lunes, 28 de junio de 2010

EL mundial

Ya he leído u oído a varias personas decir que quieren que gane España el mundial de fútbol porque sería muy bueno para levantar el ánimo de la población en estos momentos de crisis y de falta de confianza que atravesamos. Algunos llegan, incluso, a tachar de antipatriota no apoyar a la selección.

Yo, sintiéndolo mucho, quiero que la selección española pierda. Tengo dos motivos.

Uno, que me caen demasiado bien los argentinos y los alemanes, por poner dos ejemplos, para desearles que, como consecuencia de la derrota, se vean sumidos en una profunda depresión anímica y una aún mayor depresión económica (depresión que, por otra parte, nos acabaría arrastrando a nosotros en el marco de esta economía globalizada que sufrimos).

El otro es que no quiero que los españoles, como consecuencia del efecto balsámico de la victoria, no se den cuenta de que nos están bajando los sueldos, subiendo los impuestos, bajando las pensiones, alargando la edad de jubilación, abaratando el despido y, en general, desmotando el Estado y con él la sanidad y la educación públicas.

Pienso, sinceramente, que lo que hace falta ahora mismo es gente cabreada, gente asqueada, gente dolorosamente consciente del momento por el que estamos pasando, y no hinchas narcotizados por “haber ganado”.

Ahora que lo pienso, no quiero que pierda la selección español: quiero que suspendan el mundial.

sábado, 19 de junio de 2010

Vanidad

Le están haciendo una entrevista de trabajo a un tipo.

- Bueno, su currículo es sorprendente. Aquí pone que usted habla 20 idiomas, primero inglés.

- Sí, claro, fui a un colegio bilingüe...

- Y también domina el francés.

- Sí es que mi madre es francesa...

- Y habla perfectamente alemán.

- Sí, es que mi padre nació en Munich...

- Y también conoce el italiano...

- Bueno, es que tuve una novia que vivía en Roma...

- Y también el portugués.

- Bueno, es que en mi anterior trabajo me destacaron a Lisboa.

- Muy bien, muy bien, queda usted contratado. Solo una curiosidad. Conociendo tantas lenguas diferentes... Usted, ¿en qué piensa?


- ¿Yo? En follar, como todo el mundo.

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Los dos instintos básicos son la supervivencia y el sexo. Para sobrevivir los humanos disponemos de una inteligencia que nos permite adaptarnos a cualquier medio y aprender a una velocidad mucho mayor que la cansina evolución. Para procurarnos sexo hemos llevado las artes de la vanidad hasta límites insospechados. Pocas industrias mueven más dinero en el mundo que las relacionadas directamente con la vanidad, como son las cosméticas, la del automóvil, la de la moda, las dietéticas...

En esta carrera armamentista que es la guerra por el sexo, los pavos reales se han hecho con una cola tan espectacular como molesta, mientras que nosotros hemos desarrollado toda una forma de vida basada en el más puro espectáculo. Desde la moda hasta las casas, pasando por los aparatos electrónicos, los gimnasios, o el colegio de los niños, todo sirve para generar una imagen que vender a los demás. De hecho, nos hemos obsesionado tanto con halagar nuestra propia vanidad que a veces se convierte en un fin en sí misma y nos conformamos con su mero ejercicio.

Con frecuencia es difícil saber cuánto hay de vanidad en nuestros actos y cuánto de las presuntas causas, aunque en otras muchas ocasiones es bien fácil: basta con hacerse la pregunta y echar cuentas. Puede ser que unos zapatos rojos de tacón alto sean monísimos, pero el sacrificio que supone ponérselos (y a veces pagarlos) no parece estar justificado. Es verdad que el automóvil es un medio de transporte. Pero es sospechoso que tan poca gente se dé cuenta de que su coste, en dinero y en tiempo, lo hacen completamente ineficiente.

Es patético observar como el personal no utiliza el dinero, cuando lo tiene, para ser feliz, sino para fardar, para construir un escenario en el cual aparecer como protagonista de una historia de éxito. Tener dinero, ser alguien, triunfar, todo eso, ¿para qué? Para follar, se podría contestar, pero a veces ni siquiera para eso...

En fin, a lo que voy es que en el mundo este en el que vivimos pocos tienen claros los objetivos y se sacrifican enormes cantidades de recursos materiales e intelectuales para lograr una imagen, un estatus público cuya finalidad original, el sexo, muchas veces ha desaparecido de escena, entre otras cosas porque los sacrificios son a veces tan grandes que el solo sexo no podría justificarlos.

Entonces, ¿tenemos que luchar contra la vanidad? No, para nada: la vanidad es estimulante, muy estimulante, y un motor para hacer cosas. Difícilmente se investigaría, se pensaría o se crearía nada si la vanidad no estuviese por ahí azuzándonos para no dejarnos llevar por la vagancia. Pero lo que no tiene sentido es gastar la vida en montar un escaparate; en luchar unos con otros por conseguir más cuando todos viviríamos estupendamente con menos; en luchar desesperadamente por ganar, aunque sea al futbolín.

domingo, 13 de junio de 2010

Allá donde residen los conceptos abstractos

Durante mucho tiempo, los conceptos abstractos fueron para mí un problema, porque, por un lado, creía en su existencia pero, por otro lado, no sabía cómo manejarlos, cómo entender su existencia. La solución platónica, adjudicarles un mundo donde morar independiente, inmaterial, me parecía pura fantasía, puro mito. Sin embargo, si los conceptos abstractos no existen por sí mismos, ¿dónde están?, ¿de qué son parásitos?

Un buen día leí en algún sitio (no lo puedo recordar, es horroroso, apostaría porque fue en algún libro de Russell, pero no lo puedo asegurar) que todo lo que existe, existe en algún sitio. Estoy seguro que para muchos será una perogrullada, y que para otros será la negación de todas sus creencias, pero para mi fue uno de esos pensamientos que aclaran montones de ideas confusas y parecen organizarlo todo de pronto con su mera presencia. ¡Pues claro!, si algo existe, debe estar en algún sitio.

Por ejemplo: el gato. No me refiero al de Cheshire, ni uno blanquinegro que tuve de crío, ni al gato egipcio del que hablaba el otro día, ni a los que viven de los roedores del Jardín Botánico de Madrid. Me refiero al concepto de gato, a la idea abstracta de gato. ¿Dónde está? Pues es bien sencillo: en mi cabeza. El concepto gato es una determinada configuración neuronal de mi cerebro que abarca, de uno modo entre extensional e intensional, los límites del conjunto de cosas del mundo a las que yo puedo, sin forzar mucho la analogía, llamar gato.

¿Y solo está en mi cabeza? No, claro que no. No conozco con precisión la extensión geográfica de la especie gatuna, pero sé que hay miles de millones de cerebros con una configuración neuronal dedicada a contener conceptos más o menos parecidos al mío de gato.

¿Solo parecidos? Sí, solo parecidos, porque el concepto de gato que tenemos cada uno depende de nuestra experiencia personal. Ya comenté que yo difícilmente llamaría gato a un gato egipcio, como me imagino que muchos tendrían problemas en llamar gato a un plumoso gato de Angora. Y luego están los gatos salvajes, y los linces, y yo qué sé cuántas especies y variedades de gatos que son gatos según quien los mire.

Sin embargo, la comunicación es posible. ¿Por qué? Pues porque los conceptos de gato suelen solaparse. No completamente, no precisamente, pero sí en buena parte. Gracias a eso, la mayor parte del tiempo, cuado alguien dice que ha visto un gato o que tiene un gato o que le ha arañado un gato, los demás le entienden, porque todos disponemos de una imagen de gato que cuadra bastante bien con lo que nos quieren contar. Sin embargo, si viajamos a países lejanos, quizá nuestros conceptos no se solapen lo suficiente con los de allá como para entendernos, lo cual puede provocar que, al escuchar “viene un gato”, no salgamos corriendo lo suficientemente rápido como para escapar de las garras del león.

La cosa es, ¿todos esos conceptos de gato, no tienen un referente real? Sí y no. Para verlo podemos echar mano de la definición clásica de especie, basada en la capacidad de cruzamiento, o de la genética, para ver si a todo aquello a lo que llamamos gato comparte un mismo genoma. La cosa merece la pena estudiarla sincrónica y diacrónicamente.

Sincrónicamente descubriríamos que las especies no tiene unas fronteras tan perfiladas como solemos pensar. Por un lado hay variedades tan distintas entre sí que cuesta reconocerlas como de la misma especie. Por otro, hay variedades que, habiendo iniciado el camino de la especiación, aún comparten lo suficiente como para poder cruzarse (perros y lobos, por ejemplo). Un experto distinguiría un lobo amaestrado de un perro, pero yo no. Recuerdo una vez, en un pueblo de Soria, que entré en un bar. Me acerco hasta la barra y pido unos vinos. Al mirar a mi derecha veo un bicho descomunal, tres veces más grande que un gato “normal”. Me asusté, por qué negarlo. Me tomé el vino, más que nada para mantener la compostura, y pregunté que qué era aquello. El lugareño que atendía tras la barra me miro extrañado y me contesto: “el gato”.

Diacrónicamente, la cosa es aún más interesante. Las especies, con el tiempo, y como consecuencia de la selección natural, van cambiando, modificándose. Los gatos domésticos de hoy no han existido siempre. Proceden de otros bichos que no eran gatos. La cosa es que entre los bichos que no eran gatos y los que sí son gatos no hay saltos bruscos, sino todo un continuo, toda una secuencia de animales que, de modo imperceptible, fueron pasando de una especie que no era gato a otra especie que sí era gato. La cosa es: ¿dónde ponemos la frontera? ¿A qué le llamamos gato y a qué no? Estamos demasiado acostumbrados a que el registro fósil nos ofrezca, en su mezquindad, ejemplos demasiado distantes de los bichos. Pero si dispusiésemos de toda la gama, nos encontraríamos con miles de esqueletos que, de modo imperceptible y con una lentitud exasperante, se irían pareciendo al de un gato. Así las cosas, ¿cuándo los gatos empezaron a ser gatos?

De todo lo dicho se pueden sacar las siguientes conclusiones:

1. Las ideas abstractas residen en los cerebros humanos (aunque sean tan reales como la idea de gato).

2. Su origen es experiencial, pues cada idea es producto de la experiencia personal de alguien. Por eso, la extensión de las ideas abstractas es distinta en cada mente, salvo que se llegue a un acuerdo explícito (a través de definiciones, por ejemplo).

3. La relación entre las ideas abstractas y la realidad es aproximada y polémica. Aproximada porque la experiencia de cada uno es limitada. Y polémica porque las ideas abstractas imponen una discretización del mundo y, con ella, la imposición de unos bordes precisos a lo que en realidad no tiene bordes, ni sincrónica ni diacrónicamente.

4. El lenguaje, en el caso de que el solapamiento sea suficiente, permite la comunicación. Pero cuando el solapamiento es escaso, genera confusión.

Odio discutir sobre el significado de las palabras. Me encanta hablar sobre el significado de las palabras, y su etimología, y hacer comparaciones con lo poquito que sé de otras lenguas. Pero discutir sobre el significado de las palabras me parece ridículo. Lo importante no es decidir si un bicho de 200 kilos, abundante melena y pelo rubio es un gato o no. Lo importante es, en el supuesto de que el bicho tenga hambre, estar lo suficientemente lejos.

miércoles, 9 de junio de 2010

Existencias

Todo aquello de lo que se puede hablar existe, porque si no no podríamos hablar de ello.

Pero no todas las cosas existen de la misma manera.

Buena parte de los problemas de la filosofía, y casi todas las guerras, surgen de no entender correctamente la diferencia entre las distintas formas que tienen las cosas de existir.

Los nombres son hechizos que nos hacen creer en las cosas que nombran. Por eso tantas mitologías identifican el acto de crear con el acto de nombrar.

Algunos piensan por ello que estamos condenados a vivir hechizados, pero yo no lo creo. Podemos ir más allá de las palabras, podemos pensar en el mundo que a veces nos esconden.

Posiblemente todos nuestros conceptos sean ficticios, aunque unos más que otros. La idea de unicornio solo existe en nuestra imaginación y sus productos. La idea de gato también, aunque algo de la realidad debe contener esa idea cuando lo que percibimos como gato suele huir ante lo que percibimos como perro. Estas regularidades son las que nos hacen creer en la realidad de nuestras ideas.

Los conceptos residen en las mentes. Y, por lo general, tienen bordes brumosos. Además, la extensión de cada concepto en las distintas mentes no tiene por qué coincidir. De hecho, no lo hace. En la zona que comparten las extensiones de los conceptos de dos mentes, el acuerdo es inmediato y el hechizo del lenguaje se refuerza. Ante un gato domestico casi todos estaremos de acuerdo en que es un gato. Pero ante uno de esos huesudos gatos egipcios el acuerdo será problemático. Yo nunca diría que es un gato... salvo que un genetista me lo demostrase.

La ciencia ayuda a reducir la carga subjetiva y supersticiosa de nuestros conceptos enfocándolos, afinando sus bordes y encastrándolos en sistemas coherentes. El objetivo es que nuestras ficciones sean más útiles. Qué significa ser útil depende de cada uno.

No existen de la misma manera los gatos y los unicornios. Tampoco Ana Karenina y Scarlett Johansson, aunque para mí, a todo los efectos, son seres igual de ficcionales. No existen de la misma manera una pesa de un kilo, el concepto de kilo del sistema métrico decimal o la secuencia de signos “1 kg”, como no existen de la misma manera mi yo, los cuerpos, el monte Everest, las olas, el número cinco, Europa, el arco iris, Saturno, los átomos, el amor, la belleza o el mal.

Hay conceptos que poseemos intuitivamente. Hay otros que inventamos a partir del lenguaje, jugando con las palabras, creando definiciones. El concepto de número imaginario no es intuitivo. Sin embargo, lo definimos, lo ponemos a prueba, y funciona. El concepto de dinero no es natural. Sin embargo, lo inventamos, y se adueña del mundo.

Sea un esfericubo una ‘esfera cúbica’. ¿Existen los esfericubos? No, claro que no. No es suficiente tener una definición para existir. La definición de unicornio nos permite imaginarlos, y hasta pintarlos: los podemos imaginar. Pero la de esfericubo no nos permite nada, es un sinsentido, la forma más baja de existencia.

¿Y el dios de la Biblia? Un esfericubo. ¿Y el infinito matemático? No lo sé. Podría serlo.



viernes, 4 de junio de 2010

Finito

No creo en el infinito. No creo que exista en ningún sentido fuerte.

Esta negación, aplicada al mundo, no hace más que recoger lo que dice la física contemporánea: ni el espacio ni el tiempo son infinitos. Tampoco son infinitamente divisibles. A gran escala el universo se curva y se cierra sobre sí mismo. En las pequeñas, todo se convierte en espuma.

Es verdad que hay especulaciones cosmológicas que hablan de universos nacidos de universos en una secuencia sin fin. Pero estas especulaciones, tan alejadas de la corroboración empírica que rayan en lo metafísico, hablan en cualquier caso de universos tan ajenos entre sí que toda influencia causal entre ellos es imposible. En este sentido, postular su existencia no es muy distinto que postular que vivimos sumergidos en una burbuja de aparente orden en medio de un completo caos.

Tampoco creo en el infinito matemático. Esto no quiere decir que no me fascinen las “terribles dinastías” de números transfinitos que creara Cantor, o que no aprecie la genialidad del cálculo infinitesimal. Lo que quiero decir es que el infinito matemático me parece una ficción más ficción que otras ficciones matemáticas.

Me explico: de entre las variadas formas de entender la matemática, aquella con la que más me identifico es con el ficcionalismo. Según este punto de vista de la filosofía matemática, los objetos matemáticos son ficciones, como lo son Ana Karenina o los unicornios, y su utilidad en las ciencias físicas tiene mucho que ver con la capacidad explicativa de la novela de Tolstoi respecto de la psicología humana. Nada en la novela es real, se trata de una ficción. Sin embargo, nos permite comprender aspectos del comportamiento humano. Así es la matemática: algunas de sus teorías, adecuadamente adobadas con interpretaciones físicas, funcionan experimentalmente. Genial. Otras, como las malas novelas, no nos dicen nada de nada.

Ana Karenina es tan ficcional como los unicornios. Pero, mientras que al leer sobre la primera nos parece estar viendo la vida, las aventuras de los unicornios tan solo nos dan placer. Ana Karenina no existió, pero lo parece. Los unicornios, por su parte, nunca han existido, salvo en nuestra imaginación.

Los números naturales, pongamos del 1 al 10000000000, son ficciones: no hay números por ahí pegados a las cosas como etiquetas. Sin embargo, convenientemente interpretados, los números nos ayudan a manejarnos con una realidad abarrotado de colectividades. Al infinito hay que reconocerle su utilidad en el cálculo. Sin embargo, también nos da una idea equivocada del mundo y sus entidades y nos sumerge en paradojas, en extraños reinos donde todo es posible, incluido imaginar una lista infinita con todas las afirmaciones sobre la aritmética en la que, sin embargo, faltan algunas.

Ana Karenina es una ficción, sí, pero más lo es el unicornio. Pues eso pienso del infinito respecto de otras ficciones matemáticas.

Termino con una reflexión lingüística: el infinito es, como muchos otros conceptos del estilo, un gigante con pies de barro, porque no surge por un proceso de abstracción, sino de negación. No es a base de ver montones de entidades infinitas como llegamos a la conclusión de que existe algo así como la infinitud, sino que es a partir del concepto de finitud como llegamos, por negación, a lo infinito. No tenemos referentes, nada lo sugiere, solo ese salto mortal que es negar un concepto. Hasta el unicornio tiene más sentido: a fin de cuentas, al imaginar un caballito con cuerno de narval y barbas de chivo no estamos negando nada.