martes, 13 de julio de 2010

Número 39 de Epsilones

Pues eso, que acabo de subir unas cosillas a Epsilones. Las novedades se pueden ver en:
http://www.epsilones.com/paginas/a-hemeroteca-8-2010.html

Hijos y libros

Al comienzo de las vacaciones, durante unos días, suelo dedicar unas horas a poner orden en los libros que, como si fuesen setas, han llenado durante el curso todos los rincones de la casa. Aunque soy hiper-ordenado, la falta de espacio me obliga a colocarlos encima de los que ya tienen su sitio, y en doble fila, y en montones sobre cualquier superficie horizontal disponible. Así que, al comenzar las vacaciones, me remango, y me dedico a reorganizarlos, a seleccionarlos, a mandar algunos al ostracismo de las cajas de cartón y a reconfigurar las estanterías. La cosa es que se me pasa el tiempo sin sentir tirado en el suelo rodeado de montones de libros, deshaciendo los montones y volviéndolos a apilar. A veces no sé dónde colocar un determinado texto, como esos que no sé si encajan mejor en psicología, en antropología, en sociología o en ciencias del cerebro, y le doy vueltas a su contenido y recuerdo las sensaciones que me produjo su lectura, y lo que me estaba pasando cuando los leí y en los cabreos que cogí con el autor por decir esas cosas tan...

Vamos, que disfruto como un enano. La cosa es que estaba yo el otro día en estas, ocioso, relajado, y rodeado de mis libros, cuando me ha dado por preguntarme por el futuro, en concreto, por su futuro, por el futuro de mi biblioteca. Sé lo que pasa con ellas cuando el dueño desaparece (cuando se muere, vamos): llega alguien, un sobrino quizá, la vende a una librería de viejo y los libros del difunto aparecen por ahí a la venta por prácticamente nada. Lo sé porque algunos libros que fueron de otros ahora están en mis estanterías. Que los libros pasen de mano en mano no es malo. Lo malo de esto es que se produce una pérdida de información. Me explico.

Mis libros son, en su inmensa mayoría, malos. Quiero decir que son libros de bolsillo, baratos, encuadernados casi todos en rústica, la mayoría de colecciones baratas si no de quiosco. No tienen valor como objetos. Pero están trabajados. Tienen mis notas, y esas notas los comunican con los otros, y todos en conjuntos forman una extensión de lo que yo soy. Yo, y mis archivos electrónicos, los conectamos, y tejemos una red cuyos nodos son textos y cuyas conexiones van, en muchos casos, a través de la red, a otras bibliotecas, reales o virtuales.

Cuando una biblioteca se vende todo esto se va a la mierda. Quedan los textos, pero se pierden las conexiones. Enardecido por la tarea y ensoberbecido por los recuerdos, he deseado evitar tamaña ignominia y me he puesto a pensar en cómo evitar que mi biblioteca se diluya y sucumba a la entropía cuando yo me muera. Si fuese alguien importante, podría pensar en crear una fundación que tuviese como parte de su patrimonio mi biblioteca. Pero no es el caso: yo no soy nadie (curiosa frase, ¿eh?). Consciente de mi insignificancia, otra solución me ha venido a la cabeza: los hijos.

Los hijos son los herederos de uno. Su prolongación en el tiempo. Una de las dos formas de la inmortalidad, junto con la memoria. Por eso he pensado en ellos, por eso, durante un momento, me he imaginado a mis descendientes cuidando mi biblioteca, leyéndola, y haciéndola crecer. Qué bonito...

Lo cierto es que solo ha sido un segundo. Al segundo segundo, he dado un manotazo al aire y he disuelto la ensoñación. ¿Mis hijos leyendo mis libros? ¿Cuidándolos? ¿Ampliando la biblioteca? En primer lugar, ¿por qué pensar que les interesaría lo más mínimo? A la inmensa mayoría de la humanidad le importan un pimiento los libros, así que no hay por qué pensar que fuese a ser distinto con mis hijos. En segundo lugar, ¿quién soy yo para incluir en mis planes a otros? En tercer lugar, ¿de verdad quiero ser sucedido? No, en realidad no. Tampoco soy para tanto...

Ya he comentado que, si es posible, desearía que lo que no se pueda reutilizar de mi cuerpo se lo tiren a los buitres. Teniendo en cuenta que mi biblioteca es una extensión de mí mismo, se me ocurre que lo equivalente es, si nadie le encuentra mejor uso, hacer con ella una bonita fogata en una noche de solsticio.

En cuanto a los hijos, no sé que razones puede haber para tenerlos, pero, desde luego, esta de la inmortalidad no es una de ellas, porque considerarlos herederos significa convertirlos en medios, y un humano nunca debe ser un medio.

lunes, 5 de julio de 2010

Superstición y escepticismo

Escucho en la radio, en un programa de máxima audiencia, decir al locutor: “la victoria de Nadal es un buen augurio para la selección española”.

Aunque soy un completo ignorante en las cosas estas deportivas, he pensado que si se conectan los éxitos del tenista con los de la selección de fútbol es porque, en el pasado, se ha producido una serie apreciable de coincidencias que ha llevado al personal, por inducción incompleta, a conjeturar una “ley”.

Este procedimiento de la inducción incompleta es el que aplicamos de modo instintivo cada vez que descubrimos una regularidad, y forma parte de nuestra capacidad de aprendizaje. La idea es sencilla: si observamos que un fenómeno se produce en ciertas circunstancias, inferimos que en el futuro, en las mismas condiciones, se producirá el mismo fenómeno. Tiene sus riesgos, claro, (recuérdese el pollo de Russell, aquel que indujo a partir de la experiencia que el granjero le alimentaría día tras día), pero como punto de partida, y a falta de otra cosa, la inducción incompleta es utilísima. Gracias a ella aprendimos a creer en la salida del sol cada mañana, o que los embarazos viene precedidos de cópula, o que todos los humanos somos mortales.

Pues, como iba diciendo, al escuchar lo del augurio, presto atención a la radio para ver si lo explican: y sí, lo explican: si consideran que la victoria de Nadal es un buen augurio para la selección es porque una vez, UNA VEZ, que ganó Nadal también ganó la selección española.

Antes de indignarme y empezar a echar espumarajos por la boca y exabruptos contra estos imbéciles pagados de sí mismo que en la radio hablan de todo y contra todos como si de todo supiesen cuando no saben de nada excepto de estafar al personal con su ignorancia y su superstición, recupero un texto del 21 de abril de 2003 en el que trato el asunto con más calma:

Superstición y escepticismo

Los humanos somos increíbles captando regularidades. Como explica Gell-Mann en The Quark and the Jaguar, los sistemas adaptativos complejos (por ejemplo, los seres humanos) identifican regularidades en los datos que reciben y los comprimen en esquemas. Como todo proceso, puede realizarse erróneamente, bien confundiendo regularidad con azar o lo contrario. Por ello es lógico pensar que los sistemas adaptativos complejos hayan evolucionado hacia una situación de equilibrio en la que el reconocimiento correcto de regularidades se vea acompañado por las dos clases de errores. Podemos identificar estos dos errores con la superstición y el escepticismo.

El escepticismo generalizado es tremendamente pernicioso, pues imposibilita el aprendizaje al convertir el mundo en un caos incomprensible en el que nada podemos prever, ni perjuicios ni beneficios. Y la superstición no es mejor, pues nos lleva a ver reglas donde no las hay, a condicionar nuestro comportamiento según unas previsiones que sencillamente no se van a cumplir.

El típico comportamiento escéptico es el de aquel que para negar un fenómeno dice aquello de “no veo cómo puede ser eso posible”. Que la imaginación o los conocimientos de uno tengan sus limitaciones no es siempre un pecado. El mal está en confundir nuestra carencia con la imposibilidad real del fenómeno. Vamos, que porque uno sea incapaz de imaginar algo no por eso va a dejar de ser posible.

También caer en la superstición es más fácil de lo que parece. No se trata de que creamos que ver a un gato negro cruzarse en nuestro camino nos vaya a traer mala suerte: la sinrazón puede capturarnos más sutilmente. A todos nos ha ocurrido en alguna ocasión el siguiente y peculiar fenómeno: nunca hemos oído hablar de alguien hasta que un amigo nos lo menciona o hasta que oímos su nombre en una noticia llamativa. Entonces, como por arte de magia, nos encontremos con el dichoso personaje en todos los sitios: lo oímos en la radio, es citado en un libro, alguien le menciona, sale en la televisión... Nos sentimos perplejos, desconcertados, y empezamos a hablar de casualidad, la auténtica antesala de la superstición.

Pero todo tiene explicación: sencillamente nuestro cerebro, que constantemente está filtrando la información que captamos para eliminar aquello que no interesa y ahorrárselo al consciente, hasta ese momento nos había evitado todo lo referente a un personaje que nunca había llamado nuestra atención y que por tanto nos era absolutamente indiferente. A partir del instante en el que tomamos conciencia de su existencia la situación cambia radicalmente, el personaje pasa a ser importante y el cerebro empieza a comunicarnos cuanto recibe relacionado con la persona en cuestión por si fuese relevante.

Veamos otro ejemplo, ahora matemático: el número 31 es primo. Y el 331. Y el 3331. Al igual que lo son los números 33331, 333331, 3333331 y 33333331. La regla es obvia, ¿verdad? Pues puede parecer obvia, pero es falsa: el 333333331 no es primo.

Las casualidades existen. Pero no son productos de ninguna clase de agente extraño y misterioso. Sencillamente, nuestro cerebro selecciona de entre la plétora de fenómenos que observa a su alrededor aquellos que presentan regularidades. Podemos ver aparecer en una pantalla miles de números sin inmutarnos, pero no podremos evitar incorporarnos cuando aparezcan cinco seises seguidos. A lo largo del día captamos una cantidad inimaginable de sucesos sin prestarles la más mínima atención. Pero cuando dos sucesos parecen relacionados todas las alarmas empiezan a sonar y nuestra atención se focaliza en ellos y empieza a buscar desesperadamente las causas de aquella conexión. Es un mecanismo útil, tremendamente eficiente, y una de las máximas habilidades de los seres humanos. Pero, como todo, tiene su lado oscuro, que aparece cuando al no encontrar causas naturales a lo observado invocamos causas sobrenaturales.

La ciencia se mueve precisamente en la difícil frontera entre el escepticismo y la superstición, siempre intentando distinguir la casualidad de la regla pero procurando al tiempo no perder tampoco regularidad alguna por un exceso de escepticismo. De hecho, en multitud de ocasiones ha caído en uno u otro error, aunque su carácter colectivo ayuda a superarlos, pues siempre hay alguien que llena los huecos dejados por un investigador demasiado tímido o alguien que crítica y limita los excesos de otro demasiado optimista.

No hay recetas para evitarnos los tropiezos, pero sí actitudes que nos pueden ayudar: una de ellas es evitar los dogmas. Otra, ser despiadadamente crítico con las ideas, especialmente con las propias. Una tercera es aprender todo lo posible.

Se puede pensar que superstición y escepticismo son errores del mismo calibre, pero yo pienso, quizá influido por la edad, que no. Desde luego es malo ser escéptico, pero peor es ser supersticioso, porque los primeros suelen ir por libre, mientras que los segundos se juntan, forman iglesias e intentan venderte cosas.

sábado, 3 de julio de 2010

¿Inconmensurable?

El filósofo Thomas Khun defendió a lo lago de su obra la idea de que la ciencia se desarrollaba de dos maneras completamente distintas. Una es la ciencia normal, aquella que se hace de modo habitual en los centros de investigación y que va aportando, día a día, pequeños o grandes avances que completan o enriquecen el sistema. Y luego están las revoluciones científicas, que consisten en cambios radicales ya no solo en las teorías, sino en los conceptos y objetivos científicos, cambios tan drásticos que implican una nueva forma de entender la disciplina.

Una revolución científica fue la que se produjo cuando se pasó de la ciencia aristotélica a la mecánica newtoniana. Otra, la que nos llevó de las leyes de Newton a la relatividad de Einstein. A cada una de estas formas de interpretar la ciencia Khun las llamó paradigma, de modo que, para él, las revoluciones científicas comportan un cambio de paradigma.

El punto más polémico de su teoría reside en su afirmación de que los distintos paradigmas son inconmensurables, es decir, que no pueden ser comparados por tener conceptos y objetivos distintos. Para entendernos: la ciencia de Galileo y Newton no es mejor que la de Aristóteles. Son, simplemente, distintas.

Es de entender que Khun se convirtiese en el referente filosófico de los amantes del relativismo cultural y de los defensores de la diversidad. La idea de los paradigmas inconmensurables era la coartada perfecta para huir de toda comparación que clasificase a las teorías en mejores y peores. Haciendo suya la afirmación de que toda comparación es odiosa, veían en todo intento de clasificación una forma de totalitarismo, de imposición. Fue tan fructífera está idea que se llevó más allá de las teorías científicas y alcanzó a las corrientes artísticas, a las culturas antropológicas, a los sistemas políticos. Así, comparar la ciencia de los bosquimanos con la de los europeos, o la música de Bach con la de The Beatles es un sin sentido porque, sencillamente, corresponden a paradigmas distintos.

Por el tonillo que utilizo supongo que está claro que no soy seguidor del señor Khun. Aunque de su separación entre ciencia normal y ciencia revolucionaria se puede salvar algo, la falta de precisión de sus tesis las hace tremendamente ambiguas. Sin embargo, no es esto lo que me interesa discutir ahora, sino la cosa de las comparaciones.

A este respecto, no solo pienso que se puede comparar todo, sino que hay que compararlo todo. Ahora bien: antes de hacerlo, hay que precisar bien el cómo y el para qué.

El cómo consiste en precisar los criterios de clasificación. Dos sistemas pueden compararse de infinitas maneras y dar resultados distintos atendiendo a unos u otros de sus aspectos. Por ejemplo: ¿qué país es mejor, Francia o los USA? Si miramos el PIB per capita, veremos que los USA están muy por encima de Francia. Sin embargo, si miramos la tasa de mortalidad infantil, veremos que la de Francia es casi la mitad de norteamericana (obtengo mis datos de la CIA: indexmundi).

Más comparaciones: no seré yo quien afirme que el modelo occidental da mayor felicidad a sus habitantes que la que cultura masái da a sus partícipes: en occidente estamos casi todos locos, mientras que me da que la vida masái debe ser de todo menos estresante (al menos antes de que convirtiésemos África en un avispero en guerra). Sin embargo, esto que así, sin profundizar, pudo ser verdad, cambia radicalmente si nos fijamos en el hecho de que entre las costumbres masáis está la ablación de clítoris.

La otra cuestión que he mencionado respecto de las comparaciones es el para qué. Lo mal de las comparaciones, lo odioso, es que establece un ranking que objetiva las diferencias y que parece reflejar la superioridad de unos sobre otros. Esta “superioridad objetiva” se utiliza con frecuencia para justificar la imposición de determinados modelos. Vuelvo al ejemplo del PIB. Si miramos la lista de los países con mayor PIB y quitamos a los muy pequeñitos y a los productores de petróleo, la primera posición la ocupan los USA, lo que viene a demostrar que su modelo es magnífico a la hora de producir riqueza. Esto es utilizado, es un ejemplo, por la derecha española para presentárnoslos como el modelo a seguir; o por el mismo gobierno norteamericano, es otro ejemplo, para presentarse a sí mismo como paladín de la libertad y la democracia, cuando sabemos que no es así

Ni todo vale ni todo es igual. Ningún relativismo cultural puede justificar que se mutile a la mitad de la población. Ninguna lista de resultados económicos puede justificar imponer modelos basados en la desigualdad y la guerra. No tiene sentido caer en la simpleza de clasificar el mundo en función de índices numéricos ni alimentar el orgullo patrio enseñando tablas en las que se aparece primero. Los humanos somos seres complejos, y nuestros objetivos lo son en la misma medida.

Concluyo: comparar teorías, sistemas, culturas, lo que sea, es apasionante y enriquecedor, siempre y cuando se le dedique el mismo o más empeño al análisis de los criterios de comparación que a la propia clasificación, y siempre que el objetivo sea aprender y ampliar los márgenes de libertad, y no justificar los propios desmanes.

Casi na.