sábado, 25 de julio de 2009

Mediocridad

La campana de Gauss nos condena a la mediocridad. De hecho, viene a decir que es esencial. Sea cual sea el rasgo de la actividad mental humana que midamos, sea conocimiento científico, interés por la cultura, preocupación por el devenir del mundo, afán de saber, o, simplemente, ganas de entender lo que ocurre, si expresamos los datos obtenidos en una gráfica obtendremos la campana de Gauss. Dicha curva nos dice que la inmensa mayoría se va a mover en la zona central, y que solo unos pocos van a destacar por poco o por mucho.


Sin embargo, no es la misma mediocridad la de una masa embrutecida que la de una con un cierto barniz de civilización. No es lo mismo la mediocridad de una sociedad con grandes desigualdades que la de una sociedad en la que la educación está al alcance de todos. Siempre habrá diferencias entre los mediocres, aquellos que habitan la parte ancha de la gaussiana, y aquellos que se salen de la media. Pero la diferencia entre unos y otros puede ser mayor o menor.

Nos quejamos en las sociedades desarrolladas del desinterés de la gente por la cultura, de la proliferación de programas basura en televisión, del desprecio que se muestra en general por el conocimiento. Sí, son asuntos preocupantes, pero cuando se tratan parece a veces como si, quien lo hace, estuviese pensando en alguna otra época en la que las cosas fueron mejores. Tal pensamiento es un error: esa época no ha existido. Nunca se ha leído tanto cómo se lee ahora. Nunca la gente ha asistido tanto a exposiciones y museos. Nunca la gente ha llenado tanto los teatros. ¿Entonces? Pues ocurre que la mediocridad sigue existiendo, pero que muchos de esos mediocres ahora leen, aunque sea en el metro, y asisten a exposiciones, aunque no sepan muy bien lo que están viendo. Y los otros, los que no se consideran mediocres, se encuentran codo a codo con ellos, y se ofenden de su falta de conocimiento, de lo vulgar de su gusto, y hasta de sus malas maneras, pues ni saben que en los conciertos de clásica no se aplaude hasta el final de la obra. Los ven como advenedizos.

La cuestión es que ahora están ahí. Están presentes. Y no solo eso, sino que con su poder adquisitivo, influyen sobre la oferta, de modo que hoy día, la mayor parte de la oferta cultural es mediocre. Pero es que no podría ser de otra manera, por una sencilla y democrática razón: son más.

Pero esto no es ningún problema. A mí no me ofende que en un teatro se represente Mamma Mia en vez de una tragedia griega o una de Shakespeare. A mí no me ofende que Ruiz Zafón venda sus libros a millones. Lo preocupante sería que solo pudiésemos ver Mamma Mia o leer a Zafón.

Las posturas elitistas no son solo intransigentes sino profundamente erróneas. Por un lado debería de estar claro que cada uno tiene derecha a divertirse como le de la gana. Por otro, hay que entender que las causas sociales que han llevado a unos a ser como son no se diferencian de las que han llevado a los otros a ser como son. Quiero decir que creemos tan ciegamente en nuestra individualidad que no pensamos que somos producto de un sistema. Sea cual sea nuestra posición en la campana de Gauss, formamos parte de esa particular distribución del conocimiento. Pensar que somos como queremos ser es un presunción difícil de sostener.

Hay cierta contradicción en esto de pensar que el mundo es una mierda cuando resulta que estamos nosotros en él. Quiero decir que, a poco razonable que sea uno, tendrá que admitir que no es un ser único, que hay otros como uno mismo, aunque no sean más que esos con los que comparte quejas. Están también aquellos que solo conocemos en estado larvario pero que ya prometen todo un futuro de incomprensión. Tenemos, además, todos esos que conocemos por sus obras y que no solo nos proporcionan inteligencia y placer, sino que hasta parecen unos aceptables seres humanos. Y, por supuesto, esta toda esa maravillosa gente que no conocemos.
Entendido esto, la postura razonable debería ser profundizar las relaciones con los conocidos, ayudar a las crías de la especie, investigar más a los grandes y buscar a los desconocidos. Lo que no tiene ningún sentido es esa postura condescendiente de “uf, qué poco me gusta el mundo”. Salvo, naturalmente, que uno se considere absolutamente único.

Los humanos podemos sentirnos islas en muchas ocasiones. Es algo que propicia precisamente la extraordinaria abundancia de oportunidades y alternativas que se nos ofrecen: gracias a ellas podemos vivir de modos distintos a como vivieron nuestros predecesores o a como vive la gente que nos rodea. Pero eso nos puede convertir en islas, en especial si nos salimos de la media, sea en el sentido que sea, por listo o de puro friki.

Pero ser un friki no es preocupante. Lo preocupante es utilizar la propia rareza como excusa para no sentirse concernido por el mundo. Ser raro no significa no pertenecer al sistema, aunque el poder suela empeñarse en convencernos de ello. Para el poder el raro es una molestia, algo que estropea las estadísticas y la foto. Pero no hay que caer en la trampa del burócrata y convertirse en un rebelde sin causa. A fin de cuentas, hay causas a montones, empezando por la de reivindicar la propia rareza.

Las islas, a fin de cuentas, suelen formar archipiélagos.

domingo, 12 de julio de 2009

Sobre lo apolíneo y lo dionisiaco

José Carlos Molina, compositor, flautista, alma de Ñu y tipo nada modesto, le llama “Dios”. Para los ateos recalcitrantes, personajes como este parecen llenar la necesidad genética de héroes, los precursores de los dioses según contó Thomas Carlyle. A día de hoy, Ian Anderson es un señor mayor que, sin embargo, sigue levantando al personal cada vez que interpreta Aqualung o Locomotive Breath. Le vi de nuevo hace menos de un año en las fiestas de Alcorcón y fue espectacular verle a él, a la banda, allí estaba, como siempre perfecto, el viejo Martin Barre, y a miles de jóvenes botar al son de aquel grupo de ancianos increíbles.

Sin embargo, Anderson ha perdido. Pero no por viejo. Tampoco por músico: hoy posiblemente lo sea mejor que antes. La cosa es que hoy es apolíneo, y entonces era dionisiaco. No tengo hoy el día para teorías, así que resumiré rápidamente: lo apolíneo es lo medido, lo perfecto, lo preciso, mientras que lo dionisiaco es el desparrame, el exceso, el descontrol. No voy a decantarme por ninguna de las dos posturas, y ello por dos razones: la primera, porque siendo de vocación dionisiaca, soy apolíneo de formación. La segunda, porque pienso que la belleza que hemos sido capaces de aportar al mundo los humanos proviene de la tensión existente entre ambos extremos, entre al polo apolíneo y el polo dionisiaco de esta especie nuestra.

Pero... algo no va bien. El equilibrio se ha roto. Este mundo de hoy no es que sea muy apolíneo, pero lo que no es en absoluto es dionisiaco. Porque el ser dionisiaco no consiste en alcanzar rápidamente el estado de embriaguez. No consiste en perder el control o el sentido. Consiste, por el contrario, en traer a la palestra fuerzas que de diario mantenemos bajo control pero en las que reside buena parte de nuestra capacidad de creación. No voy a defender las drogas o el alcohol, no se trata de eso. Lo único que quiero decir es que, quitando alguna jamsession de jazzeros, no he vuelto a ver una interpretación con la intensidad de la que se puede ver en el siguiente vídeo. Que el tema se titule My God no es ninguna casualidad. Otro día quizá teorice acerca de este asunto, pero hoy me voy a limitar a mostrar.

Señoras y señores, ladys and gentlemente, con ustedes, en estado de gracia, Dios:


jueves, 9 de julio de 2009

Una enumeración cósmica

Es curioso: Borges parece hablar siempre de las mismas cosas, como si fuesen los suyos dos o tres temas. De hecho, en el prólogo a su Elogio de la sombra, escribió: “A los espejos, laberintos y espadas que ya prevé mi resignado lector se han agregado dos temas nuevos: la vejez y la ética”. Sin embargo, si uno elabora así a vuelapluma, y sin ánimo exhaustivo, una lista de ellos se encuentra con: la muerte, los laberintos, los espejos, la espada, el puñal, sus antepasados, el otro, los libros, Buenos Aires, la literatura, los sajones, los griegos, el infinito, su ceguera, el tiempo, Heráclito, las palabras, la repetición, los efectos y las causas, la rosa, el tigre, las metáforas, Poe, las bibliotecas, las enumeraciones, el suicidio, la razón, el azar, la memoria, la vejez, el olvido, Shakespeare, los arquetipos, el arrabal...

Escribió acerca de la enumeración caótica que “debe parecer un caos, un desorden y ser íntimamente un cosmos, un orden”. Da la sensación de que toda su obra es precisamente eso, un aparente caos que nos brinda un asombroso cosmos. Esa es su magia: convertir lo confuso en un “álgebra, un palacio de precisos cristales”. Tras adentrase en su poesía surge la sospecha de si quedó algo fuera.


PD: ahora que lo pienso, mil veces mejor que mi enumeración, una suya:

Las causas

Los ponientes y las generaciones.
Los días y ninguno fue el primero.
La frescura del agua en la garganta
de Adán. El ordenado Paraíso.
El ojo descifrando la tiniebla.
El amor de los lobos en el alba.
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
La luna que miraban los caldeos.
Las arenas innúmeras del Ganges.
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
Las manzanas de oro de las islas.
Los pasos del errante laberinto.
El infinito lienzo de Penélope.
El tiempo circular de los estoicos.
La moneda en la boca del que ha muerto.
El peso de la espada en la balanza.
Cada gota de agua en la clepsidra.
Las águilas, los fastos, las legiones.
César en la mañana de Farsalia.
La sombra de las cruces en la tierra.
El ajedrez y el álgebra del persa.
Los rastros de las largas migraciones.
La conquista de reinos por la espada.
La brújula incesante. El mar abierto.
El eco del reloj en la memoria.
El rey ajusticiado por el hacha.
El polvo incalculable que fue ejércitos.
La voz del ruiseñor en Dinamarca.
La escrupulosa línea del calígrafo.
El rostro del suicida en el espejo.
El naipe del tahúr. El oro ávido.
Las formas de la nube en el desierto.
Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.

Jorge Luis Borges, Historia de la noche (1977)

martes, 7 de julio de 2009

¿Invención o descubrimiento?

Llevo varios días dándole vueltas al tema de si la matemática es invención o descubrimiento. Entiendo que asuntos así para la mayoría son de un interés nulo. Sin embargo, son importantes. Y lo son no por lo que nos puedan aportar acerca de la comprensión del cosmos, que puede ser mucho, sino porque de la respuesta depende la mismísima interpretación política de la realidad.

Sí, he dicho política, y es que, por mucho que nos moleste, todo es política, hasta las matemáticas, hasta las mismísimas matemáticas. Me hace mucha gracia cuando algunos padres se quejan de que algunos profesores aleccionan a sus alumnos. Suelen ser profesores de filosofía, o de historia, o de literatura los que reciben estos ataques. Pero nunca los de matemáticas. Y ¿por qué? Porque la mayoría piensa que la matemática es fría, objetiva, neutra y, sobre todo, verdad. Pero no es así.

Hay muchas interpretaciones filosóficas acerca de la matemática, pero voy a centrarme en las dos visiones que importan para mi argumento. Una de ellas es la visión platónica: según esta, la matemática consiste en descubrir, es decir, des-cubrir algo que estaba oculto pero que existía previamente. Según esta interpretación del quehacer matemático, acuñar un concepto, u obtener un teorema, consiste en acceder a un mundo ideal en el que las entidades matemáticas tienen existencia propia e independiente y donde, tras echarle un vistazo a la criatura arquetípica, podemos rescribirla en términos humanos. Mirar el cielo, vamos.

La visión contrapuesta es la que considera que las matemáticas son una creación humana, como lo es el lenguaje. Desde este punto de vista, los objetos matemáticos serían abstracciones, constructor mentales que manipularíamos mediante reglas obtenidas por el mismo procedimiento. Es decir, una invención, con todo lo que eso tiene de relativismo cultural.

Las consecuencias de aceptar una u otra opción son evidentes: la primera es profundamente mística, pues acepta la existencia de un mundo etéreo habitado de esencias y hace de menos este mundo material que transitamos al convertirlo en burda copia del modelo perfecto.

La segunda es, por el contrario, profundamente materialista: sitúa la matemática en el cerebro humano, y la hace un producto cultural más, no menos dependiente de las contingencias de la historia que la literatura o el arte.

Los teoremas son los mismos. Pero no la forma de contarlos. Habrá quienes, al explicar los números o el cálculo diferencial, transmitan a la vez su creencia en un mundo superior y perfecto. Otros, por el contrario, al explicar los axiomas de la geometría, deslizaran su opinión de que se trata de productos culturales. Muchas veces será inconscientemente, pero eso no evitará que las puras y límpidas matemáticas sean un vehículo de adoctrinamiento cultural y político.

No he contestado a la cuestión inicial: las matemáticas, ¿son invención o descubrimiento? Quizá otro día lo explique, pero ahora me limitaré a enunciar mis conclusiones: mientras que la ciencia descubre y la tecnología inventa, la matemática explicita.