domingo, 11 de octubre de 2009

Las edades del hombre (y la mujer)

¿Por qué y para qué tiene hijos la gente? Hay un montón de motivos que aparecen sin esfuerzo: porque sí, por inercia, porque toca, porque la pareja ya no funciona, por presión ambiental, porque lo pide el cuerpo... Otros, también clásicos, son sin embargo más metafísicos: por asegurarse una parcela de inmortalidad o por perpetuar algo tan estupendo como uno mismo. Lo triste es que tengo la sensación de que estas “razones” valen para la mayoría. Así pasa lo que pasa; luego los tratan como si fuesen fardos, se limitan a satisfacer sus necesidades y deseos más estúpidos y en ningún momento se preocupan de lo fundamental: su educación. La importancia de los primeros años cada vez me mayor: en la primera infancia se van a establecer las líneas básicas de la personalidad: después se matizarán, se concretarán, se perfilará un individuo en función de las mil contingencias de la existencia. Pero el substrato que va a condicionar el cómo se asimilen todas las experiencias posteriores, podríamos decir que el estilo vital, se da ahí, en esa primera fase de aprendizaje. Y, sorprendentemente, parece como si los padres intentasen, por todos los medios, hacer que el número de experiencias de sus hijos y la calidad de estas sea lo más limitado posible, como si intentasen premeditadamente transmitirles su propia mediocridad. Quizá sea un mecanismo de defensa de las viejas generaciones ante las nuevas: quizá la evolución ha permitido que los padres corten las alas de sus hijos para limitar un vuelo demasiado rápido y elevado. A lo peor es simple ignorancia.

Me he acordado de la sensación de ignorancia que me embargó al finalizar la carrera, de cómo descubrí consternado que no sabía nada de nada. Y de cómo había evitado preguntarme nada durante todos esos años. Es la excusa, la salida fácil, el dejar las cosas para luego, para cuando no esté uno tan ocupado. La educación debería, entre tantas cosas más, luchar por evitar que se eviten las preguntas. Acostumbrar al personal a una constante revisión de la propia vida, a un constante preguntarse por la viabilidad y el sentido de lo que uno está haciendo. No se trata de buscar certezas que no se pueden encontrar, pero sí de evitar vivir según las asunciones de otros. Lo que se ha hecho siempre no es necesariamente lo mejor. Si hay que asumir algo, que sea con toda la conciencia de la que seamos capaces.

Con el tiempo la gente tiende a fosilizarse, a perder flexibilidad mental, es decir, se “hace mayor”. Asume entonces un papel perfectamente perfilado y lo sigue punto por punto, siendo el caso que parece creérselo –si realmente se lo cree o no es un estado de conciencia que se escapa, de momento, a la observación-. Eso de hacerse mayor puede ocurrir en momentos de la vida completamente distintos en unas persona y en otras: los hay que parece que nacieron viejos mientras que otros alcanzan la “madurez” en plena juventud, pero la mayoría acceden a tal estado en la treintena, lo cual me hace pensar que este fenómeno pueda obedecer a algún tipo de mecanismo fisiológico. Hace tiempo leí que la perdida de la memoria se debe a que, de modo espontáneo, se sustituyen en las neuronas ciertos receptores de gran eficiencia por otros menos eficientes. Me pregunto si no será posible que llegado cierto momento el individuo pierda las capacidades necesarias para cambiar, para alterar sus preconcepciones, sus comportamientos y en general todos los mecanismos que hay detrás de la percepción y la evaluación de la realidad. Es evidente que, una vez superados los primeros años reproductivos, a la evolución le ha importado bastante poco que conservásemos una mente ágil y despierta. Incluso puede que, ahora que lo pienso, la madurez sea en conjunto una enfermedad.

O, mejor, un síndrome, siendo uno de sus síntomas... tener hijos.

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