miércoles, 10 de junio de 2009

Europa

Hace un par de domingos asistí a mi cuarta novena. La primera, hace catorce temporadas, me asombró: solo al oír y ver en directo la entrada del bajo al comienzo del quinto movimiento, comprendí que se trata del canto de un individuo solo frente al mundo. Sin embargo, pese a su soledad, no es un individuo acobardado o mendicante el que toma la palabra, sino un tipo orgulloso de lo que es y de lo que sabe. Y con ese orgullo anima a sus congéneres, a sus pares, a abandonar los cánticos de tristeza y entonar la canción de la alegría.

La segunda fue de trámite, sin brío, apenas un sucedáneo: estas cosas pasan.

Mi tercera novena tuvo el aliciente de ocurrir en el Philharmoniker de Berlín: allí, desde lo alto de una de sus terrazas, en el antro del mismísimo Karajan, aprendí como mueve Beethoven las masas instrumentales: como si olas sonoras fuesen dando vida a violines, violas, violonchelos y contrabajos, los distintas cuerdas van recogiendo y entonando la perturbación que viaja a través de ellas animada por los gestos del director: la sensación de que un soplo vital y regenerador está recorriendo el escenario es espectacular.

Mi cuarta novena, como ya ha dicho, ocurrió hace unos días. Esta vez fue el coro el que llamó mi atención. En muchas obras podemos disfrutar de intenso momentos de apoteosis. Pero solo el quinto movimiento de la novena de Beethoven se atreve a hacernos subir y bajar una vez, y otra, y otra, y a utilizar la orquesta para coger carrerilla, para situar nuestro ánimo en una calma tensa antes de acelerarnos y arrojarnos sin piedad a ese orgasmo coral y reiterativo que habla de vino, de amor, de amistad y de armonía universal...

En los casi doscientas años que han pasado desde su estreno han ocurrido muchas cosas en Europa. Una de ellas, que podría resultar esperanzadora, es que los dirigentes europeos, unidos después de siglos de guerras, dos mundiales incluidas, eligieron precisamente esta música como himno.

Pero la esperanza es vana. Si eligieron esta obra seguramente fue porque, tras muchos cálculos y componendas, encontraron que coincidía con los diversos equilibrios que eran necesario satisfacer: siendo alemán, Beethoven fue de los más afrancesados. Siendo el texto panteísta, menciona explícitamente a un dios creador. Siendo compleja, es una obra asequible. Siendo musical, es literaria.

Esta es la Europa de hoy. No un lugar de acuerdos, sino de equilibrios. Un lugar donde los poderes negocian, lo cual no es malo, si se logran acuerdos. Pero no es lo mismo acordar que pactar. Y en Europa se pacta. Por eso entendemos tan poco de lo que ocurre en ella. Porque nadie nos dice: los jefes han acordado que a partir de hoy vamos a ser más libres, o más cultos, o más fuertes. No. Cada vez que cierran una negociación el resultado se plasma en un grueso volumen repleto de cláusulas, considerandos y excepciones.

A los ciudadanos nos gustan las constituciones. Esa sencillez suya tan básica que expone los derechos de todos excita al más escéptico. Esos encabezados maximalistas de sus artículos por los que “todos” disfrutan de no sé qué derecho, o deberes, que también hay, son uno de los hallazgos retóricos de la humanidad. Todos sabemos que son meras declaraciones de intenciones, hermosas desideratas. Pero ver escrita la utopía en papel oficial siempre levanta el ánimo.

Sabiendo esto, ¿han escrito nuestros líderes una constitución de la que podamos sentirnos orgullosos? Pues no: a lo más que han llegado es a escribir un grueso contrato lleno de cláusulas, considerandos y excepciones.

La gente no se siente europea. Ni siquiera mueve el culo para votar a sus dirigentes. Pero es normal. Yo me puedo sentir europeo porque soy un pedante que se emociona con Veermer y Hume y Beethoven y Sciascia, pero la gente lo único que sabe es que todos esos otros hablan una lengua que no es la suya. Y que no tiene ni idea de qué se vota en las elecciones europeas.

Y es así: importa la cosa de la tribu, y la cosa del jefe. Europa ni es una tribu ni tiene jefe. Eso sí: tiene un himno espectacular.

Lástima que no me gusten los himnos.

1 comentario:

  1. Pues yo lamento decirlo, soy de las que no muevo el culo ni me siento europea, ni siquiera llego a sentirme española. Realmente no me siento de ningún sitio y de todos a la vez. Lo que no quita para que a mi también me emocione Veermer y Beethoven e incluso a veces Hume, al señor Sciascia no le conozco. La política me parece una auténtica farsa donde realmente a los dirigentes les importa bastante poco el bienestar de nadie y donde como bien dices tan solo se realizan pactos que benefician no sé muy bien a quién.

    Por otra parte, la novena es una joya ninguneada por muchos lo que la convierte en muchos casos en la horterada del siglo. Y de la que recuerdo precisamente esa sensación de ponerse los pelos de punta al escuchar el coro.

    Todo un lujazo tu experiencia de Berlín.

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