sábado, 27 de octubre de 2012

La plaga


Últimamente he leído algo sobre ecología, medio ambiente, sostenibilidad y ese tipo de cosas. Los datos apuntan a que estamos al borde del desastre, si es que no lo estamos ya. Los más optimistas creen que con algunos cambios en la forma de consumir occidental podríamos aún salvar lo que queda y dejar en herencia a las siguientes generaciones un planeta habitable. Otros, los más pesimistas, puede que los más realistas, defienden la necesidad de cambiar radicalmente un modo de vida basado en el crecimiento sin fin, la extracción ilimitada, el consumo desaforado...

Lo que hacemos mal está claro: no cerramos los ciclos; nos empeñamos en trasladarnos a toda velocidad; consumimos productos del otro lado del planeta; no tenemos en cuenta los costes de reposición; despreciamos el entorno y, además, hacemos todo esto explotando a otros.

Si, en general, el acuerdo es casi total en el diagnóstico. Por eso me ha sorprendido que tanto unos como otros no traten el mayor problema medioambiental de todos: la especie humana.

Somos muchos. Es cierto que un porcentaje no muy grande de la humanidad es el responsable de la mayor parte del consumo, pero, en cualquier caso, somos muchos, y el ritmo de crecimiento es escandaloso. Por mucho que volviésemos a formas de vida más austeras y en equilibrio con el medio, un crecimiento exponencial como el que experimenta la población no puede ser ilimitado. Ya lo dijo Malthus y, aunque los creyentes en los poderes de la ciencia piensen que ya vendrá alguien e inventará algo, lo cierto es que, de seguir así, no podremos ni movernos.

El problema es complicado. Si no limitamos la natalidad, el mundo en su totalidad se parecerá a la playa de Benidorm en agosto. Y si la limitamos, veremos cómo la población envejece más y más y cómo el planeta, en poco tiempo, se convierte en un inmenso geriátrico.

Sin contar con la salida fácil de una guerra devastadora, llamar solución a esto sería como pensar que se resuelve el problema de la educación exterminando a los niños, hay una tercera vía muy en consonancia con las propuestas de los ecologistas más concienciados, aunque raramente la expliciten: volver a lo de antes. Lo de antes era vivir menos. Lo de antes era no poder contar con tacs ni resonancias ni cirugías láser. Lo de antes era no disponer de antibióticos. Hace no tanto tiempo la mortalidad infantil era tremenda, y la gente se moría a cualquier edad por una gripe.

El aumento de la población es el efecto combinado de la disminución de la mortalidad infantil y del retraso de la muerte. No limitar la natalidad es un suicidio, pero limitarla sin limitar también los años de vida de la población es otro suicidio.

Una de las peores consecuencias de la crisis económica es que lo urgente se ha impuesto a lo realmente importante y nos ha hecho olvidar que estamos al borde del desastre. Los problemas medioambientales y el problema demográfico (dos aspectos de la misma cosa en realidad) siguen ahí, no se han ido para dejarle el espacio a la prima de riesgo, aunque así sea en las portadas de los periódicos.

Yo no veo solución. Se trata de problemas irresolubles por incumbir a dos planos casi incompatibles de la existencia: el de lo individual y el de lo colectivo. Desde este último, la única salida es que los humanos vivamos menos y peor, pero esto resulta muy poco apetecible desde un punto de vista individual. Llevamos intentando reconciliar estas dos perspectivas desde que nos descubrimos un yo, pero con bastante poco éxito, la verdad.

Quizá no haya solución. Quizá seamos, desde el punto de vista evolutivo, un callejón sin salida.

Se admiten propuestas.

martes, 23 de octubre de 2012

El Mar de Barceló


El verano pasado he estado en Ginebra y he visto, en el techo de la sala XX del Palacio de las Naciones, El mar de Barceló. Es hermoso, magnifico, hasta diría que grandioso. Como es el mar. Hacía tiempo que una experiencia estética no me emocionaba así. Mientras contemplaba ese mar al revés que Barceló pintó con rasgos de cueva, un guía se empeñaba en desgranar los detalles del encargo y la consiguiente polémica y de dar datos y nombres. Yo, arrodillado y mirando la cúpula, daba al aire manotazos imaginarios para espantar sus palabras y poder experimentar con tranquilidad esa mezcla de admiración y envidia que se siente ante la genialidad.

Ahora, pasados dos meses, recuerdo que las palabras del guía explicaban lo que costó que la sala XX del Palacio de las Naciones de Ginebra se llame “de los Derechos Humanos y de la Alianza de Civilizaciones”. A muchos la cifra les escandaliza. Yo, sin embargo, cada vez estoy más convencido de que no hay dinero mejor gastado que el invertido en el placer y la belleza.

A fin de cuentas, no nos queda nada más.



jueves, 18 de octubre de 2012

No sé si son egoístas o imbéciles


Me preocupa de veras la distinción. Un egoísta tiene intereses particulares que antepone a los intereses del colectivo. Un egoísta es uno que va a los suyo. Puede hacer daño, pero no es su objetivo. Y si te topas con uno, puedes negociar con él. Su objetivo no está en contradicción con el tuyo. Puede ser injusto, pero no tiene por qué oponerse a tus derechos ni deseos. No necesariamente.

Otra cosa es el imbécil: el imbécil es destructivo. No le guía la razón, sino la sinrazón, el absurdo. Guiado por celos, prejuicios y dogmas, el imbécil intenta que el mundo se acomode a todo ello, aunque no redunde necesariamente en su beneficio. El imbécil no tiene por qué ser iletrado. Por el contrario, puede ser ilustrado y de buena familia. Entonces utilizará su formación para justificar su imbecilidad.

De este tipo son los tipos y tipas que nos mandan. Son completamente imbéciles. Se creen los reyes y reinas de los mares, pero lo cierto es que son unos pringados que, incapaces de medrar en ámbitos más lucrativos, han accedido a la política como única forma de lograr protagonismo. No hay más que escucharles. Entonces, uno cree estar oyendo el guión de un personaje caricaturesco. Lo malo es que el habla no es Martínez el Facha, por ejemplo, sino el ministro de educación, por ejemplo.

Tras la escucha, uno no da crédito, porque nos habíamos creído lo de la transición, todo eso de que nos habíamos reconciliado y de que habíamos superado las diferencias de las dos Españas y…

Mierda. Ni transición ni nada. En Alemania los nazis perdieron (aunque ahora parezca que siguen a los mandos). En Italia los fascistas perdieron (aunque ganaron los mafiosos, que viene a ser lo mismo). En España no. En España nos quisieron convencer de que la reconciliación eras posible, cuando resulta que los muertos de unos están en panteones mientras que los otros están en las cunetas. Pero tragamos, tragamos porque, así nos lo dijeron, solo así superaríamos las diferencias. Pero no fue verdad. Los de los panteones han seguido mandando mientras que los otros, los de los muertos en las cunetas, se han empobrecido más y más.

Sin embargo, insisto: los que mandan no son egoístas. Entonces lo entendería. Lo terrible es que, los que mandan, son imbéciles, porque ni siquiera son capaces de generar riqueza para ellos mismos. Nos están hundiendo en la miseria a todos, a sus bancos, a sus empresas y, de paso, a todos los demás.

No, qué va, no son imbéciles: son idiotas. 

jueves, 31 de mayo de 2012

Krahe


A Krahe le quieren empurar por un vídeo que hizo hace más de tres décadas en el que se reía de la resurrección de Cristo metiendo un crucifijo, previamente untado de mantequilla, en un horno de cocina del que salía, por sí mismo, tres días después, como dios manda.

Yo entiendo que haya gente que se sienta ofendida por esto. Para ellos Cristo es el atleta máximo, el jefe, el gurú, el líder. Vale. En mi modesta opinión, y aceptando el personaje que describe el evangelio, lo que sabemos de sus opiniones no da ni para aprendiz de filósofo, pero esto es una opinión personal. Como todas.

Y aquí está el asunto: en mi opinión, la religión cristiana es, en general, una simpleza, y el dogma católico, en particular, un completo absurdo. Yo, por lo general, de las simplezas y de los absurdos, me río. Pero parece que la ley prohíbe reírse de ciertos absurdos y de ciertas simplezas.

Esto es la ostia, con perdón: por lo que parece, ellos pueden condenarme al infierno eterno, pueden decir públicamente que soy un degenerado, un vicioso, un amoral, una aberración de la naturaleza, alguien que merece la mayor de las penas y yo, sin embargo, debo tomármelo deportivamente por aquello de la libertad de expresión. Pero si yo me río de lo que a mí, personal e intransferiblemente, me parecen absurdeces y ridiculeces, resulta que puedo acabar procesado, multado y quién sabe qué más.

No estamos hablando de Krahe, estamos hablando de la libertad de reírnos del mundo. Ahora mismo, y lo digo en serio, siento que la libertad más importante, es la de poder reírnos de quien nos de la gana. Por eso, por mor de dicha libertad, y aunque suponga incurrir en delito, tengo que decir en este momento que nada me parece más risible, absurdo, contradictorio, ajeno y tonto del haba que la religión católica.

Ya está dicho. Quizá quede decir qué quiero: quiero que exculpen a Krahe, quiero que le dejen tranquilo, y por varias razones: por amor a la justicia (si existe), por la libertad (si queda), y porque me cae bien (jooooder). Y que la libertad de decir lo que uno quiera no sea solo de quienes tienen los recursos para pagar televisiones y partidos políticos.

Que Krahe esté procesado por lo que está procesado es una vergüenza que me hace sentir vergüenza de ser español, lo cual añado ahora que algunos/as están haciendo campaña por el trapo rojigualdo como si nos fuese la vida en ello.

Como decía el poeta, país de paletos…




sábado, 26 de mayo de 2012

No soy yo quien les importa


¿Qué es lo contrario de prohibir? Para los católicos, para la derecha recalcitrante, para los reaccionarios, para los miedosos en general, lo contrario de prohibir es imponer, porque están tan acostumbrados a la obligación, a recibir las instrucciones de fuera, de sus textos, de sus sacerdotes y jefes, que no conciben que el otro, el que no comparte sus creencias, quizá no quiera negarle nada ni imponerle nada sino, simplemente, vivir a su aire y que los demás hagan lo mismo.

No, lo contrario de prohibir no es imponer. En realidad, ambas cosas son la misma cosa. Lo contrario de prohibir es permitir, y esto es lo que no entienden quienes piensan que estás con ellos o contra ellos, cuando lo más normal es que los demás no estemos ni con ellos ni contra ellos sino que, sencillamente, nos resulten indiferentes.

Hay muchos ejemplos, pero el de la familia cristiana es particularmente extraño. Se empeñan en defender la familia porque dicen que está siendo atacada, que está en peligro. No lo entiendo. ¿No montar una familia cristiana es atacar a la familia cristiana? ¿Alguien les prohíbe que se casen, tengan hijos, se pongan guapos y vayan juntos a misa los domingos? No, claro que no. Pero el hecho de que haya leyes que permiten que otros se organicen la vida de otra amanera para ellos es un ataque. ¿Y por qué?

Tras pensar en el asunto, creo que he dado con el quid de la cuestión, y es que siempre me planteo estas cuestiones desde un punto de vista equivocado, posiblemente por mi acusado egocentrismo. Tiendo a pensar que ellos intentan imponerme a mí su modelo, que intentan prohibirme a mí que viva según me plazca y, claro, nunca he entendido por qué les importaba yo tanto. Pero al pensar en el asunto este de la familia, de pronto lo he visto claro: no es a mí a quien quieren prohibirme cosas, sino a sus parejas, a sus hijos, a sus amigos. Lo que les da un miedo terrible es que la ley permita a su mujer coger la maleta y largarse. Lo que no pueden soportar es que la ley permita que su hijo coja y se haga pareja de hecho de su amigo. Lo que no quieren es que su hija del alma aprenda a comprar condones y a hacer con su sexo lo que la venga en gana, incluido abortar si la gomita se rompe. Lo que no quieren es que sus amigos puedan divorciarse, salir del armario o declararse ateos. Lo que no quieren, en suma, es que ese mundo tan maravilloso del que, sorprendentemente, tanta gente se sale, se desmorone por culpa de unas leyes que, en vez de prohibir, que es lo que tienen que hacer las leyes, permiten hacer todas esas cosas nefandas.

La verdad es que ahora que me he dado cuenta de que yo no soy más que un daño colateral de la cruzada de todos estos cobardes contra la libertad de su propia gente me siento mucho más tranquilo.  

miércoles, 23 de mayo de 2012

Absurdo


La verdadera sabiduría no es más que una: todo es absurdo. Cuando llegas a esa verdad parece imposible no haber llegado antes, y que no hayan hecho lo propio los demás y todos aquellos que nos precedieron. Pero tiene sentido, porque, aunque creamos en el sinsentido, secretamente creemos en otros sentidos, no metafísicos pero igualmente falsos, como el que proporciona el arte, el conocimiento o la lucha solidaria.

Pero todas esas alternativas en realidad no lo son. Nos ofrecen formas de vivir, de olvidar el sinsentido, es verdad, pero nada más. Son técnicas de enajenación. Valoradas socialmente, es verdad, pero en nada esencialmente distintas al opio.

Los románticos hicieron del arte su religión. Ahí tenemos el gran ejemplo. Incapaces de renunciar a lo que habían descubierto falso, se inventaron un sustituto. Es la nostalgia del absoluto, que cada uno llena con lo que tiene más a mano. Dios, el yo, el arte, la historia, la clase obrera, todas son formas de lo mismo: entidades superiores, ajenas a la corrupción, inmortales.

Pero nada es inmortal. Todo es, incluidas las consciencias, mortal. En realidad, el propio concepto de vida y, por tanto, el de muerte, se diluyen cuando pensamos en moléculas y procesos metabólicos, pues no son, a fin de cuentas, más que átomos cayendo por la pendiente de las fuerzas físicas.   

La ciencia…, sí, para muchos la ciencia es la nueva y definitiva religión. No lo es, por supuesto, no es una religión, no es tan absurda, pero también es verdad que muchos la viven como si lo fuese, porque creen en ella, cuando la ciencia no establece dogmas en los que haya que creer, sino hipótesis de búsqueda que, una y otra vez, nos alejan de cualquier sentido. Por lo que sabemos, el universo no es moral, ni finalista, ni progresivo, ni siquiera lógico, al menos humanamente lógico.

La única cuestión relevante que nos podemos plantear, ya lo dijo Camus, es si seguir viviendo o no. La respuesta depende tan solo del grado de sufrimiento: si este es soportable, puede merecer la pena aguantar para después, quizá, disfrutar de algunos placeres. Si el sufrimiento es insoportable, para qué seguir, lo cual es una perogrullada porque, si es insoportable…

Hoy he oído en la televisión un diálogo magistral. Yo lo transcribo, pero hay que oírlo  para entenderlo:

-         ¿Qué soy?
-         Lunes.

domingo, 11 de marzo de 2012

Ya sabemos lo último que ha hecho Moebius

Morirse. Eso es lo último que ha hecho y, además, de ahora para siempre. Ya no habrá otro Blueberry, Arzak,  Edena, Incal, Garaje Hermético ni Inside. Punto huevo. Ya no habrá nuevas aventuras del Mayor. Se acabó. El mundo es un poco más miserable que ayer, y ya es decir. Para no ponerse melancólico. Mierda.






jueves, 8 de marzo de 2012

Turbia y fresca

Ayer tuve una experiencia peculiar: leí las últimas páginas de Rojo y Negro mientras escuchaba a Paco Ibáñez.  La cosa es que experimenté ese romanticismo que, por otra parte, cada vez siento más lejos, y que lo viví con intensidad, con plenitud. Las últimas reflexiones de Julián Sorel y su tétrico final se mezclaron con los versos cantados de Paco y, tras semanas de trivialidad, mis emociones intelectuales volvieron a dispararse.

Luego vino la reflexión. Decir que Rojo y Negro es una obra maestra no aporta nada nuevo. Tampoco es un descubrimiento hablar de lo que supuso Paco Ibáñez en cierta época de la historia de España. Pero el estado en el que entré me hizo pensar en la realidad de las sensaciones, es decir, en la existencia de referentes reales de las sensaciones que experimentaba.

La colección de poemas que Ibáñez cantó hace ya un montón de años en el Olimpia de París es espectacular: esto tampoco es nuevo: el tipo tiró del acervo cultural de una de las lenguas con más literatura de la historia, y supo elegir. Hasta aquí todo perfecto. Pero la cosa es que, escuchando las letras de autores tan dispares en lo estilístico y hasta en lo temporal como Góngora, Lorca, Celaya o Goytisolo, uno acaba por percibir un perfil, una imagen de una España, de un pueblo, de un sentimiento colectivo. Lo  más acojonante es que esa imagen resulta profundamente hermosa.

Como no creo en pueblos ni en sus espíritus, ni en folkgeist ni en zeitgeist, y menos en las cosas espontáneamente hermosas, cuando muerden mis carnes estas emociones presuntamente colectivas, me pongo muy, pero que muy nervioso, y empiezo a darle vueltas.

La cosa es que ayer lo entendí y, al entenderlo, me sentí listo y tonto a la vez. Listo por entenderlo y tonto por haber tardado una vida en hacerlo. Resulta que nos encontramos de nuevo ante el hechizo del lenguaje.
Si hay un poema político impresionante es España en marcha de Celaya:

Nosotros somos quien somos.
¡Basta de Historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos.


Ni vivimos del pasado,
ni damos cuerda al recuerdo.
Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos.


Somos el ser que se crece.
Somos un río derecho.
Somos el golpe temible de un corazón no resuelto.


Somos bárbaros, sencillos.
Somos a muerte lo ibero
que aún nunca logró mostrarse puro, entero y verdadero.


De cuanto fue nos nutrimos,
transformándonos crecemos
y así somos quienes somos golpe a golpe y muerto a muerto.


¡A la calle! que ya es hora
de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.


No reniego de mi origen
pero digo que seremos
mucho más que lo sabido, los factores de un comienzo.


Españoles con futuro
y españoles que, por serlo,
aunque encarnan lo pasado no pueden darlo por bueno.


Recuerdo nuestros errores
con mala saña y buen viento.
Ira y luz, padre de España, vuelvo a arrancarte del sueño.


Vuelvo a decirte quién eres.
Vuelvo a pensarte, suspenso.
Vuelvo a luchar como importa y a empezar por lo que empiezo.


No quiero justificarte
como haría un leguleyo,
Quisiera ser un poeta y escribir tu primer verso.


España mía, combate
que atormentas mis adentros,
para salvarme y salvarte, con amor te deletreo.

Impresionante, en especial porque te hace creer en lo que dice, te hace sentir que existe ese pueblo íbero que aún no se ha mostrado “puro, entero y verdadero”, y te hace partícipe de un algo colectivo que, así cantado y así descrito, es merecedor de ser cantado y de ser seguido.

Yo, escéptico, siempre me he sentido pequeño ante estos poemas que hablan de algo que se me escapa, de algo que, sintiéndolo ajeno, me resultaba envidiable y hermoso. El poeta siempre ha sido, así me lo contaron y así lo creí, poseedor de una sensibilidad especial que sabía captar la esencia de la realidad y sintetizarla en un puñado de versos.

Pero no, no es así. Los españoles nunca hemos sido “turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos”, que va. Lo que sí es cierto es que nos hubiese gustado serlo, y eso es lo que supo ver el poeta. El poeta no habla de la realidad, no la sintetiza, no captura su esencia, que va. Lo que sintetiza son los sueños, los deseos, las voluntades que bullen en el ambiente. El poeta sabe decirle a la gente lo que esta quiere oír. Dicho de otro modo: el poeta no describe la realidad: la inventa. De lo atractivo que resulte su invento al colectivo al que van dirigidos sus versos dependerá su éxito, pero no de su realidad. El invento poético no tiene por qué ser cierto, ni real, ni posible, ni futurible. Tan solo debe ser deseable, promisorio, esperanzador. El poeta ofrece espejos en los que mirarse, proyectos, utopías, sueños, o pesadillas, pero ficciones, inventos, otros mundos. El poeta es, como indica su etimología, un creador.

Ayer, al entender todo esto, experimenté sentimientos encontrados. Es gratificante entender, pero descubrir que los sueños, sueños son, siempre tiene su punto agridulce. También me ha hecho algo de daño entender, por fin, por qué soy tan mal poeta: nunca he intentado inventar la realidad, solo revelarla.

¿Y Rojo y Negro? Bueno, esto merece mención a parte: qué pasada...

domingo, 12 de febrero de 2012

Resabios místicos


Leyendo lo cerca que creía Schopenhauer que estaba el arte de la verdad, recuerdo lo que me costó quitarme de encima precisamente ese prejuicio, el de considerar al arte algo especial e indefinible que estaba de alguna manera por encima del mundo de las cosas. Y es que resabios místicos quedan mucho después de haber neutralizado las creencias más evidentemente supersticiosas. Uno puede dejar de creer en dios con cierta facilidad, pero el aliento místico permanece en la creencia en el yo, en el carácter taumatúrgico del arte, en el seguro devenir del progreso, o en la objetividad de lo real.

Sea sustitución de unos ídolos por otros, o nuevos ropajes para los mismos instintos, la cuestión es que el estado de lucidez solo se alcanza tras haberse desembarazado de un buen montón de cosas, y no solo de los santos y vírgenes de escayola. El pensamiento supersticioso está detrás de toda creencia en destinos futuros, mundos espirituales y leyes inmutables. En suma, en todo pensamiento que nos considere algo más que barro pensante.

El pensamiento supersticioso es el que nos hace identificar las palabras con las cosas, los mapas con los territorios, las fórmulas de la física con la realidad y, en general, el mundo de los fenómenos con otros de símbolos que inventamos para pronto olvidarnos que lo hemos hecho.

Las más preciosas creaciones humanas, el arte y la ciencia, se convierten en basura si las hacemos religión.

IQ - Closer


viernes, 10 de febrero de 2012

Placer silencioso


La complejidad del mundo frente a la pequeñez de los cerebros obliga a que estos, al tratar con lo de fuera, lo discreticen, lo esquematicen, y acaben creando símbolos.

El lenguaje humano hereda esa forma de ver el mundo como una colección de categorías que actúan como metáforas. Algunas de esas categorías captan lo que parecen regularidades, que pasan a formar parte de la matemática. Y la física, volviendo su mirada al mundo, intenta elaborar la más precisa de las metáforas, y tiene tanto éxito que tendemos a identificar sus ecuaciones con la realidad, a confundir el mapa con el territorio, o a ver en dichas leyes algo así como el software del universo.

Pero las leyes físicas no son la realidad. Son las reglas de un juego que imita hasta cierto punto el mundo de los fenómenos el cual, sin embargo, funciona perfectamente sin necesidad de símbolos.

Incluso Einstein, o quizá él más que nadie, cayó en el tonto y hegeliano principio de creer que el universo es racional. Pero decir de algo que es racional es decir que se adecua a lo que nuestra razón es capaz de manejar, y eso es decir demasiado, porque nuestra razón es el producto de la experiencia humana en su devenir por la minúscula parcela de espacio-tiempo que nos ha tocado en suerte. Pensar que todo lo demás, que el universo en toda su inimaginable extensión a través de las dimensiones se ajusta a las cuatro reglas que hemos desarrollado como especie para sobrevivir en la sabana no solo está injustificado, sino que es ridículo.

Pero no tenemos por qué pensar mejor de otras formas de conocimiento, como la intuición o las emociones. Todas son distintas formas de experiencia cristalizada, de saber empírico acumulado, de trucos que se han mostrado útiles en el pasado y que almacenamos, de una manera o de otra, en el bagaje hereditario de la especie. Pero ni las emociones ni la intuiciòn tienen por qué servirnos de nada a la hora de entender el comportamiento de los quarks. ¿Por qué debereian de servirnos? ¿Acaso tiene algo que ver el ambiente en el que se desarrollaron con lo que pretendemos explicar?

En otras ocasones ya he hablado de los límites de la razón. Y, como entonces, quiero dejar claro que no pretendo hacer romántica renuncia a su uso. Es casi lo único que tenemos para enfrentarnos a la realidad. Pero confiar excesivamente en sus poderes puede llevarnos a la falsa ilusión de que podemos acabar entendiendo el cosmos, cuando puede que de cosmos no tenga nada.

Si insisto en el tema es porque el descubrimiento de la insuficiencia de la razón es uno de los motivos más de mi melancolía. Cuando uno huye escandalizado de la realidad cercana, del mundo de las noticias, con sus absurdos, sus corrupciones y su caos, el ejercicios de la razón parece ofrecer un refugio, un lugar en el que deleitarse con el juego de los conceptos. Y es así. Pero este juego con frecuencia nos lleva a engaño, a la presunción de creer que un día podremos volver a la realidad armados de nuestra razón y restaurar el orden perdido.   

Pero ni existió nunca ese orden, ni posiblemente lo vaya a haber, ni la razón tiene poder alguno más que ese de servir de placer para silenciosos en un mundo de ruido.

martes, 31 de enero de 2012

Aqualung my friend...

Llamadme raro, pero hay dos cosas que me alegran el humor: leer a Nietzsche y escuchar a Jethro Tull. Sospecho que este efecto guarda relación con falsos recuerdos de pasados que nunca fueron y ese tipo de cosas, porque siempre se trata de una alegría nostálgica teñida de cierta sensación de superioridad.

Dicho esto, Aqualung. Cuando hace unos años se votó la mejor canción del siglo XX (salió esa simpleza del Imagine), hice el ejercicio de pensar en ello. Tras muchas vueltas, me quedé con dos: Wish You Were Here, de Pink Floyd y Aqualung, de Jethro Tull. Lo cierto es que en este punto me atasqué: no sabía con cual quedarme. Por fin, después de interminables esfuerzos por encontrar criterios que priorizasen una canción frente a la otra, la luz se hizo y me di cuenta de que hay pocas tonterías más grandes que elegir la mejor canción del siglo.