sábado, 31 de diciembre de 2011

La ética y el gusto


La moral de cada uno es un juego de estrategias para actuar en el mundo. Tienen su origen estas estrategias en la herencia genética y memética, biológica una y cultural la otra, en todas esas influencias que a través del ADN y la socialización nos hacen ser como somos.

Estas estrategias entran con frecuencia en conflicto consigo mismas, porque los objetivos de unas herencias y otras no coinciden. Los genes trabajan por su perpetuación (sin darse cuenta de que ya no estamos en la sabana), mientras que los memes trabajan por la suya (sin darse a veces cuenta de que no somos pastores nómadas del desierto, por poner un ejemplo). Es, en resumidas cuentas, el conflicto entre lo individual y lo colectivo.

Es este uno de esos conflictos que no pueden resolverse de una vez para siempre, porque el bienestar social exige del individuo sacrificios, entre otros que deje de serlo tanto; mientras que el individuo exige de la sociedad libertad para campar a sus anchas y que no esté diciéndole todo el día cómo debe ser o actuar.

La frontera entre ambos mundos no es una línea recta, ni una suave curva diferenciable. Abusando de la metáfora, diría que es fractal. Nos fijemos en el ámbito que nos fijemos, encontraremos entremezcladas las influencias de genes y memes, de los instintos y de la sociedad, da igual que hablemos de la intimidad del cuerpo o de las profundidades de la mente: desde el sexo hasta las concepciones filosóficas, todo está influido por los dos juegos de instrucciones que guían nuestro juicio.

La cuestión es que la vida humana es tan compleja en situaciones, y la herencia tan rica, que las combinaciones son innumerables y que esa frontera es, por tanto, única para cada uno. Hasta qué punto estoy dispuesto a ceder parte de mi individualidad no tiene que coincidir, de hecho no lo hace, con lo que otro está dispuesto a hacerlo. El grado de compromiso con la sociedad de la que es capaz cada humano puede ir de cero a infinito.

Y la razón, ¿qué pinta en todo eso? Pues, pese a llevarse tantas veces las culpas, no deja de ser el instrumento con el que intentamos aclararnos a veces, y otras simplemente justificar, nuestras elecciones. Primero queremos y luego pensamos por qué. Primero juzgamos y luego pensamos por qué. Reconstruimos racionalmente las cosas para lograr argumentos que apoyen nuestras acciones y juicios, pero la voluntad ha ido por delante. No nos preguntamos si matar es malo: sentimos que lo es y luego, si hace falta, buscamos razones para argumentarlo. De hecho, cuando descubrimos que no nos importaría ver muerto a Fulanito, rápidamente buscamos la razón que justifica tal excepción a nuestra regla moral.

Por eso suelo hablar de que la ética se reduce, en última instancia, a estética: porque nuestros juicios no está racionalmente justificados, sino que son producto de nuestra forma de ser, producto en última instancia de esa complicada y única combinación de influencias que somos cada uno. Son, en definitiva, manifestaciones de un gusto particular. Pero lo de menos es la forma de decirlo: si lo de estética no suena bien, pues con no usarlo, basta. Lo importante es la idea de que no existen universales éticos, sino formas particulares de ver las cosas.

Termino con un ejemplo concreto: ayer se juntaron en el centro de Madrid unos miles de familias cristianas para rezarle a su Dios. Que tengan que hacerlo en la plaza de Colón y no en cualquier descampado y jorobarnos a los demás es algo que no acabo de entender, pero eso es otra cuestión. Lo que viene al caso es que los convocantes y asistentes no solo han elegido una forma de vida distinta de la mía, sino que consideran que la mía es perniciosa y quieren prohibírla. ¿Es esta una posición ética? En muchos casos no, es simplemente moral, porque les han dado la pildorita y se la han tragado sin más. Pero, en otros muchos casos, sí que lo es, porque han pensado sobre ello y han concluido que yo soy un peligro. Mi gusto y el suyo, mis elecciones vitales y las suyas, nuestras éticas respectivas, son irreconciliables.

La verdad es que, después de escribir el párrafo anterior, me doy cuenta de que considerar estética una visión del mundo tan sucia como la de la jerarquía católica es una aberración. Mejor hablaré de gusto. En su caso, de mal gusto.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Una elección estética


A la mayoría de los habitantes de los países ricos, el mundo le vale como está. Todo es mejorable, claro, y es cierto que se producen crisis, en especial económicas, claro, pero, en líneas generales, a la mayoría le parece que el mundo está bien así. Y esto no es una opinión personal: lo dicen los estudios de opinión; lo dice el hecho de que, la mayoría, vote en los distintos comicios a partidos políticos conservadores (se digan estos de derechas o de izquierdas); y lo dice la elección de sus héroes: deportistas, modelos, cantantes pop...

A mí, el mundo, me parece una inmensa mierda granada con pepitas de oro. Me lo ha parecido desde mi más tierna adolescencia, y este parecer, aunque se ha matizado mucho al convertirme en experto en el hallazgo de las dichosas pepitas, no ha cambiado sustancialmente. Este juicio me llevó de crío a soñar con futuros no mejores, sino radicalmente distintos y, desde entonces, no he dejado de soñar. Al principio, más que de sueños se trataba de predicciones, tan completa era mi confianza en el futuro. Pero, con el tiempo, esa confianza se fue reduciendo, imperceptible pero inevitablemente, hasta acabar desapareciendo por completo.

Esta incursión biográfica tiene por objeto explicar un poco a qué vienen las ideas que estoy intentando perfilar últimamente. Y no solo a ti, lector, sino a mí mismo, porque como en todo work in progress, las motivaciones y los objetivos se van fijando al tiempo que se desarrollan las ideas mismas. Mi vida, en lo que concierne a mi esfera más inmediata, es buena. No sé si resultará ofensivo lo que voy a decir, pero lo cierto es que disfruto del amor, de la amistad, tengo una salud razonable, dinero más que suficiente y hasta mi vanidad se ve razonablemente recompensada de vez en cuando. Sin embargo me empeño en hablar de melancolía, ¿por qué? Pues porque las pepitas de oro están manchadas de mierda.

Es una cuestión estética, y con esto no quiero hacer dandismo. La ética, en cuando empezamos a hacer preguntas, se reduce a estética. Lo bueno y lo malo es lo que nos gusta y lo que no. Todos tenemos una vocecita dentro que nos dice lo que está bien y lo que está mal, incluso los que somos vocacionalmente amorales. Pero esa vocecita no proviene de ninguna divinidad, sino de nuestro personal asesor de estilo, una especie de monstruo de cien cabezas hijo de mil padres.

Decía, sin ánimo de ofender, que mi vida es buena. Pero la verdad es que no lo es del todo. La culpa la tiene mis sueños y los demás. Mis sueños por ser absurdos, y los demás por ser los culpables de que sean absurdos. Uno de mis mayores placeres es saber, pero resulta que el mundo, con frecuencia, sabe mal. Si el futuro soñado es ser estomatólogo, regentar una tienda de ultramarinos o ser banquero, el mundo ofrece grandes posibilidades de satisfacción. Si el horizonte de uno abarca hasta los límites de la urbanización o el resort, el mundo puedes ser limpio y hermoso. Pero como se te ocurra mirar por encima de la tapia...

Quieres disfrutar. Y miras, porque disfrutas mirando. Pero, salvo momentos gloriosos, lo que ves es feo. Durante un tiempo te consuelas pensando que las cosas cambiarán, y hasta luchas para que así sea, pero hoy sabes que no cambiarán. Podrías dejar de mirar, y de actuar, pero no, no puedes, primero porque te perderías los momentos gloriosos y, segundo, porque dejarías de ser tú y eso no puede ser...

¿O sí? Justo aquí es donde entra la estética. Claro que podemos cambiar. Es bueno cambiar, disolver un poco ese yo tan hipertrofiado y probar otras formas de ser. No es fácil, ojo, pero es posible, aunque hay un límite claro, el marcado por la propia estética, porque uno no va a transformarse en algo que no le guste. Inconscientemente podemos hacerlo, ir cambiado poco a poco hasta convertirnos en monstruos para nosotros mismos. Pero conscientemente, como decisión personal, no tiene sentido. Como solución para el problema de la fealdad del mundo podría plantearme en convertirme en un hijo de puta insensible, pero no me apetece, no me resulta atractiva la idea. Podría pensar también en hacerme budista y trabajar para renunciar a todo deseo, pero paso igualmente, porque no me gustaría a mí mismo. No quiero dejar de mirar, no quiero dejar de buscar pepitas de oro por muy manchadas de mierda que estén. Tampoco quiero dejar de soñar con un mundo distinto, ni de luchar porque se produzca el cambio, aun sabiendo que es imposible.

¿Irracional? Bueno, así dicho, la verdad es que lo parece: actuar como si se pudiese cambiar el mundo aun sabiendo que no puede hacerse no parece tener mucho sentido. Optar por vivir en contradicción, por vivir apasionadamente lo que sabemos lúcidamente que no es posible, es una solución sin duda absurda. Pero la existencia, por más vueltas que le demos, es absurda, de modo que cualquier posición que tomemos respecto de ella tiene que ser necesariamente absurda. Así las cosas, la pobre razón solo nos puede ayudar a negociar con nuestra propia locura. Pero lo que no puede evitar es que uno, pasado el subidón endorfínico producido por el ejercicio retórico, se sienta profundamente melancólico. 

sábado, 24 de diciembre de 2011

La pose del como si


Quiero hacer hincapié en el punto de locura de lo que propongo. No se trata de la vieja idea de darle uno mismo sentido a la propia vida. Esa es la propuesta que surge naturalmente cuando uno descubre y acepta el sinsentido de la vida. Pero de lo que hablo va más allá: hablo de que, incluso los planes que nos forjamos los humanos, olvidados ya de tontunas místicas, han demostrados ser, no diría yo que tan absurdos, pero sí tan imposibles. El proyecto moral de las religiones ha sido un completo fracaso, es evidente, pero también el proyecto intelectual de la Ilustración, o el proyecto político del marxismo. Los humanos nos hemos mostrado refractarios a cambios que implicasen ámbitos superiores al tribal. Solo los proyectos basados en la codicia personal, como el capitalismo, han demostrado algo más de estabilidad, y siempre a costa de explotar a otros grupos menos favorecidos y arrasar el planeta.

La naturaleza humana es fuerte, y solo la educación es capaz de combatirla, pero esta es demasiado dependiente del poder económico y de las modas ideológicas para poder ofrecer un cambio duradero, sobre todo si tenemos en cuenta que el trabajo de moldeado de esa naturaleza humana hay que llevarlo a cabo con cada generación, con cada individuo.

No, los grandes proyectos han sido un fracaso, y hoy sabemos, además, que no podía haber sido de otra manera, porque los genes están ahí, recordándonos la ley del más fuerte. He dicho que solo la educación puede cambiar al colectivo humano, pero no es cierto: también lo puede la ingeniería genética. Pero no quiero ni pensar de lo que seremos capaces (porque lo acabaremos haciendo, claro) con semejante arma, aunque ya lo podemos ir intuyendo: mayores desigualdades sociales, más refinadas y precisas formas de control y discriminación, y más dolor.

La cuestión es que hoy día nadie tiene un plan. Todos los que dicen tenerlos, todos los que sueñan y luchan por sus sueños, se engañan con cuentos de hadas especialmente diseñados para su gusto, pero cuentos al fin. No tenemos soluciones sin probar, teorías sin refutar. Si acaso, refritos, combinaciones de absurdos, religiones disfrazadas de buenos sentimientos o de espíritu revolucionario.

Y si esto es así para los proyectos colectivos, tres cuartos de lo mismo pasa con los proyectos individuales: se dedique uno a coleccionar soldaditos de plomo, estudiar la física de cuerdas o colaborar con los más desfavorecidos, lo que esas actividades esconden es, por un lado, un acto hedonista, lo cual es positivo, y por otro la supersticiosa idea de estar contribuyendo en algo al aumento del orden del mundo. Pero si el coleccionista de soldaditos de plomo se equivoca, la acumulación de singularidades nunca se acerca ni lo más mínimo al arquetipo, también lo hace el amante de la ciencia y el voluntario. El primero porque, enajenado en su mundo platónico, no acaba de ser consciente de lo peligroso que es seguir aumentando el poder de este mono desnudo y bastante violento que somos. Y el segundo porque, espoleado por los buenos sentimientos, no se para a pensar si lo que hace puede estar, a la larga, impidiendo que el  mundo cambie de una vez.

No abogo por la inacción. Sería terrible, sobre todo porque los canallas nunca descansan, digamos lo que digamos los que escribimos. Pero sí me gustaría hacer ver que la idea de que, con esfuerzo y lucha, todo se puede superar, es algo terriblemente burgués y, lo que es peor, injustificado. ¿Por qué debería de ser así? ¿Por qué deberíamos de confiar en semejante máxima? ¿No suena a justicia divina? La verdad es que suena a premio, al modo en que el padre premia la diligencia del hijo. Si haces lo que tienes que hacer, serás justamente recompensado. Sin embargo, todos sabemos que no tiene por qué ser así, que raramente es así. Ni los aludes ni los bombarderos hacen distingos entre los individuos de las poblaciones que arrasan.

El futuro es impredecible, claro, pero la información de la que disponemos no nos permite ser optimistas e inteligentes a la vez. Por otra parte, aunque el pesimismo es muy aburrido, dejar de ser inteligente lo es aún más. La solución puede estar en profundizar en nuestra locura, en la locura que ya nos permite ciertos grados de felicidad aún estando rodeados de dolor. Hablo de una locura muy consciente, muy lúcida, de un autoengaño imposible. Intuyo en todo esto una posición estética. Nietzsche, a partir de la idea del falso retorno, decía que había que vivir pensando en que cada uno de nuestros actos se iba a repetir una y otra vez por siempre, lo cual cargaba a cada instante de una importancia fenomenal. Yo no creo en el eterno retorno, claro, pero sí que puedo pensarme actuando de modo que cada uno de mis actos, en un mundo mejor, marcasen la diferencia. ¿Por qué? Pues por sentirme bien conmigo mismo, por recordarme bien.

Esto es hacer estética de la ética, y me gusta eso. Seguiré dándole vueltas.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Realidad y deseo


El mundo es un caos; la historia, un alud de lodo; y los humanos, unos animales esquizofrénicos que se pasan la vida intentando encajar dos juegos de instrucciones irreconciliables.

Es verdad que están el arte y la ciencia, y los placeres sensuales, y los sentimientos, pero si colocamos todo eso en un platillo de la balanza y dejamos el otro para el dolor que hay en el mundo, ¿cuál de los dos se vendrá abajo?

Incluso aceptando que el dolor pueda ganar la partida, el optimista dirá que estamos mejorando. El mito del progreso es uno de los más conceptos más perniciosos de la historia de las ideas: apoyado por el progreso cierto de la ciencia y la tecnología y, por tanto, del poder humano, el optimista, consciente o inconscientemente, cree que los humanos estamos mejorando, que el mundo está mejorando, que vamos a mejor.

Desgraciadamente, este error es comprensible, porque muchos factores contribuyen a hacerlo posible: por un lado, tendemos a pensar que, si podemos mejorar, lo haremos, confundiendo la posibilidad con la realidad y olvidando que las tendencias egoístas del humano le llevan a escoger con extraordinaria frecuencia, de entre todas las alternativas posibles, la peor para la colectividad (y, muchas veces también, para sí mismo, pero ese es otro asunto).

Además, nuestra pequeñez nos hace ver mejorías universales en simples fluctuaciones históricas y geográficas. En el siglo de mayor desarrollo científico y cultural de la historia, la maravillosa Europa se enzarzó en varias guerras sanguinarias. Sin embargo, basta que pasen unas décadas de paz y de bonanza económica para que empecemos a pensar en el fin de la historia y en un futuro esplendoroso.

Y luego está la esperanza, ese estado de ánimo que lleva a la gente a creer que sus deseos se materializarán. Esta superstición, unida al engañoso lenguaje, que nos hace ver como igualmente probables las dos alternativas expresadas en una disyunción, es uno de los motores del mundo. Ante la cuestión de si el futuro irá bien o mal le otorgamos un cincuenta por ciento de probabilidad a ambas posibilidades y, apoyados en este cálculo absurdo, optamos por la salida optimista. Y tiene su explicación: la esperanza supone una ventaja evolutiva evidente: si uno cree en un futuro mejor, luchará, se sacrificará, aguantará lo que sea mientras espera que ese futuro llegue, incluso aunque esté ubicado en el más allá...

A fin de cuentas, si el futuro puede ir bien o mal, ¿por qué no creer que irá bien? Pues porque a lo peor va mal, porque puede que la probabilidad de que las cosas vayan a mejor es ridícula, porque puede que los problemas que nos amargan la vida sean irresolubles, porque puede que el propio proyecto humano, este abarrotar el planeta de carne humana, sea absurdo en sí mismo.

El optimista, en este punto, dirá que, en cualquier caso, es mejor hacer algo que nada, que es mejor luchar que rendirse. Y hasta disfrutará de la lucha en sí, del simple hecho de que haya movimiento, resistencia, debate, acción.

Pero yo no estoy de acuerdo: por un lado, el simple hecho de actuar no asegura mejoría: de hecho, lo que hagamos puede empeorar las cosas. En segundo lugar, la esperanza, el optimismo, la confianza en la potencia de la lucha puede llevarnos a realizar diagnósticos equivocados y, en última instancia, a la ruina total.

En cualquier caso, la cuestión que más me interesa ahora no es tanto demostrar que el mundo (en lo que toca a los humanos) va camino de su fin, sino indagar sobre qué postura es lógico adoptar si uno está convencido de ello. Porque lo de la esperanza, como toda trampa, funciona mientras no la descubres, pero cuando se desvela, pierde toda su eficacia. Sin esperanza, ¿cómo hay que vivir?

Pienso que la solución a esta aporía puede estar en una profundización de la esquizofrenia humana. Si no tuviésemos bastante con los conflictos entre lo individual y lo colectivo; lo consciente y lo subconsciente; lo racional y lo emocional; y entre lo genético y lo cultural; podríamos añadir un nuevo conflicto entre realidad y deseo o, mejor, entre lo que sabemos de la realidad y lo que sabemos de nuestros propios deseos. Lo que quiero decir, y que conste que estoy en proceso de elaboración de la idea, es que hay que disociar lo que vemos y lo que deseamos, que hay que abandonar el pensamiento mágico que confunde ambas esferas y aprender a vivir esos dos ámbitos disociados. Es un suicidio seguir engañándonos a nosotros mismos pensando que nuestros deseos para el futuro tienen alguna posibilidad. Pero es una desgracia vivir escondido bajo tierra y gimiendo como un ratón enfermo. Por eso propongo hacer justo lo contrario: mirar el mundo con lucidez y vivirlo con pasión, como si todo fuese todavía posible.   

Que mi propuesta conduce a la melancolía es evidente.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Por eso el arte no es simple evasión,

no siempre, al menos.

De joven sentía que el mundo, tal y como lo veía, no tenía nada que ver conmigo. Entonces la fantasía constituyó la salida perfecta, la vía de escape que necesitaba para no volverme loco: poco importaba que tuviese que ver con la realidad o no. De hecho, sino tenía nada que ver con ella, mejor: a fin de cuentas, lo que quería era huir.

Después, con el tiempo, me fui integrando en el mundo con mejor o peor fortuna. Aunque buena parte de ese mundo exterior me siguió resultando indiferente, con algunas de sus partes me acabé sintiendo implicado, mientras que otras pasaron a inquietarme. Entonces la fantasía pura, ajena al mundo, perdió interés: se volvió superficial, vacía. Pasé a necesitar contenidos, mensajes, que esa fantasía se refiriera, aunque fuese metafóricamente, a la realidad. Ahora no es que no quiera huir, es que sé que no puedo. Abandonada la posibilidad de la huida, no queda más que intentar comprender el mundo lo mejor posible y negociar con él.  

Lo dicho es una racionalización, pero pienso que la percepción de esa conexión con la realidad de la obra es lo que nos permite creérnosla. La fantasía, el vuelo de la imaginación es genial, pero sin esa conexión con la tierra nos costará mucho trabajo identificarnos con lo que ocurre en la ficción. Que haya dragones, altísimas torres o simas insondables es lo de menos: lo importante es que los héroes sufran por las mismas cosas que yo. Entonces seré capaz, como espectador, de concederle al tinglado lo que necesita para que la ilusión no se desvanezca: mi complicidad.

Planteado el esquema, hay que ponerlo a prueba: ¿qué pasa con el arte abstracto? Pues que, en la medida que alude a espacios reales, sean físicos o mentales, vamos bien (pienso en Lucio Muñoz, o en el constructivismo ruso), mientras si es de verdad y por completo abstracto, se convierte en algo puramente decorativo.

¿Y la música? La música suele ser la piedra de toque de toda teoría artística, porque rompe todos los esquemas. La razón estriba, pienso, en que es realidad en sí misma. La música no es simbólica. La música nos toca directamente, como lo hacen los sabores o los olores. Aún no sabemos qué ventaja evolutiva nos hizo apreciarla (Nietzsche decía que favorecía la integración del grupo), pero lo cierto es que parece que un cable lleve directamente la música a nuestra mente. Por eso la más abstracta de las artes es la que más nos llega, porque es, a la vez, realidad en sí misma.

Capítulo aparte merece esa creación extraordinaria que es la música culta occidental. Pero de esto hablaré otro día.


Nota: si he escrito en primera persona ha sido por no generalizar innecesariamente, y no porque piense que mi experiencia sea especial.


Lucio Muñoz
  



jueves, 8 de diciembre de 2011

La ficción, una mirada profunda a la realidad

La profundidad no está en el realismo estricto y reproductor. Pero tampoco en fantasías irreflexivas y desbocadas. No está estrictamente en la superficie, esto por definición, pero tampoco puede estar en otro sitio. Sin embargo, la percibimos, sabemos que la profundidad existe, que se manifiesta en los productos culturales más sorprendentes, y que nos conmueve cuando menos lo esperamos. Entonces, ¿dónde está? 

Bueno, de alguna forma ya se ha dicho: en la evocación que esa superficie realiza en nuestras mentes, en las sugerencias que es capaz de situar en ellas. Pero estas sugerencias no pueden estar vacías, no pueden ser meros ejercicios fantásticos, porque entonces la sensación de superficialidad, de artificiosidad hueca vuelve a asaltarnos. Lo que debe hacer esa superficie ficcional es desvelarnos nuevos aspectos de la realidad hasta ese momento inéditos. De alguna forma hay que alejarse de la realidad para mirarla con nuevos ojos.

Aristóteles ya decía que la poesía consiste en crear metáforas, y que crear metáforas es contemplar lo parecido. La profundidad está ahí, en la conexión de mundos que parecen separados a primera vista. Naturalmente que la realidad desnuda no es profunda, porque se ofrece a sí misma tal y como la conocemos. Pero cuando el creador se adentra en la ficción y desde allí es capaz de describir la realidad de nuevas maneras, entonces está siendo profundo.

martes, 6 de diciembre de 2011

Sin embargo, a medida que la escultura se descarna...


... gana en profundidad. Mientras que las palabras pueden construir complejos y engañosos palacios vacíos, cuando la escultura crea formas vacías, como me hace ver mi amiga Ch., no importa, porque "aún así, están llenas".

Los retratos de Gargallo, los dibujos en el aire de Picasso, las esferas de Oteiza son ejemplos de líneas y superficies que crean espacio. Volviendo a Jaume Plensa, sus humanos, sugeridos superficialmente evocan sin embargo el interior del que parece no decirse nada, pero que resulta cálido, como si las redes de letras, o las mallas metálicas, lo arropasen afectuosamente.

En la impresionante plaza Masséna de Niza, Plensa encaramó unos conversadores en lo alto de finas y elevadas columnas. El efecto de noche es extraordinario: iluminados desde su interior, su color cambia y recorre el espectro con lentitud palpitante. Mientras conversan entre ellos, transmiten una extraña serenidad. En su sencillez, son espectacularmente evocadores.

Esa es la cosa.





Conversación en Niza
Jaume Plensa

lunes, 5 de diciembre de 2011

Pintura y escultura


Leonardo comparó en sus cuadernos de notas la pintura y la escultura para encontrar que la primera tiene infinitas posibilidades de las que la segunda carece. Siglos después, Baudelaire escribiría un ensayo titulado Por qué la escultura es aburrida. Uno de los tópicos de la crítica artística es este, el de situar jerárquicamente las artes en general y la pintura y la escultura en particular. Por carente de sentido que pueda parecer la tarea, no deja de ser interesante el hecho de que se plantee y, más concretamente, el que la pintura ocupe un lugar más importante que la escultura.

Si he recordado esto es por el asunto de la profundidad. Lo cierto es que, salvo gloriosas excepciones, la pintura tiene un poder de seducción muy superior al de la escultura, cuando a priori podría pensarse que debería ser al revés, por estar la escultura más cerca de la realidad. Y quizá sea este el quid de la cuestión, el poder cautivador de la ficción, la capacidad que tienen la pintura de crear ilusiones, de fingir un mundo tridimensional en una superficie. La escultura, estoy ahora hablando de arte representativo, es menos sorprendente cuanto más perfecta es.

El pintor pone a nuestro alcance, en la superficie del lienzo, todo cuanto quiere, hasta el punto de sumirnos en perspectivas y profundidades imposibles. El escultor, por el contrario, es incapaz no solo de sustraernos de nuestras habituales tres dimensiones, sino de mostrarnos todo lo que quiere mostrarnos de una vez.

Los egipcios no pintaban como lo hacían por moda o torpeza, sino porque buscaban transmitir la mayor cantidad de información: importaba menos el realismo que la comprensión del objeto representado. Desde entonces la pintura le ha llevado la delantera en este aspecto, logrando una mayor profundidad que la escultura.

A fin de cuentas, los cuadros son ventanas, nosotros vemos proyecciones en la superficie de la retina, solo la ficción es capaz de combatir la insoportable levedad de lo real y la ilusión de profundidad quizá no sea más que un juego de espejos en el que los espejos están lo suficientemente bien escondidos.

La adoración de los Magos
Leonardo da Vinci
(Sale en Sacrificio, de Tarkovski)



domingo, 4 de diciembre de 2011

Sacrifico


Las cosas son como son: voy y compro la película Sacrificio porque me la encuentro, porque sé de ella, porque es de Tarkovski (para los iniciados, sabed que las películas que, hasta ahora, tengo de Tarkovski, me las regaló Lorenzo: Solaris, Stalker) y porque el fotograma de la carátula me parece espectacular.

Camino de casa, miro más despacio la imagen y me digo: "esta escena podría ser de Melancholia". Las primeras escenas me confirman lo visto: una fiesta, el fin del mundo, la histeria de algunos, la aceptación de otros...

Luego hurgo un poco en Internet y leo que dijo von Trier: Melancolía es mi respuesta cinematográfica a Sacrificio de Tarkovski”.

El paso siguiente es la investigación sobre el Sacrifico de Tarkovski: sus inicios con el gran Arkadi Strugatski, su película Nostalgia, su enfermedad...

Es Bergman, claro.



Y es la densidad el mundo.