sábado, 3 de octubre de 2009

Personajes autorreferenciales

De niño abominaba de las canciones en las que se reconocía explícitamente que aquello era una canción. Veía algo completamente estúpido en aquella confesión de impostura. Para mí la ficción debía imitar la realidad lo mejor posible, y la autorreferencia se cargaba por completo la ilusión. Vamos, que estaba dispuesto a aceptar cómplicemente la farsa siempre y cuando la farsa se esforzase lo más posible en no parecerlo.

Algo parecido me pasa con la vida misma. Para poder funcionar, para poder vivir cada día damos por buenas una serie de asunciones que se concretan en reglas morales y sociales, en ciertos consensos implícitos. Sin embargo, en el momento en que me asalta la certeza de su convencionalidad, todo se esfuma.

Para la mayoría esto no es un problema, pues olvida el carácter convencional de casi todo lo que hacemos y aceptamos. Muchos incluso cierran el círculo imponiendo a la realidad lo que de ella emanó como simple modelo provisional. Este olvido de lo provisional es la raíz de la vejez y de la guerra.

Del informe caos inicial y después de una estupenda secuencia de azares, un grumo de materia adquiere cierta forma y da lugar a uno de nosotros. No somos más que eso, una forma provisional, un poco de orden que durante un instante se hace preguntas. En resumen, un préstamo de la nada. Cuando reconocemos esto, cuando nos hacemos conscientes de que el préstamo hay que devolverlo, la ilusión de absoluto, de ser, se desvanece: el reconocimiento de la propia naturaleza hace añicos la farsa.

Mucho se habla de la contradicción de la existencia. Pero la contradicción surge solo si olvidamos el carácter hipotético de nuestros modelos vitales. La contradicción está en la autorreferencia, está en el personaje buscando a su autor. ¿Absurdo? No: olvido. Aquellos seis personajes tenían autor, claro que sí. Se llamaba Pirandello. Nuestras morales, religiones, estructuras sociales, todo tiene autor: el hombre.

Si nos quedamos en el mundo de la ética, de lo práctico, de la vida, vale. Pero si queremos pasar a lo absoluto, al mundo de las esencias, el discurso debe dar el salto y olvidarse de casi todo.

Basta olvidar las palabras para que el absurdo desaparezca.

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