sábado, 31 de octubre de 2009

Inside Moebius

Inside Moebius es la hostia. Jean Giraud ha decidido devenir definitivamente en personaje y mezclarse con Arzack, Blueberry, el Mayor y demás personajes del Garaje hermético, Edena, el Incal y todos sus otros mundos. Y lo hace dibujando al ritmo al que el resto hablamos o divagamos. Le vienen a la cabeza las ideas, o los recuerdos, o los pensamientos, y va y los dibuja.

Me siento a gusto leyendo Inside Moebius porque es una obra de arte, claro. Pero también porque es el reencuentro más íntimo que uno pueda imaginar con un viejo amigo: Moebius. Y porque el reencuentro se produce exactamente en el lugar y en el modo en el que yo hubiese elegido: en el desierto y volando.

Quizá lo leas y no lo entiendas, o quizá te parezca una simpleza. En ambos casos el diagnóstico es el mismo: te has perdido algunas de las mejores cosas del siglo XX. La buena noticia es que estás a tiempo de recuperar el tiempo perdido.

miércoles, 28 de octubre de 2009

La fuerza de las ideas

Hay gente que cree en la fuerza de las ideas. De hecho, se ha convertido un tópico bienpensante, como ese otro de la fuerza de la palabra. Pero no es más que eso, un tópico, que no significa nada si no se matiza.

Imaginemos a una persona muy lista que se dedica a reflexionar sobre la felicidad y encuentra un camino para alcanzarla, e imaginemos que ese camino exige un cierto grado de sacrificio previo, consistente, por ejemplo, en la comprensión de algunos conceptos filosóficos complejos. Esta persona, deseosa de compartir su método con toda la humanidad, intentará explicarlo. ¿Tendrá éxito?

No, claro que no. Quizá logre comunicar su idea a un grupo que disfrutaran de la felicidad que proporciona, aunque matizada esta por la frustración de ver que el resto de la humanidad sigue siendo refractaria al conocimiento.

Pensemos ahora en John Lennon diciendo aquello de “Todo lo que necesitas es amor”. Da igual que la frase sea una simpleza, y que, además, sea una simpleza falsa. Da igual que tal idea lleve a un callejón sin salida y deje sin defensas a sus creyentes ante los que no creen en ella. Da igual que sepamos que el ser humano no está programado para el amor universal. Pese a todo ello, la idea tuvo un éxito espectacular, no en el sentido de que se propagase el amor, claro, sino en el de que el dichoso estribillo colonizó una enorme cantidad de mentes.

No pretendo decir que las grandes ideas no influyan en el mundo. Claro que lo hacen, pero de un modo indirecto, simplificado, vulgarizado y con unas consecuencias que, casi siempre, desvirtúan la idea inicial.

Un ejemplo: la crítica racionalista y el posterior rodillo nietzschniano dejaron sin sentido a las religiones, mostrando que estas son, en el mejor de los casos, colecciones de leyendas y, en el peor, burdas falsificaciones. Sin embargo, siendo enorme la influencia que ha tenido la idea de “la muerte de dios”, lo cierto es que muchos siguen creyendo y, lo que es casi peor, muchos de los que no creen se han limitado a redirigir sus ansias de fantasía hacia otras supersticiones y espiritualismos varios.

¿Por qué pasa todo esto? ¿Por qué lo que sabemos influye tan poco en el mundo o, cuando lo hace, lo hace de un modo tan insatisfactorio? Pues porque las ideas, para ser exitosas, deben ser asequibles, asimilables por un porcentaje importante de la población, lo cual significa, entre otras cosas, que deben ser sencillas de entender y fáciles de seguir. Pero resulta que ni el mundo es sencillo ni es fácil hacer caso de ideas que van en contra de nuestra programación genética. Por eso las complejidades y los matices se pierden por el camino. Por eso todo lo que no apele a nuestros instintos básicos está llamado al fracaso.

Hoy sabemos mucho acerca del comportamiento humano, y del mundo físico, y de la historia, que tiran por tierra milenios de supersticiones y costumbres sin sentido. Sin embargo, pocos tienen en cuenta ese conocimiento a la hora de tomar decisiones o a la de imaginar alternativas para el futuro. La solución parece estar en la educación, pero hasta esta idea en apariencia tan simple ha calado poco entre los humanos.

Cabría preguntarse en este punto por qué seguir pensando. Yo, esto al menos, sí lo tengo claro: por placer, por qué si no.

sábado, 24 de octubre de 2009

Clinamen cuántico

Para que un universo sea interesante, necesita disponer de una fuente de orden y una fuente de cambio. Sin una cierta cantidad de orden, o de información útil si se quiere, el mundo sería un caos sin nada que reconocer ni nadie que lo hiciese. Sin una fuente de desorden, o de cambio, para entendernos, todo permanecería igual a sí mismo y el tiempo no existiría.

La ciencia, se diga lo que se diga, no explica nada, sino que se limita a describir y, en el mejor de los casos, reducir el contenido conceptual de dichas causas. Así, tomando el ejemplo de la gravedad, de complejas causas mitológicas pasamos a una simple fuerza de atracción entre las masas para después reducir aún más la ontología del asunto al hablar de simple geometría.

En este proceso de reducción, de acotamiento, de empujar más y más lejos el lugar donde se encuentran las causas, hemos situado la fuente del orden en las condiciones iniciales del Big-Bang y la del desorden en la incertidumbre cuántica.

Situar todo el orden posterior en la homogeneidad total del instante inicial nos puede permitir, aparte de la salida absurda de recurrir a una entidad creadora (que más bien podríamos llamar inicializadora, y que en absoluto entiendo cómo algunos tan alegremente asocian con sus supersticiosos dioses personales), el siguiente truco: sin situación previa de la que depender, sin historia, no hay razón ninguna para la diferencia: ¿por qué algo debería ser distinto de algo? ¿Por qué, de hecho, la multiplicidad? De este modo, el orden absoluto inicial no exige explicación, y solo necesitamos de una fuente de desorden que dé forma al universo.

Es entonces cuando nos topamos con la incertidumbre cuántica, que nos dice algo tan asombroso como que ante una situación dada, las partículas elementales no tienen por qué actuar siempre igual, sino que pueden “elegir” entre todo un conjunto de alternativas.

Este “clinamen” cuántico le ha servido a unos y otros para explicarlo todo (en especial cuando parece ser que el caos matemático aplicado al mundo físico puede entenderse como una amplificación de la incertidumbre Heisenbergiana): desde la propia aparición del universo inicial a partir de la nada hasta la conciencia, pasando por los grumos de materia que llamamos galaxias.

Normalmente llama la atención el hecho de que el universo tenga un principio. A mí me asombra, y cada vez más, la ausencia de causa en el comportamiento de las partículas elementales. Solo la teoría de los Muchos Mundos ayuda un poco: si no hay ninguna razón para que un fotón, por ejemplo, siga un camino en vez de otro, va y sigue todos los posibles.

¿Se podría usar como heurístico esto de la ausencia de causas del mismo modo que se usa el Principio Antrópico o las leyes de mínimos?

viernes, 16 de octubre de 2009

La culpa es del empedrao

Popper tiene una teoría, la de la conspiración, que tiene que ver mucho con lo de echarle la culpa al empedrao: dice que cuando Dios dejo de ser causa directa de cuanto ocurría, el personal se preguntó entonces por quién tenía la culpa de las cosas que pasaban, y se inventó todo tipos de sociedades secretas y conspiraciones para justificar lo que, por lo general, se debe simplemente al azar de la vida.

Hacemos mucho esto de inventarnos conspiraciones, y no solo para explicar los grandes males, sino cualquier cosa, desde pequeños contratiempos a esa simple insatisfacción de fondo que a veces se vuelve tan insoportable.

Podemos echar mano de cualquiera para convertirle en culpable: por supuesto que está el gobierno (a este, a fin de cuentas, le pagamos para que esté ahí, así que no hay problema). También despotricamos del sistema, entidad mucho más vagorosa heredada de tiempos más revolucionarios y que permite no tener que entrar en detalles. Lo malo es cuando necesitamos alguien más cercano, cuando sabemos que nuestro mal no puede provenir de tan altas instancias. Entonces culpamos a los que tenemos más cerca a los amigos, a la familia, a la propia pareja. Esto, aparte de injusto, es inútil y casi siempre perjudicial.

El origen de esta mala costumbre puede estar en la necesidad de desahogarse. No nos es suficiente analizar el problema y buscar soluciones. Necesitamos, además, quemar sustancias, y para eso buscamos un punchball que se lleve los golpes.

Por eso necesitamos culpables. Y por eso nos sentimos tan frustrados cuando no los encontramos. O cuando descubrimos que somos nosotros mismos.

domingo, 11 de octubre de 2009

Las edades del hombre (y la mujer)

¿Por qué y para qué tiene hijos la gente? Hay un montón de motivos que aparecen sin esfuerzo: porque sí, por inercia, porque toca, porque la pareja ya no funciona, por presión ambiental, porque lo pide el cuerpo... Otros, también clásicos, son sin embargo más metafísicos: por asegurarse una parcela de inmortalidad o por perpetuar algo tan estupendo como uno mismo. Lo triste es que tengo la sensación de que estas “razones” valen para la mayoría. Así pasa lo que pasa; luego los tratan como si fuesen fardos, se limitan a satisfacer sus necesidades y deseos más estúpidos y en ningún momento se preocupan de lo fundamental: su educación. La importancia de los primeros años cada vez me mayor: en la primera infancia se van a establecer las líneas básicas de la personalidad: después se matizarán, se concretarán, se perfilará un individuo en función de las mil contingencias de la existencia. Pero el substrato que va a condicionar el cómo se asimilen todas las experiencias posteriores, podríamos decir que el estilo vital, se da ahí, en esa primera fase de aprendizaje. Y, sorprendentemente, parece como si los padres intentasen, por todos los medios, hacer que el número de experiencias de sus hijos y la calidad de estas sea lo más limitado posible, como si intentasen premeditadamente transmitirles su propia mediocridad. Quizá sea un mecanismo de defensa de las viejas generaciones ante las nuevas: quizá la evolución ha permitido que los padres corten las alas de sus hijos para limitar un vuelo demasiado rápido y elevado. A lo peor es simple ignorancia.

Me he acordado de la sensación de ignorancia que me embargó al finalizar la carrera, de cómo descubrí consternado que no sabía nada de nada. Y de cómo había evitado preguntarme nada durante todos esos años. Es la excusa, la salida fácil, el dejar las cosas para luego, para cuando no esté uno tan ocupado. La educación debería, entre tantas cosas más, luchar por evitar que se eviten las preguntas. Acostumbrar al personal a una constante revisión de la propia vida, a un constante preguntarse por la viabilidad y el sentido de lo que uno está haciendo. No se trata de buscar certezas que no se pueden encontrar, pero sí de evitar vivir según las asunciones de otros. Lo que se ha hecho siempre no es necesariamente lo mejor. Si hay que asumir algo, que sea con toda la conciencia de la que seamos capaces.

Con el tiempo la gente tiende a fosilizarse, a perder flexibilidad mental, es decir, se “hace mayor”. Asume entonces un papel perfectamente perfilado y lo sigue punto por punto, siendo el caso que parece creérselo –si realmente se lo cree o no es un estado de conciencia que se escapa, de momento, a la observación-. Eso de hacerse mayor puede ocurrir en momentos de la vida completamente distintos en unas persona y en otras: los hay que parece que nacieron viejos mientras que otros alcanzan la “madurez” en plena juventud, pero la mayoría acceden a tal estado en la treintena, lo cual me hace pensar que este fenómeno pueda obedecer a algún tipo de mecanismo fisiológico. Hace tiempo leí que la perdida de la memoria se debe a que, de modo espontáneo, se sustituyen en las neuronas ciertos receptores de gran eficiencia por otros menos eficientes. Me pregunto si no será posible que llegado cierto momento el individuo pierda las capacidades necesarias para cambiar, para alterar sus preconcepciones, sus comportamientos y en general todos los mecanismos que hay detrás de la percepción y la evaluación de la realidad. Es evidente que, una vez superados los primeros años reproductivos, a la evolución le ha importado bastante poco que conservásemos una mente ágil y despierta. Incluso puede que, ahora que lo pienso, la madurez sea en conjunto una enfermedad.

O, mejor, un síndrome, siendo uno de sus síntomas... tener hijos.

jueves, 8 de octubre de 2009

Un poco de estética

Uno va y dice: “voy a revolucionar el arte” y decide que va a reducir el número de sus límites, que va a despreciar alguna de las restricciones que impone el canon hegemónico en ese momento. Coge alguna cosa de un basurero, lo coloca en una galería de arte y dice: "es una obra de arte". Y tiene razón, porque decidir que es una obra hace que sea una obra de arte. Perfecto. Hasta aquí. Pero entonces llegan los demás y en ese a veces muy destructor instinto simplificador que tienen los humanos dicen: todo el arte es así: lo único que hace que algo sea arte es la decisión del artista. De modo que lo mismo es el urinario de Duchamp que las Meninas de Velázquez. Son así los humanos.

Cierto es que el espectador siempre ha de poner algo de su parte: siempre ha de haber cierta complicidad con la obra artística: de alguna manera, debe fingir que se lo cree. Pero hay que reconocer que si la obra condensa cierto conjunto de características, esta complicidad será más fácil que si no. Yo, por ejemplo, me siento mucho más inclinado a creerme los trampantojos de Velázquez que el hiperrealista urinario de Duchamp. Yo soy así.

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Lo que ha marcado al siglo XX es el afán por la originalidad, por ser distinto, por romper. Esto, unido a un acceso a la información en permanente y extraordinario aumento y a una conciencia nunca vista anteriormente de las implicaciones de los propios actos (antes, el artista generaba signos; ahora, los busca) ha conducido a esta carrera de ismos que llega a su perversión completa con la postmodernidad. Y digo perversión porque en el fondo no han hecho más que inventar nuevos nombres para los viejos problemas: el fin de los grandes relatos, horizontalidad, deconstrucción, simulacros, lo dicho, una nueva jerga para hablar de lo de siempre, de la contradicción de la existencia, del absurdo, de la relación entre lenguaje y realidad, etc, etc, etc. (Es revelador el uso del prefijo post- en todos ellos: postestructuralismo, postmarxismo, postmodernismo).

Yo les pondría a todos estos a plantar berzas. Y no lo digo como castigo, sino como terapia. Me da la sensación de que valorarían de otra manera todos sus hallazgos teóricos si tuviesen de vez en cuando un contacto más físico con el mundo (el sexo tampoco es mala terapia, aunque para mentes filosóficas puede ser motivo de nuevos desvaríos).

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Se me ocurre que uno de los males de las artes plásticas es un exceso de literatura. ¿Qué sería de la mayoría de las instalaciones, obras de técnica mixta y collages que uno se puede encontrar por ahí si no estuviesen acompañadas de los correspondientes folletos y catálogos explicativos. La verdadera creación se encuentra en estas piezas de literatura fantástica en las que, como en un retrato en hueco, se habla de lo que no existe más que en la imaginación siempre generosa del lector.

Con esto no niego la validez y hasta la necesidad de cierta labor crítica, pero lo que ha ocurrido en el siglo XX es que el órgano ha creado la función. Un crítico necesita tener de qué hablar, un galerista necesita tener qué exponer, un teórico necesita algo para enseñar e investigar. Todos ellos necesitan obra nueva, corrientes nuevas, nuevo léxico, nuevos hallazgos. Lo demás es una cuestión de combinatoria: pongamos a cien mil humanos a mezclar colores, objetos, soportes y luego elijamos algo que parezca distinto a lo de antes. La justificación teórica, la génesis histórica, los aspectos psicoanalíticos, la red de influencias, de eso ya nos encargaremos los críticos. No hay problema (un caso excepcional es Tapies: él mismo se encarga de generar la basura verbal con la que dar contenido a su obra).

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Los textos de contraportada, o los trailers de las películas, incluso algunas recensiones no muy independientes, todas son formas de un nuevo arte. Un arte, eso sí, corrupto, y no solo porque su finalidad sea convencer al posible consumidor, lo cual es, en sí, sospechoso. Es, sobre todo, corrupto porque miente: nos hace creer que es un reflejo fiel, un epítome, un avance de lo que nos vamos a encontrar, cuando ni el autor, ni las técnicas utilizadas, ni la intencionalidad de la obra y su argumento de venta tienen nada que ver. Lo que están haciendo es vendernos nuestra propia capacidad de asombro, nuestra curiosidad, nuestra imaginación. Consiguen que imaginemos aquello que deseamos y después nos dicen que eso, precisamente eso que estamos imaginando, es lo que nos ofrecen. La verdad es que la idea es genial. Y perversa, porque cuanto mayores son las ganas de nuevas sensaciones artísticas, de nuevas experiencias intelectuales, los batacazos son mayores. Es la publicidad. El arte de la simulación, de la sugestión, el auténtico arte virtual.

La gran puta.

sábado, 3 de octubre de 2009

Personajes autorreferenciales

De niño abominaba de las canciones en las que se reconocía explícitamente que aquello era una canción. Veía algo completamente estúpido en aquella confesión de impostura. Para mí la ficción debía imitar la realidad lo mejor posible, y la autorreferencia se cargaba por completo la ilusión. Vamos, que estaba dispuesto a aceptar cómplicemente la farsa siempre y cuando la farsa se esforzase lo más posible en no parecerlo.

Algo parecido me pasa con la vida misma. Para poder funcionar, para poder vivir cada día damos por buenas una serie de asunciones que se concretan en reglas morales y sociales, en ciertos consensos implícitos. Sin embargo, en el momento en que me asalta la certeza de su convencionalidad, todo se esfuma.

Para la mayoría esto no es un problema, pues olvida el carácter convencional de casi todo lo que hacemos y aceptamos. Muchos incluso cierran el círculo imponiendo a la realidad lo que de ella emanó como simple modelo provisional. Este olvido de lo provisional es la raíz de la vejez y de la guerra.

Del informe caos inicial y después de una estupenda secuencia de azares, un grumo de materia adquiere cierta forma y da lugar a uno de nosotros. No somos más que eso, una forma provisional, un poco de orden que durante un instante se hace preguntas. En resumen, un préstamo de la nada. Cuando reconocemos esto, cuando nos hacemos conscientes de que el préstamo hay que devolverlo, la ilusión de absoluto, de ser, se desvanece: el reconocimiento de la propia naturaleza hace añicos la farsa.

Mucho se habla de la contradicción de la existencia. Pero la contradicción surge solo si olvidamos el carácter hipotético de nuestros modelos vitales. La contradicción está en la autorreferencia, está en el personaje buscando a su autor. ¿Absurdo? No: olvido. Aquellos seis personajes tenían autor, claro que sí. Se llamaba Pirandello. Nuestras morales, religiones, estructuras sociales, todo tiene autor: el hombre.

Si nos quedamos en el mundo de la ética, de lo práctico, de la vida, vale. Pero si queremos pasar a lo absoluto, al mundo de las esencias, el discurso debe dar el salto y olvidarse de casi todo.

Basta olvidar las palabras para que el absurdo desaparezca.