lunes, 22 de marzo de 2010

Los pasajeros del viento

En el año 1981 se editó en España la primera de las cinco entregas de la serie Los pasajeros del viento, de François Bourgeon. La protagonista de la historia, Isa, era espectacular: inteligente, osada, independiente, liberada y hermosa. Estamos a finales del siglo XVIII, un siglo convulso (¿cuál no lo es?) en el que la Ilustración se codea con la esclavitud y la globalización (sí, este proceso empezó hace ya algunos siglos) con la piratería. En un principio, Isa parece un personaje de folletín, pues, siendo de origen noble, le roban su identidad. Sin embargo, Isa pronto se convierte en una heroína moderna, de esas que cuestionan este estúpido mundo de hombres y que usa su cuerpo y su mente para sobrevivir y ser feliz.

Isa es, para qué negarlo, uno de mis grandes amores de papel.


Hace unos meses, casi tres décadas después, ha vuelto. Su creador, Bourgeon, tras dos largos y espectaculares ciclos (Los compañeros del crepúsculo, ambientado en la edad media; y La historia de Cyann, que sigue ocurriendo en no sé sabe que mundos futuristas) ha decido contarnos qué le ocurrió a Isa después de aquellas sus aventuras juveniles. A nadie que no se haya reencontrado con alguien muy querido tras mucho tiempo puedo explicarle la emoción que he sentido al volver a ver a Isa después de todos estos años.

Y es que no solo los amores pueden ser de papel: también las buenas y viejas amigas.



Andaba yo el viernes curioseando por la Galerie Daniel Maghen. Es la única galería de arte que conozco que se dedica, en vez de a los óleos y cosas así, a los cómics. En grandes carpetones muestra las planchas originales de grandes autores como Das Pastores, Manara o Juillard. Más allá de la cosa fetichista, ver las páginas de los cómics tal y como las dibujaron sus autores, muchos más grandes, con sus lápices, sus correcciones, sus collages y sus pruebas de color al margen, es toda una experiencia. Lo que no me esperaba al acudir allí era encontrarme con el anuncio de una exposición en el Museo de la Marina dedicado a Los pasajeros del viento. Cojo el autobús y me planto rápidamente en el Trocadero, al ladito de la Torre Eiffel, y allí me la encuentro. Más hermosa que nunca, más irónica, y más de verdad, allí está Isa, con sus trazos originales, con su color, con su carne. Embobado, me paseo por las salas reviviendo lo vivido tantas veces, pero en esta ocasión con un poco más de verdad, porque los tonos son un poco más intensos, porque los trazos son un poco más nítidos, y, sobre todo, porque en un mundo de réplicas encontrarse ante el original es un poco como encontrarse con la verdad que tantas veces nos han explicado que no existe.

Ah, qué dulce es el amor crepuscular...

sábado, 13 de marzo de 2010

Sobre lo que sabemos y lo poco que nos importa

Un tema al que llevo dándoles vueltas bastante tiempo es al de por qué, sabiendo tanto como especie, sabemos tan poco como individuos. No es que pretenda que seamos cada uno especialistas en todo, pero tampoco entiendo por qué el saber logrado por la ciencia y la filosofía no se incorpora, al menos en líneas generales, al equipamiento estándar de los humanos.
Sabemos mucho acerca de cómo funciona del mundo físico en un rango de fenómenos abrumador gracias a la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Los mecanismos de la herencia y la especiación tienen cada vez menos secretos gracias a la genética. Las neurociencias y la psicología evolutiva están dando pasos de gigante para la comprensión de nuestro propio pensamiento y de la misma conciencia. La antropóloga cultural ha desvelado la influencia del medio social en el comportamiento. La medicina nos hace más sanos y más longevos. La electrónica logra día a día gadgets cada vez más asombrosos. Las ciencias que tratan la contingencia, la paleontología, la arqueología, la historia, nos muestran a veces con hiperrealismo qué ocurrió. Y, por terminar en algún sitio, la matemática echa luz sobre los paisajes de lo posible y la filosofía sobre los de la real.

La cosa es: sabiendo tanto, ¿por qué sabemos tan poco? Tras mucho pensar, he llegado a la siguiente conclusión: saber por saber no nos importa. No lo suficiente, desde luego, como para coger un libro e intentar entenderlo. Si todo lo que hay que hacer se reduce a ver un vídeo de YouTube de tres minutos con bonitas imágenes, la cosa puede ser aceptable, pero si el esfuerzo es mayor, no. He leído mil veces acerca de la curiosidad natural del ser humano, pero es una tontería. Somos curiosos, sí, pero si la curiosidad no se resuelve de un vistazo o sentimos que nos va la vida en ello, pasamos rápidamente. No somos distintos de los leones del zoo, que si no tienen hambre no abandonan el lado de sombra del árbol para ver lo que hay al otro lado ni aunque les empujen.

Es una pena. Primero, porque el mundo sería un lugar mucho más interesante y, posiblemente, más amable, si cada individuo fuese más sabio. Y, segundo, porque adquirir conocimiento es un placer, un verdadero placer, aunque de esos placeres cabrones que exigen algo de esfuerzo previo.

Desde luego, no voy a decir que el placer del conocimiento sea tan intenso como el de follar o el de comer, pero sí que dura más y no engorda.

domingo, 7 de marzo de 2010

Corridas de toros

En el Parlamento Catalán se está discutiendo actualmente si prohibir o no las corridas de toros. En la Comunidad de Madrid, su presidenta ha dicho que va a declarar las corridas de toros Bien de interés cultural.

Lo curioso del asunto es que ambas partes niegan que se trate de un debate acerca de la identidad nacional. Yo no sé si es verdad o no, estoy por asegurar que no es verdad, pero me da igual. No me interesan las intenciones sino los hechos. Y los hechos que me incumben en este asunto son dos:

1. Me repugnan las corridas de toros, como me repugna toda crueldad y violencia gratuita. Me da igual la cultura que tengan detrás y que a Picasso le encantasen. Me da igual que formen parte de la tradición de no sé cuántos pueblos: la erradicación de violencia y la crueldad debería estar por encima de los programas de festejos de las fiestas patronales. Que la presidenta de la comunidad en la que habito quiera hacer de este espectáculo sangriento un Bien de interés cultural me produce una enorme vergüenza.

2. Yo soy español. Esto no significa casi nada para mí salvo la forma rápida de empaquetar en una palabra algunos hechos relativos a mi lugar de nacimiento, el origen de mis padres, mi lengua materna y algunas de mis costumbres gastronómicas. Sea como fuere, no le concedo ningún derecho a nadie a decidir qué significa ser español. A nadie. Si alguien quiere distinguirse de mí afirmando que no le gustan los toros, se equivoca, porque no me gusta. Si alguien quiere negarme españolidad porque me repugnan los toros, también se equivoca, porque soy español.

El gobierno francés anda ahora empeñado en definir lo que significa ser francés. Genial. Imaginemos que lo consiguen (en realidad no buscan qué es ser francés, sino qué quieren ellos que signifique ser francés), ¿y luego, qué? ¿Van a hacer exámenes de francesidad? ¿Van a expulsar a los que no lo superen? (Me temo que por ahí va la cosa).

Lo que me asombra y más me preocupa de todo esto es que a estas alturas sigamos preocupados de patrioterismos, nacionalismos y racismos varios. En vez de pensar sobre qué somos y qué queremos ser los humanos, le damos vueltas a si nos gusta el cocido, la butifarra o el confit de canard.

Hay que joderse.

martes, 2 de marzo de 2010

Los sentimientos del señor Mahler

Oigo en la radio que el señor Mahler, poco antes de casarse, le dijo en una carta a su futura esposa, la famosa Alma, que cuidadito con sus veleidades como compositora, que ella debía plegarse a sus necesidades.

Si alguien consigue describir las ecuaciones exactas de la teoría M, el que en la intimidad sea un ser mezquino y despreciable no le va a quitar en absoluto valor a su obra. Pero si alguien pretende expresar sentimientos y resulta que es un déspota con aquellos a los que quiere, me tendré que preguntar, por lo menos, de la validez de tales sentimientos.

Era Ian Stewart, creo recordar, el que decía que si alguien pierde los sentimientos que le producía la contemplación de la Luna por saber que se trata de un enorme trozo de roca, es que tales sentimientos no merecían la pena. Pues algo así se puede aplicar al tema que trato de exponer. Partamos de la base de que el déspota realmente logra comunicar algún tipo de sentimientos: puede tratarse de una casualidad: puede ser que allá alcanzado una técnica que provoque en los demás los sentimientos que él es incapaz de experimentar. O que la gente sensible lea en aquello cosas distintas a las sentidas por el autor. O que en su genialidad sepa como hacer que los demás sientan más allá de sus propias experiencias. Todo esto es posible, y en nada disminuye el valor de la obra.

Pero también puede ser que los sentimientos comunicados no merezcan la pena. Puede ser que nos encontramos con vicios culturales, con manifestaciones viciadas de sentimientos literarios, irreales, falsos. Puede ser mera sensiblería, formas masturbatorias, edulcoradas y simuladas de sentimientos reales.

Es otra posibilidad que merece la pena ser, al menos, tenida en cuenta: no ya tanto por la valoración de la obra artística como por lo que tiene de pista para nuestro propio conocimiento.

Hace un montón de años, un compañero de facultad fue al cine a ver ET, la película de Spilberg: se quedó francamente jodido porque habían jugado con sus sentimientos, porque le habían hecho llorar con tonterías. Le comprendo: había descubierto una vena sensiblera que desconocía y que le repugnaba.