jueves, 31 de diciembre de 2009

Días de ira

Dies Irae (‘Días de ira’, pero en latín) es un canto llano gregoriano que contiene una corta melodía, un pequeño motivo que ha sido utilizado posteriormente en muchas ocasiones. Incluyo a continuación, además del himno original, dos de esta citas musicales.

La primera es El sueño de una noche de Sabbat, quinto movimiento de la Sinfonía fantástica escrita por un Berlioz enamorado y en estado de gracia.

La segunda, de unos pocos años después, es Totentanz, de Listz, y se trata de una danza macabra. Listz, obsesionado con la muerte, llegó a visitar hospitales y cárceles para ver a los condenados a muerte.

La melodía de la que hablo se utiliza en varios lugares a lo largo de los tres ejemplos que propongo, pero, para su localización, indico la primera vez que aparece en cada caso:

Dies Irae gregoriano: nueve primeros segundos, voces.
Sinfonía fantástica de Berlioz: poco después del minuto tres, tras las campanas, interpretado primero por las tubas y luego por trombones de varas.
Totentanz de Listz: treinta primeros segundos, interpretado por los metales (escalofriantes los golpes de piano).













La sibila délfica de Miguel Ángel



sábado, 26 de diciembre de 2009

Ética objetiva

¿Se puede hablar de ética con objetividad?

Las elecciones éticas pueden ser de dos tipos: la elección de criterios o principios generales por un lado y la evaluación de comportamientos concretos por otro.
La elección de criterios generales es un proceso subjetivo e irracional. Podemos optar por buscar la felicidad de los humanos o por servir a los deseos de alguna deidad. Podemos elegir entre éticas materiales y éticas formales. Podemos abrazar el imperativo categórico o bien lanzarnos a una vida singular y libre. Todas estas elecciones son producto de la propia genética, la tradición, el contexto histórico, la educación, la experiencia personal, y montones de influencias más. Es decir, son subjetivos e irracionales. Hasta la elección de la racionalidad es irracional.

Por su parte, la evaluación de los comportamientos tiene por objetivo decidir efectivamente qué hacer, lo que implica clasificar los comportamientos en buenos y malos, cosa que se hace aplicando los criterios éticos generales. Habrá quien considere que matar es malo porque disminuye la felicidad del mundo, o porque desencadenará el círculo vicioso de la venganza, o porque lo prohíbe algún dios. Otros considerarán que es bueno porque con ello debilitan al enemigo, o porque obtienen alguna ganancia o, simplemente, porque lo dice algún dios.

La forma de realizar estas elecciones difiere mucho de unos a otros. Mientras que unos se limitan a tomar su decisiones aplicando las imprecisas reglas heredadas que conforman su instinto moral, otros reflexionan sobre dichas reglas y elaboran complejos sistemas de evaluación.
Dicho esto, paso a contestar la pregunta “¿podemos hablar de ética con objetividad?”. La respuesta es que sí, aunque no siempre. Es casi imposible discutir sobre los criterios generales, porque la discusión en sí exige unos criterios compartidos que no se tienen. Y discutir acerca de la bondad o maldad de un comportamiento apenas tienen sentido cuando los criterios generales no tienen nada en común.

Sin embargo, la aplicación de los principios generales a los comportamientos particulares sí admite la discusión racional y objetiva. Racional en el sentido del propio análisis del lenguaje; y objetiva en el sentido de análisis de la realidad. Asumido el imperativo categórico “compórtate con los demás como quieres que los demás se comporten contigo”, sería contradictorio defender el asesinato como algo bueno. Asumido el objetivo general de alcanzar una sociedad pacífica en la que los humanos puedan vivir felizmente es absurdo confiar en que eso llegará por sí mismo gracias a la natural bondad humana cuando sabemos que los humanos no somos buenos por naturaleza.

Los criterios son difícilmente discutibles. En caso de conflicto, solo cabe optar, si es posible, entre la coexistencia pacífica o la imposición por la fuerza de una de las dos alternativas, lo cual es, en sí, una elección moral, aunque a veces venga forzada por las circunstancias. Pero sobre los medios para alcanzar los objetivo sí se puede discutir, lo cual permite que unos digan estupideces y otros no.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Tradición

La tradición es saber congelado, es la forma en que las sociedades codifican comportamientos que han demostrado ser útiles para la supervivencia y cohesión del grupo. No son, por tanto, necesariamente malas, y merece la pena tenerlas en cuenta.

El problema surge cuando el personal no se percata de su carácter “congelado”. Los comportamientos que transmite la tradición fueron útiles en ciertas condiciones concretas, pero eso no asegura en absoluto que sean útiles en condiciones distintas. Tampoco asegura que los criterios de utilidad sean los mismos que en el pasado.

Es obvio que en un mundo cambiante como el nuestro las tradiciones han perdido todo su sentido. Las sucesivas revoluciones tecnológicas han cambiado de tal modo la forma de ver y de vivir el mundo que las tradiciones han quedado obsoletas y se han convertido en meros vestigios de una pasado que apenas logramos entender.

Sin embargo, muchos las siguen utilizando como argumento a favor de sus particulares locuras. La tradición sirve para justificar desde ritos y fiestas religiosas hasta salvajadas como el toreo, pasando por todas las formas de nacionalismo, pues, a fin de cuentas, la tradición es el método perfecto para apoyar todo lo irracional, todo lo que, de otra manera, no hay dios que lo justifique.

Como moralizar es un rollo, voy a decirlo en términos estéticos: no me gustan los que van a los toros porque disfrutan de un espectáculo cruel; no me gusta que se mienta a los niños con la chorrada de los reyes magos porque les prepara para creer en todo tipo de sandeces; no me gusta la gente que pontifica sobre lo que significa ser español o catalán o guatemalteco como si por nacer en un lugar u otro uno se viese imbuido por algún tipo de espíritu ancestral.

Naturalmente, el motivo de este escrito es que se me abren las carnes de solo pensar en las entrañables fiestas que se avecinan. Lo ideal en esta época es la huida, pero si no se puede solo queda la resignación, una estoica y elegante resignación.

Para los que las tengan, felices vacaciones.

sábado, 5 de diciembre de 2009

¿Libertad o igualdad?

Como viene a cuento, recupero un texto del 7-4-2007:

¿Libertad o igualdad?

Esta disyunción aparece con frecuencia cuando se intenta etiquetar políticamente a alguien. Y, como en todo, podemos encontrar opiniones para todos los gustos. Lamennais decía que “Donde hay fuertes y débiles, la libertad oprime y la ley libera”, mientras que Popper pensaba que “la libertad es más importante que la igualdad” y que “si se pierde [la libertad] ni siquiera habrá igualdad entre los no libres”.

Da la sensación de que todos tienen razón. Por un lado no parece tener sentido hablar de libertad cuando no puedo elegir porque parto con desventaja. Pero por otro una igualdad lograda a costa de la libertad es más homogeneidad y despersonalización que otra cosa.
Cuando hablamos de libertad o de igualdad estamos hablando de dos aspectos de la vida que entran en conflicto prácticamente por definición, porque su esfera de influencia parece limitar y hasta definirse por la del otro: la individualidad aparece cuando abstraemos a los demás de la ecuación. La colectividad es, precisamente, lo que queda al abstraer las diferencias individuales.

Pero esto no es exactamente así. Buena parte de lo que define al individuo proviene directamente del colectivo en el que está sumergido: las tradiciones y la cultura son el caldo de cultivo del que emergen las características individualidades. Y son estas, recíprocamente, las que, a través del contacto social, nutren la colectividad.

Que hay en todo esto una paradoja lo enuncia perfectamente Pinker cuando habla del amor familiar: según explica, “ninguna sociedad puede ser simultáneamente justa, libre e igualitaria. Si es justa, el que más trabaje acumulará más. Si es libre, la gente dejará sus bienes a sus hijos. Pero entonces no será igualitaria, porque habrá gente que heredará unos bienes que no ha ganado.” El dilema está claro: ¿prohibimos la herencia, limitando con ello la libertad de los padres, para defender la igualdad, o dejamos que los padres sean libres de favorecer a sus hijos como les plazca fomentando con ello la desigualdad entre los humanos?

Quizá alguno apunte que el problema está en el hecho mismo de la propiedad, y que eliminándola se deshace el presunto dilema. Pero no es así, porque desaparecidos los bienes materiales otros cobran aún más peso del que tienen en la sociedad de mercado, y me refiero a los de la mente: en un mundo así los conocimientos y las experiencias se convertirían en los bienes más preciados, y estos pasarían casi inevitablemente de padres a hijos, salvo, eso sí, que los hijos se colectivizasen, pero entonces la libertad quedaría seriamente mermada, sin contar con que siempre queda la herencia genética, difícilmente eliminable sin acudir a una ingeniería genética que...

¿Estamos ante un problema insoluble? Sí, si de lo que se trata es de elegir entre una u otra alternativa. Pero ese es el error. Existe otro camino, que en realidad consiste en tomar los dos a la vez. Optar entre la libertad y la igualdad es un falso dilema, porque una no tiene sentido sin la otra. Libertad e igualdad son en realidad las dos caras de un único concepto bifronte que las engloba y supera y para el que, hasta donde yo sé, aún no hemos encontrado nombre.

Evidentemente no podemos ser completamente libres y completamente iguales, pero sí a la vez ambas cosas y en distintos grados y porcentajes. Esta es la tarea de la política, y la de la filosofía, y la de todos aquellos que aprecien en algo la libertad y la igualdad, a saber, encontrar el sistema que optimice los niveles de libertad y de igualdad, encontrar la compleja química que nos permita vivir en la mayor libertad e igualdad posibles.

Platón propuso en La República su solución ideal, de tanto éxito a lo largo de la historia, consistente en cargarse tanto la libertad como la igualdad. Me parece a mí que es mejor idea la de aquellos locos franceses que hablaron de libertad, igualdad y fraternidad. Y esto último no hay que tomárselo ni a coña ni por lo sentimental: la fraternidad se puede entender como ese saber mirar un poco más allá de nuestras narices para darnos cuenta de lo estrechamente unidos que suelen andar los intereses colectivos y nuestros muy individuales intereses.