Quiero hacer hincapié en el punto de locura
de lo que propongo. No se trata de la vieja idea de darle uno mismo sentido a
la propia vida. Esa es la propuesta que surge naturalmente cuando uno descubre
y acepta el sinsentido de la vida. Pero de lo que hablo va más allá: hablo de que,
incluso los planes que nos forjamos los humanos, olvidados ya de tontunas místicas,
han demostrados ser, no diría yo que tan absurdos, pero sí tan imposibles. El
proyecto moral de las religiones ha sido un completo fracaso, es evidente, pero
también el proyecto intelectual de la Ilustración, o el proyecto político del
marxismo. Los humanos nos hemos mostrado refractarios a cambios que implicasen ámbitos
superiores al tribal. Solo los proyectos basados en la codicia personal, como
el capitalismo, han demostrado algo más de estabilidad, y siempre a costa de
explotar a otros grupos menos favorecidos y arrasar el planeta.
La naturaleza humana es fuerte, y solo la
educación es capaz de combatirla, pero esta es demasiado dependiente del poder económico
y de las modas ideológicas para poder ofrecer un cambio duradero, sobre todo si
tenemos en cuenta que el trabajo de moldeado de esa naturaleza humana hay que
llevarlo a cabo con cada generación, con cada individuo.
No, los grandes proyectos han sido un
fracaso, y hoy sabemos, además, que no podía haber sido de otra manera, porque
los genes están ahí, recordándonos la ley del más fuerte. He dicho que solo la educación
puede cambiar al colectivo humano, pero no es cierto: también lo puede la ingeniería
genética. Pero no quiero ni pensar de lo que seremos capaces (porque lo acabaremos
haciendo, claro) con semejante arma, aunque ya lo podemos ir intuyendo: mayores
desigualdades sociales, más refinadas y precisas formas de control y discriminación,
y más dolor.
La cuestión es que hoy día nadie tiene un
plan. Todos los que dicen tenerlos, todos los que sueñan y luchan por sus
sueños, se engañan con cuentos de hadas especialmente diseñados para su gusto,
pero cuentos al fin. No tenemos soluciones sin probar, teorías sin refutar. Si
acaso, refritos, combinaciones de absurdos, religiones disfrazadas de buenos
sentimientos o de espíritu revolucionario.
Y si esto es así para los proyectos
colectivos, tres cuartos de lo mismo pasa con los proyectos individuales: se
dedique uno a coleccionar soldaditos de plomo, estudiar la física de cuerdas o colaborar
con los más desfavorecidos, lo que esas actividades esconden es, por un lado,
un acto hedonista, lo cual es positivo, y por otro la supersticiosa idea de
estar contribuyendo en algo al aumento del orden del mundo. Pero si el coleccionista
de soldaditos de plomo se equivoca, la acumulación de singularidades nunca se
acerca ni lo más mínimo al arquetipo, también lo hace el amante de la ciencia y
el voluntario. El primero porque, enajenado en su mundo platónico, no acaba de
ser consciente de lo peligroso que es seguir aumentando el poder de este mono
desnudo y bastante violento que somos. Y el segundo porque, espoleado por los
buenos sentimientos, no se para a pensar si lo que hace puede estar, a la larga,
impidiendo que el mundo cambie de una
vez.
No abogo por la inacción. Sería terrible,
sobre todo porque los canallas nunca descansan, digamos lo que digamos los que
escribimos. Pero sí me gustaría hacer ver que la idea de que, con esfuerzo y
lucha, todo se puede superar, es algo terriblemente burgués y, lo que es peor, injustificado.
¿Por qué debería de ser así? ¿Por qué deberíamos de confiar en semejante máxima?
¿No suena a justicia divina? La verdad es que suena a premio, al modo en que el
padre premia la diligencia del hijo. Si haces lo que tienes que hacer, serás
justamente recompensado. Sin embargo, todos sabemos que no tiene por qué ser así,
que raramente es así. Ni los aludes ni los bombarderos hacen distingos entre los
individuos de las poblaciones que arrasan.
El futuro es impredecible, claro, pero la
información de la que disponemos no nos permite ser optimistas e inteligentes a
la vez. Por otra parte, aunque el pesimismo es muy aburrido, dejar de ser
inteligente lo es aún más. La solución puede estar en profundizar en nuestra locura,
en la locura que ya nos permite ciertos grados de felicidad aún estando
rodeados de dolor. Hablo de una locura muy consciente, muy lúcida, de un
autoengaño imposible. Intuyo en todo esto una posición estética. Nietzsche, a
partir de la idea del falso retorno, decía que había que vivir pensando en que
cada uno de nuestros actos se iba a repetir una y otra vez por siempre, lo cual
cargaba a cada instante de una importancia fenomenal. Yo no creo en el eterno
retorno, claro, pero sí que puedo pensarme actuando de modo que cada uno de mis
actos, en un mundo mejor, marcasen la diferencia. ¿Por qué? Pues por sentirme
bien conmigo mismo, por recordarme bien.
Esto es hacer estética de la ética, y me
gusta eso. Seguiré dándole vueltas.
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