El mundo es un caos; la historia, un alud
de lodo; y los humanos, unos animales esquizofrénicos que se pasan la vida intentando
encajar dos juegos de instrucciones irreconciliables.
Es verdad que están el arte y la ciencia, y
los placeres sensuales, y los sentimientos, pero si colocamos todo eso en un platillo
de la balanza y dejamos el otro para el dolor que hay en el mundo, ¿cuál de los
dos se vendrá abajo?
Incluso aceptando que el dolor pueda ganar
la partida, el optimista dirá que estamos mejorando. El mito del progreso es
uno de los más conceptos más perniciosos de la historia de las ideas: apoyado
por el progreso cierto de la ciencia y la tecnología y, por tanto, del poder
humano, el optimista, consciente o inconscientemente, cree que los humanos
estamos mejorando, que el mundo está mejorando, que vamos a mejor.
Desgraciadamente, este error es
comprensible, porque muchos factores contribuyen a hacerlo posible: por un
lado, tendemos a pensar que, si podemos mejorar, lo haremos, confundiendo la
posibilidad con la realidad y olvidando que las tendencias egoístas del humano
le llevan a escoger con extraordinaria frecuencia, de entre todas las alternativas
posibles, la peor para la colectividad (y, muchas veces también, para sí mismo,
pero ese es otro asunto).
Además, nuestra pequeñez nos hace ver mejorías
universales en simples fluctuaciones históricas y geográficas. En el siglo de
mayor desarrollo científico y cultural de la historia, la maravillosa Europa se
enzarzó en varias guerras sanguinarias. Sin embargo, basta que pasen unas décadas
de paz y de bonanza económica para que empecemos a pensar en el fin de la
historia y en un futuro esplendoroso.
Y luego está la esperanza, ese estado de ánimo
que lleva a la gente a creer que sus deseos se materializarán. Esta superstición,
unida al engañoso lenguaje, que nos hace ver como igualmente probables las dos alternativas
expresadas en una disyunción, es uno de los motores del mundo. Ante la cuestión
de si el futuro irá bien o mal le otorgamos un cincuenta por ciento de
probabilidad a ambas posibilidades y, apoyados en este cálculo absurdo, optamos
por la salida optimista. Y tiene su explicación: la esperanza supone una
ventaja evolutiva evidente: si uno cree en un futuro mejor, luchará, se sacrificará,
aguantará lo que sea mientras espera que ese futuro llegue, incluso aunque esté
ubicado en el más allá...
A fin de cuentas, si el futuro puede ir
bien o mal, ¿por qué no creer que irá bien? Pues porque a lo peor va mal,
porque puede que la probabilidad de que las cosas vayan a mejor es ridícula,
porque puede que los problemas que nos amargan la vida sean irresolubles, porque
puede que el propio proyecto humano, este abarrotar el planeta de carne humana,
sea absurdo en sí mismo.
El optimista, en este punto, dirá que, en
cualquier caso, es mejor hacer algo que nada, que es mejor luchar que rendirse.
Y hasta disfrutará de la lucha en sí, del simple hecho de que haya movimiento, resistencia,
debate, acción.
Pero yo no estoy de acuerdo: por un lado,
el simple hecho de actuar no asegura mejoría: de hecho, lo que hagamos puede
empeorar las cosas. En segundo lugar, la esperanza, el optimismo, la confianza
en la potencia de la lucha puede llevarnos a realizar diagnósticos equivocados
y, en última instancia, a la ruina total.
En cualquier caso, la cuestión que más me
interesa ahora no es tanto demostrar que el mundo (en lo que toca a los
humanos) va camino de su fin, sino indagar sobre qué postura es lógico adoptar
si uno está convencido de ello. Porque lo de la esperanza, como toda trampa,
funciona mientras no la descubres, pero cuando se desvela, pierde toda su
eficacia. Sin esperanza, ¿cómo hay que vivir?
Pienso que la solución a esta aporía puede
estar en una profundización de la esquizofrenia humana. Si no tuviésemos
bastante con los conflictos entre lo individual y lo colectivo; lo consciente y
lo subconsciente; lo racional y lo emocional; y entre lo genético y lo cultural;
podríamos añadir un nuevo conflicto entre realidad y deseo o, mejor, entre lo
que sabemos de la realidad y lo que sabemos de nuestros propios deseos. Lo que
quiero decir, y que conste que estoy en proceso de elaboración de la idea, es que
hay que disociar lo que vemos y lo que deseamos, que hay que abandonar el pensamiento
mágico que confunde ambas esferas y aprender a vivir esos dos ámbitos disociados.
Es un suicidio seguir engañándonos a nosotros mismos pensando que nuestros
deseos para el futuro tienen alguna posibilidad. Pero es una desgracia vivir
escondido bajo tierra y gimiendo como un ratón enfermo. Por eso propongo hacer justo
lo contrario: mirar el mundo con lucidez y vivirlo con pasión, como si todo
fuese todavía posible.
Que mi propuesta conduce a la melancolía es evidente.
Y es que el pesimismo tiene aire de estorbo y la nada es un trasto inútil, pero hay algo de semilla en el dulce fluido melancólico.
ResponderEliminarSobre el mito del progreso, casi dan ganas de sugerirte un post ad hoc. Parece preferible que estés en tu casa calefactada escribiendo ante el ordenador a vivir con la ansiedad de saber que en cualquier momento pueden llegar los de la tribu del otro lado del río, robar nuestro ganado y quemarnos la aldea.
Yo parto de la base de que la vida es absurda, no tiene sentido en sí misma, y los seres humanos somos contingentes, fruto del azar y de fuerzas irracionales, no hay ninguna necesidad de que estemos aquí, de echo somos unos recien llegados en terminos geológicos y cosmológicos y el universo se apañaba bastante bien hasta ahora sin nosotros, somos absolutamente prescindibles.
ResponderEliminarPor lo tanto si la vida no tiene sentido la única manera de encontrarlo es dándoselo nosotros mismos, por enlazarlo con tus palabras, Alberto, yo diria que tenemos que tener la "lucidez" de ver el mundo como lo que es (como un sinsentido) y la "pasión", no de buscarle un sentido a la vida, si no de "crearlo".
Tienes razón, Daniel, que es terrible vivir con miedo. La cosa es que así vive una parte importante de la gente, y que los del hogar calefactado nos olvidamos que no hace mucho, a nuestros padres o abuelos, les pasó eso: llegaron los del otro lado del río y les robaron y mataron. El intervalo espacio-temporal de "seguridad" es tan pequeño y precario que no es significativo. En cualquier caso, es verdad que el mito del progreso merece la pena una entrada a parte, pero me gustaría encontrar un enfoque mínimamente original. Dame tiempo.
ResponderEliminarAlmazul, aunque estoy básicamente de acuerdo con la idea, reconocerás que eso de crearle sentidos a la vida es como lo que hacía el Barón de Munchausen para volar: tirar hacia arriba de las crines de su propio caballo. Lo cierto es que el truco puede funcionar siempre y cuando no lo pienses mucho, porque entonces se torna absurdo. En lo que ando es en intentar comprender ese absurdo y la melancolía que produce su descubrimiento.