martes, 28 de abril de 2009

El dinero

Si algo hace del mundo un sistema unidimensional es el dinero: al permitir comparar cualquier par de cosas según su valor monetario, los bienes y servicios más dispares se convierten en peldaños de una escala graduada en unidades monetarias.

Cuando el trueque era la base del comercio, el intercambio de mercancías era un arte que obligaba a reflexionar sobre el valor de lo que se tenía y de lo que se deseaba. Había que darle muchas vueltas a un montón de variables: funcionalidad, efectividad, durabilidad... Hoy no son necesarias tales reflexiones, porque vienen dadas: lo que se posee tiene un precio de mercado, y lo que se desea, también.

A esta doble función del dinero, que sirve de medio de cambio y de unidad de cuenta, se le une una tercera: es un depósito de valor. Si uno se dedica a criar ganado y vive en una sociedad de trueque, la mejor forma que tiene de ahorrar es tener la mayor cantidad de cabezas de ganado posible. Pero esto es costoso y peligroso: costoso porque hay que alimentar a los animales, y peligroso porque puede venir una epidemia y matarlos a todos.

Con el dinero este problema se resuelve: uno guarda el dinero conseguido en una caja y ya está. Además, cuando uno acude al mercado en busca de telas, o herramientas, o desea simplemente disfrutar de una buena comida, no tiene por qué cargar con su ganado para cambiarlo por lo que desea tras largas conversaciones: lleva su dinero, paga, y listo.

Sí, el dinero es uno de los inventos más extraordinarios de la humanidad. Pero nos ha hecho unidimensionales.

Se ha escrito mucho acerca de cómo las sociedades modernas han hecho del dinero el nuevo dios. Pero no estoy de acuerdo. La gente no es tan imbécil. La gente no le reza al dinero: la gente quiere dinero. La gente no sueña con bañarse en dinero como el tío Gilito: la gente quiere dinero para gastarlo, para disfrutar y, sobre todo, para demostrar con ello a los demás que ha triunfado y darle en los morros al vecino, al cuñado y al jefe.

El deseo de estatus es universal: todo el mundo (sí, todo el mundo) desea prestigio. En un ámbito u otro, cada uno quiere ocupar una buena posición en el entramado social. La razón subyacente es, aunque sea inconsciente, la reproducción: si hay un instinto básico es este, y aunque a veces pensemos que hemos superado nuestros instintos, muchos comportamientos siguen estando guiados por esa necesidad básica de gustar y, con ello, poder optar al mejor apareamiento posible. Que no se lleve a cabo no tiene nada que ver: los cuerpos hermosos gustan con independencia de que uno piense cruzar sus propios genes con ellos.

La cuestión es que los humanos, al inventar el dinero, hemos conseguido simplificar el problema al máximo. Entre otras especies se dan complejísimos protocolos de apareamiento en los cuales cada candidato a poner la semillita debe demostrar de lo que es capaz. Esto implica realizar toda una serie de pruebas que muestren las destrezas y cualidades de cada contendiente.

Los humanos, en nuestra infinita inteligencia, lo hemos reducido todo a una sola variable. Da igual todo lo demás: si uno tiene dinero, ya lo ha demostrado todo.

Ahora es cuando la gente dice: “yo no soy así”. Ya, ya lo sé: no todo el mundo es así. Pero me gustaría que el lector pensase por un momento con quién se acabó la chica guapa de clase. O, en términos sociales, con quien se juntan las chicas esas de piernas larguísimas que desfilan por las pasarelas: ¿con doctores del consejo superior de investigaciones científicas? No, por lo general, no.

A lo que voy es que el dinero, al hacer de todo mercancía comparable, ha cosificado el mundo y, como consecuencia, nos ha cosificado a las personas que formamos parte de ese mundo. Si todo se hubiese quedado en el tráfico de mercancías inanimadas no hubiese sido tan terrible, pero en el momento en el que todos, de una manera u otra, somos mercancías (por ser fuerza de trabajo, o cuerpos, o consumidores) hacer del mundo una cuestión de moneda se ha convertido en un problema, posiblemente en el problema.

Por qué pasa esto es obvio y lo he explicado al principio: la mayor ventaja del dinero es que, al ser unidad de cuenta, permite compararlo todo, y para una especie como la nuestra tan necesitada de comparaciones, eso es algo genial.

La pega también es obvia: todos los valores que no sean fácilmente mensurables en términos monetarios tienen toda las de perder.

Mis alumnos, cuando se enteran de que tengo una página web propia, me miran con interés y hasta con admiración. Cuando se enteran de que no gano un euro con ella (porque me lo preguntan) pierden buena parte del interés. De hecho, muchos de ellos me consideran más marciano de lo que ya creían previamente.

lunes, 20 de abril de 2009

Bipartidismo y dinámica unidimensional

El bipartidismo y, en concreto, esa tendencia de los partidos mayoritarios a coincidir en sus políticas, es el resultado de una dinámica unidimensional. Me explico:

Desde que en los Estados Generales de la Francia de 1789 los defensores del poder monárquico se sentaron a la derecha y los revolucionarios a la izquierda, estamos acostumbrados a calificar a los partidos políticos como de derechas o de izquierdas, y a graduar esta calificación según lo más o menos extremo de sus propuestas. Esto implica una visión unidimensional de la política, pues podríamos colocar a las distintas agrupaciones a lo largos de una recta (objeto geométrico de una dimensión) según su grado de “derechez” o de “izquierdez”.

Esta forma de ver la política tiene una consecuencia inevitable: los partidos con posibilidades de formar gobierno tenderán a parecerse cada vez más porque todos ellos tenderán a ocupar más y más la posición central.

Para mayor claridad, vamos a reducir la cuestión a la economía: si se hiciese una encuesta entre la población acerca de en qué grado debería de intervenir el Estado en la economía y le pidiésemos al personal que graduase su opinión según una escala que fuese del cero (no intervención en absoluto) al 10 (intervención total), los datos obtenidos darían lugar a una cierta distribución (gaussiana, sin lugar a dudas) en la que lo de menos sería la media obtenida (cinco, tres, siete), siendo lo importante que alrededor de esa media, y en un intervalo más o menos amplio, se agruparía la mayoría de la gente. ¿Qué por qué? Pues porque quitando periodos particularmente revolucionarios, la gente tiende de modo natural a la mediocridad.

Supongamos que la media fuese cinco, signifique eso lo que signifique en términos económicos reales. Está claro que allí están los votos. Da igual que previamente el partido mayoritario de la derecha defendiese posturas entre el uno y el dos y el de izquierdas entre el siete y el ocho: según vean dónde está el nicho de voto se irán a por él, y esto por dos razones: una, porque en las cercanías del cinco hay muchos votos. Y la otra, porque esos votos valen doble. Pensemos en la izquierda (para la derecha es lo mismo pero al revés): un partido de centro izquierda, a la hora de diseñar su campaña electoral, tiene dos frentes a los que mirar (recuerdo que estamos en un sistema unidimensional, en una recta): su derecha (el centro) y su izquierda (la izquierda-izquierda). Aunque intentarán contentar a ambos frentes, en caso de que la cosa se ponga difícil acabarán optando por el voto de centro-izquierda y abandonando al de izquierda-izquierda. La razón es la siguiente: si por derivar al centro pierden al voto de izquierda-izquierda, este no se perderá del todo, porque irá a parar a un partido que, colocado lejos del centro y, por tanto sin opciones de alcanzar el poder, en caso de tener que apoyar a alguien apoyará antes al partido de centro-izquierda que al de centro-derecha. Sin embargo, el voto de centro es crucial, porque si lo pierde por derivar más a la izquierda-izquierda puede que ese voto se vaya al partido oponente, y allí sí que le hace daño, porque lo pierden ellos y lo gana el competidor directo por el poder real.

A partir de aquí la dinámica es evidente: cada vez que un partido siente el atractivo de sus extremos, las posiciones centrales abandonadas son tomadas rápidamente por la competencia, lo que convierte el juego democrático en una lucha despiadada por ser cada vez más iguales aunque pareciendo distintos, en un proceso muy parecido al que los economistas llaman competencia monopolística, consiste en convencer al consumidor que su detergente es distinto, siendo todos iguales.

¿Y? Pues nada, que estaría muy bien si la política fuese unidimensional, pero es que no lo es. La política tiene que ver con la economía, claro, pero también con la educación, la religión, la cultura, la política exterior, el deporte, la ética y mil cosas más. A alguien, por ejemplo un servidor, le repugna el sistema económico capitalista, pero no puede entender la política educativa de la izquierda ni ese café aguado para todos que llevan defendiendo décadas. Uno puede estar de acuerdo con el estado social, pero no compartir el igualitarismo por decreto. Una política rica en soluciones debería dar lugar a sistemas multidimensionales en los que la búsqueda desesperada del voto no provocase ese apiñamiento en posiciones mediocres y necesariamente conservadoras.

En varios de estos textos he hablado de la necesidad de inventar nuevas soluciones, y sin duda un primer paso para esas nuevas soluciones es salirse de la recta y navegar por mundos conceptuales más ricos. Outsider es de la opinión de que ya existen pero que se impide que salgan a la luz. Hoy ando pesimista y me inclino a pensar que es así. El día que me convenza del todo cerraré este blog.

Nota: la idea central de la dinámica bipartidista aparece expuesta en el libro de Cohen y Stewart The collapse of chaos. Impresionante.

domingo, 12 de abril de 2009

El culto de la mano invisible

En la vieja Florencia, cuando un tipo era el responsable de una bancarrota, le exponían bajo la loggia del mercado nuevo para escarnio público. Que hiciesen esto los florentinos, inventores del papel moneda, de los bancos y, con ello, de los fundamentos del sistema capitalista, debería de servir de ejemplo a tanto aprendiz neoliberal como hoy anda suelto.

Pero esto es lo de menos: a estas alturas, que los estúpidos pijos que se han cargado el sistema económico mundial no pidan disculpas me trae sin cuidado: me gustaría que alguien les metiese en la cárcel y después tirase la llave al río, pero solo por darnos el gusto de verlos jodidos, y no porque tal escarmiento vaya a servir de nada.

Los que me preocupan son los teóricos, y los políticos que se apoyan en tales teóricos. Me explico.

El marxismo resultó un fracaso. Es difícil no estar de acuerdo porque es un hecho.

El liberalismo también lo ha sido, y no una, sino varias veces, demostrándose en cada ocasión que lo de la autorregulación del mercado es una gilipollez. Sin embargo, los mismos que babean de placer cuando critican al marxismo, son incapaces de entonar el mea culpa capitalista y reconocer que su juguete tampoco funciona. La prueba de que no funciona es que se ha roto. Otra vez.

¿Por qué les es tan fácil aceptar un fracaso y no el otro? ¿Por qué no llevamos a la plaza del mercado a todos los que se han equivocado e intentamos crear modelos nuevos, más eficientes?
El otro día leí la explicación en un periódico [*]: los defensores del liberalismo económico (que no del liberalismo en todo lo demás, hasta ahí podíamos llegar) son creyentes: tienen fe.
De los marxistas ya lo sabíamos: ellos, los fieles, tenían sus profetas (Marx y Engels); sus textos sagrados (El manifiesto comunista, El capital), y su paraíso (la futura utopía de la sociedad sin clases).

Lo que no se dice, o no se dice lo suficiente, es que el liberalismo también es una fe. Los fieles de esta creencia aceptan como si de una verdad incontestable se tratase que los mercados son capaces de autorregularse como si una “mano invisible” se preocupase de organizar la codicia individual para general el bien común. Que es un cuento de hadas es obvio. Y que ha fallado estrepitosamente más de una vez y de dos también. Pero sus fieles siempre encuentran excusas y culpables con los que dejar su creencia inmaculada.

Lo sorprendente es que haya tanta gente empeñada en negar que el fracaso del capitalismo sea parejo al del comunismo. Si me limitase a mencionar a los ricos sería una verdad de Perogrullo. Por eso voy a añadir también a la izquierda que, quizá acomplejada, o quizá demasiado acostumbrada a manejarse en el libre mercado, se ha olvidado que la libertad significa algo más que libre circulación de mercancías.

Sí, esto es lo sorprendente. Lo peor, sin embargo, es que tan pocos reconozcan que tanto el capitalismo como el comunismo son pobres aproximaciones a una realidad que se muestra siempre esquiva y más compleja que nuestros insuficientes modelos.

Lo triste es que andamos como siempre: salvo cuatro, no parece que exista un interés generalizado por hacer el mundo mejor, sino por tener razón. Los dirigentes del mundo andan más preocupados por demostrar su sagacidad que en descubrir las causas de sus errores. No se trata de encontrar la verdad, o una buena aproximación, sino de mostrar que el otro está equivocado. En resumidas cuentas, pretenden ganar.

Y cuando alguien quiere ganar, perdemos todos.

[*] Alain Garrigou, Les prophètes ne se trompent jamais, Le Monde diplomatique, Avril 2009.

viernes, 3 de abril de 2009

Un problema sencillo

Llevo unos días dándole vueltas a un problemas de 2º de la ESO. Cuando se lo puse a mis alumnos pensé que podría resolverse sin demasiadas complicaciones. Difícil para ellos, pero asequible, pensé, al menos para algunos. Pero no, no lo era. Sorprendido de no encontrar ninguna forma de resolverlo que solo hiciese uso de herramientas elementales, me fui al libro del profesor para descubrir que la solución brindada no solo era bastante compleja, sino que era incorrecta.

Así que le he dedicado unas buenas horas a escribir al ordenador una resolución del problema que fuese lo más asequible posible, disminuyendo todo lo que he podido las complejidades de cálculo para que no introdujesen mayor confusión en la parte conceptual, de por sí liosa, y con un buen número de gráficos que mostrasen las figuras y datos intermedios utilizados: ya que se lo había puesto, quería que viesen una solución y, de paso, que no todos los problemas tienen soluciones sencillas.

Lo interesante del asunto es que mis cálculos en ningún momento me han llegado a convencer. Estaba quedando bien, creo que comprensible incluso para ellos, y desde luego mejor que la del libro. Sin embargo...

Hoy he dado por terminado el asunto. Contemplando mi obra, dos folios de apretados cálculos, me he puesto a pensar en alguna forma de comprobar ya no la argumentación, sino el propio resultado final. Liberado de la obligación de resolver el problema como si fuese un alumno de 2º de la ESO, he obtenido rápidamente la solución utilizando integrales (es un problema de áreas), y he comprobado con satisfacción que coincidía exactamente con la obtenida por el otro método.

Eso sí: también he sentido esa sutil insatisfacción que produce a veces el cálculo: siendo una herramienta poderosísima, nos hurta muchas veces del conocimiento del objeto de observación. En este caso concreto, tras horas de darle vueltas a la figura, he aprendido muchas cosas de todo lo que oculta, he tomado conciencia de algunas de las relaciones implícitas que se dan entre algunas de las figuras invisibles que subyacen al dibujo. He llegado a conocer la figura. Sin embargo, el cálculo no proporciona eso. Uno aplica unas reglas, obtiene la solución, y a otra cosa. Y es que a veces tenía razón aquel que decía que la matemática tiene por objetivo impedir el pensamiento racional.

De todas formas, lo más curioso ha venido después: tras comprobar la solución y escribirla cuidadosamente en el documento que estaba preparando para mis alumnos, he seguido dándole vueltas al dibujo. Es como si aquello no estuviese terminado. De hecho, me he puesto a analizarlo como si me enfrentase a él por primera vez. Dos minutos después, no más, he encontrado una solución sencilla y elegante que resuelve el asunto en apenas cuatro líneas.



miércoles, 1 de abril de 2009

Immaculate Fools

Pasé la adolescencia andorreando por San Blas, un barrio obrero, al menos por aquel entonces, de Madrid. Eran aquellos tiempos en los que todavía se compraban discos. Nuestros héroes, porque, más allá de lo musical, para nosotros eran eso, héroes, tenían por nombres King Crimson, Led Zeppelín, Jethro Tull, Yes, Deep Purple, Génesis, Tangerine Dream, Mike Oldfield...

Estoy hablando de mediados de los años setenta del pasado siglo, que es cuando uno ingresó en la adolescencia. Pese a lo patético de aquella época en España, nos sentíamos bien: lo de atrás era una mierda, pero el futuro tenía mejor pinta, más que nada porque era nuestro. Hasta en este país, poco dado a lo musical (salvo alguna que otra casposa manifestación popular), surgían grupos interesantes, innovadores, progresivos: Ñu, Leño, Asfalto, Iceberg, Cucharada...

Entonces llegó el punk. Al mismo tiempo que las grandes bandas progresivas alcanzaban sus más altas cotas de calidad, otra corriente, regresiva y crítica, afloraba. El punk apareció como un grito de queja, y muchos los disfrutamos por ello, pero supuso el fin.

¿El fin? Pues sí, el fin del progreso de la música popular. A partir de finales del siglo xix y principios del xx la música clásica se había alejado de los gustos populares. La complejidad de las nuevas composiciones se hizo tan grande que la tónica habitual, consistente en que las melodías de las grandes composiciones acabasen siendo tarareadas por la gente menos formada musicalmente, se truncó. La música clásica, también llamada por ello culta, se convirtió en juguete exclusivo de clases acomodadas, que eran las únicas con la suficiente formación como para entender las nuevas composiciones.

En paralelo a este proceso, la música popular se había ido nutriendo de otras fuentes que introdujeron grandes novedades en los gustos de la gente. Uno de los elementos más revolucionarios fue el rock and roll. Este nuevo ritmo, derivado de las músicas que los esclavos africanos llevaron a Norteamérica, abrió una nueva línea de progreso musical. Con lo de progreso quiero decir que a partir de las primeras composiciones, tremendamente rítmicas, surgió la necesidad por parte de los músicos de explorar nuevos campos, nuevas instrumentaciones, nuevas armonías. Y el rock empezó a progresar. Y entonces llegaron The Beatles. Los de Liverpool, más allá de sus bonitas melodías, lograron algo espectacular: romper las pocas normas que quedaban y permitir el afloramiento de grupos como los que ha mencionado arriba, grupos que, en cierto momento y como reflejo de su ambición, se atrevieron a calificarse de sinfónicos, porque eso es lo que querían, sonar con la grandeza de las orquestas sinfónicas, pero haciendo su música.

Entonces llegó el punk. Estaban cabreados, y con razón. La derecha de Margaret Thatcher castigó a los obreros de Gran Bretaña como si ellos fuesen los culpables de la crisis económica que por aquel entonces asolaba al mundo occidental. Y la música no podía dejar de ser reflejo de esa situación. Lo malo es que su reacción, lejos de cargarse el modelo hegemónico, le ayudó. Lejos de subvertir el sistema capitalista, el punk mostró a las grandes compañías el modo de desembarazarse de los viejos dinosaurios del rock y de hacer negocio con bandas siempre nuevas, bandas que después de un éxito inicial no sobrevivían más de dos o tres discos para dar paso a nuevos grupos, muchas veces prefabricados por las propias compañías.

Si me ha dado por escribir sobre esto es porque ayer me fui al mueble de los discos (sí, soy viejo, y tengo un mueble lleno de CDs, en su mayoría originales, ¿qué pasa?) y me dio por echar mano de los discos de Immaculate Fools. Este grupo inglés fue uno de los representantes de un movimiento curioso que se produjo en los años ochenta. Por paradójico que pueda resultar, lo cierto es que lo único que consiguió el punk fue potenciar la música pop, dicho esto en el peor sentido de la expresión. Sin embargo, desde dentro del pop emergió gente que quería hacer buena música, grupos que que no querían limitarse a repetir melodías estúpidas que acompañasen a estúpidas letras de amor, sino que querían experimentar, innovar y encontrar nuevos temas y nuevas músicas. Ellos no partieron del rock, sino del pop, pero su tendencia a la complejidad, expresada en una instrumentación cuidada y una letras elaboradas y profundas, les convirtieron en una tendencia que, aunque nunca se llamó así, podríamos etiquetar de pop progresivo.

Y a mí me llegó. Tengo que decir que el punk me marcó, y mucho, negativamente, porque me convirtió en un viejo prematuro: no era mayor de edad y ya me decían que la música que a mi me gustaba, el rock por aquel entonces llamado sinfónico y hoy progresivo, era una antigualla. Uno, cuando tienen quince años, sabe que a los cuarenta será un viejo, pero de ninguna manera imagina que lo será a los diecisiete.

Pero fue así: el punk, la movida madrileña, los tecnos, los neorromanticismos y otras muchas corrientes y gentes nos dejaron a los del rock sinfónico fuera de juego antes incluso de que nos diese tiempo a sentirnos inmersos en ningún juego.

Entonces llegaron ellos: los poperos progresivos como Immaculated Fools. Pareció una segunda oportunidad. Sin ser Yes o King Crimson, aquellos nuevos grupos hacían una música interesante, profunda, elaborada. No eran heavy metal pero sabían usar las guitarras con dureza. No eran progresivos, pero sabían dar densidad a sus composiciones mediante los teclados. No era Jethro, pero sus letras eran complejas e interesantes.

Y algunos nos lo creímos. De hecho, creo que es la única moda a la que recuerdo haberme apuntado: me anudé los pelos en una larga coleta; me agencié unas gafas de sol de pasta negra y me puse, sobre mi camisa rosa, unos tirantes que sujetaban mis flojos pantalones.

El punto de esta historia está en que aquello, como tantas otras historias, fue un efecto óptico: aquel pop fue un fracaso, uno de los movimientos musicales más efímeros de la historia, más, mucho más, que el propio rock sinfónico. Si algo da medida de la fama hoy día es Google, y mientras que Jethro Tull (banda misteriosamente castigada por algunos medios de comunicación españoles) tiene 3.370.000 entradas, los chicos de Immaculated Fools tienen 68.200.

En el fondo, lo único que quiero decir quiero es que fue aquella una buena época, porque fue uno de los escasos momentos en los que me sentí participe del mundo. Duró poco y, además, fue mentira, pero me gustó.

Kevin Weatherill, estés donde estés, mis saludos.

A.

PD: Padme me sugiere que adjunte un vídeo y, como tiene razón, lo hago: