sábado, 24 de diciembre de 2011

La pose del como si


Quiero hacer hincapié en el punto de locura de lo que propongo. No se trata de la vieja idea de darle uno mismo sentido a la propia vida. Esa es la propuesta que surge naturalmente cuando uno descubre y acepta el sinsentido de la vida. Pero de lo que hablo va más allá: hablo de que, incluso los planes que nos forjamos los humanos, olvidados ya de tontunas místicas, han demostrados ser, no diría yo que tan absurdos, pero sí tan imposibles. El proyecto moral de las religiones ha sido un completo fracaso, es evidente, pero también el proyecto intelectual de la Ilustración, o el proyecto político del marxismo. Los humanos nos hemos mostrado refractarios a cambios que implicasen ámbitos superiores al tribal. Solo los proyectos basados en la codicia personal, como el capitalismo, han demostrado algo más de estabilidad, y siempre a costa de explotar a otros grupos menos favorecidos y arrasar el planeta.

La naturaleza humana es fuerte, y solo la educación es capaz de combatirla, pero esta es demasiado dependiente del poder económico y de las modas ideológicas para poder ofrecer un cambio duradero, sobre todo si tenemos en cuenta que el trabajo de moldeado de esa naturaleza humana hay que llevarlo a cabo con cada generación, con cada individuo.

No, los grandes proyectos han sido un fracaso, y hoy sabemos, además, que no podía haber sido de otra manera, porque los genes están ahí, recordándonos la ley del más fuerte. He dicho que solo la educación puede cambiar al colectivo humano, pero no es cierto: también lo puede la ingeniería genética. Pero no quiero ni pensar de lo que seremos capaces (porque lo acabaremos haciendo, claro) con semejante arma, aunque ya lo podemos ir intuyendo: mayores desigualdades sociales, más refinadas y precisas formas de control y discriminación, y más dolor.

La cuestión es que hoy día nadie tiene un plan. Todos los que dicen tenerlos, todos los que sueñan y luchan por sus sueños, se engañan con cuentos de hadas especialmente diseñados para su gusto, pero cuentos al fin. No tenemos soluciones sin probar, teorías sin refutar. Si acaso, refritos, combinaciones de absurdos, religiones disfrazadas de buenos sentimientos o de espíritu revolucionario.

Y si esto es así para los proyectos colectivos, tres cuartos de lo mismo pasa con los proyectos individuales: se dedique uno a coleccionar soldaditos de plomo, estudiar la física de cuerdas o colaborar con los más desfavorecidos, lo que esas actividades esconden es, por un lado, un acto hedonista, lo cual es positivo, y por otro la supersticiosa idea de estar contribuyendo en algo al aumento del orden del mundo. Pero si el coleccionista de soldaditos de plomo se equivoca, la acumulación de singularidades nunca se acerca ni lo más mínimo al arquetipo, también lo hace el amante de la ciencia y el voluntario. El primero porque, enajenado en su mundo platónico, no acaba de ser consciente de lo peligroso que es seguir aumentando el poder de este mono desnudo y bastante violento que somos. Y el segundo porque, espoleado por los buenos sentimientos, no se para a pensar si lo que hace puede estar, a la larga, impidiendo que el  mundo cambie de una vez.

No abogo por la inacción. Sería terrible, sobre todo porque los canallas nunca descansan, digamos lo que digamos los que escribimos. Pero sí me gustaría hacer ver que la idea de que, con esfuerzo y lucha, todo se puede superar, es algo terriblemente burgués y, lo que es peor, injustificado. ¿Por qué debería de ser así? ¿Por qué deberíamos de confiar en semejante máxima? ¿No suena a justicia divina? La verdad es que suena a premio, al modo en que el padre premia la diligencia del hijo. Si haces lo que tienes que hacer, serás justamente recompensado. Sin embargo, todos sabemos que no tiene por qué ser así, que raramente es así. Ni los aludes ni los bombarderos hacen distingos entre los individuos de las poblaciones que arrasan.

El futuro es impredecible, claro, pero la información de la que disponemos no nos permite ser optimistas e inteligentes a la vez. Por otra parte, aunque el pesimismo es muy aburrido, dejar de ser inteligente lo es aún más. La solución puede estar en profundizar en nuestra locura, en la locura que ya nos permite ciertos grados de felicidad aún estando rodeados de dolor. Hablo de una locura muy consciente, muy lúcida, de un autoengaño imposible. Intuyo en todo esto una posición estética. Nietzsche, a partir de la idea del falso retorno, decía que había que vivir pensando en que cada uno de nuestros actos se iba a repetir una y otra vez por siempre, lo cual cargaba a cada instante de una importancia fenomenal. Yo no creo en el eterno retorno, claro, pero sí que puedo pensarme actuando de modo que cada uno de mis actos, en un mundo mejor, marcasen la diferencia. ¿Por qué? Pues por sentirme bien conmigo mismo, por recordarme bien.

Esto es hacer estética de la ética, y me gusta eso. Seguiré dándole vueltas.

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