiende, es que
ya no hay más allá. No hay nada que negar, ni barreras que derribar. No hay
reacción posible. Contra el renacimiento probamos con el barroco; contra el
barroco, con el clasicismo; y al clasicismo le opusimos el romanticismo. Y probamos
luego con el realismo, el simbolismo, las vanguardias… Hemos saltado de modos
más exaltados a otros más serenos, y al revés; de dar la primacía a la razón a
dársela a las emociones, de lo apolíneo a lo dionisiaco, pero siempre dejando
algún muerto en el camino, algún prejuicio, algún límite, algún ídolo engañoso.
Pero la posmodernidad se cargó lo poco que quedaba: llevó el programa
nietzscheano hasta sus últimas consecuencias y reveló nuestra naturaleza de
animales borrachos de palabras. Fin.
Queda una pregunta por contestar. Si hemos
probado todos los caminos y no hemos logrado nada, ¿es que estamos condenados
desde un principio al fracaso? Sin duda que sí, siempre y cuando consideremos
que el objetivo era superar esa naturaleza animal y convertirnos en seres
capaces de diseñar nuestro destino. Hemos hecho cosas gloriosas, y hasta nos
hemos divertido en ocasiones, pero han sido destellos efímeros, fiestas
sorpresa, nada más. Fuera de esos momentos creativos hemos sido, como especie,
incapaces de renunciar a los instintos, a la tribu, a la superstición, a la
barbarie.
Naturalmente, esto no es el fin de la
humanidad, tan solo el de un modelo, el que pusieron en marcha aquellos
atenienses ociosos y especulativos. Si seremos capaces de sobrevivir sin ideas,
sin la sensación de estar participando de algo profundo, significativo y
transformador, habrá que verlo.
Además, por muy mal que vayan las cosas, no
hay por qué temer por el mundo: siempre quedarán los escarabajos.