lunes, 29 de diciembre de 2008

Los Reyes Magos

Nota: el siguiente texto lo escribí medio en serio medio en broma para Epsilones el 3 de julio de 2004. Hoy lo vuelvo a suscribir, pero completamente en serio.

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Los Reyes Magos y el sentido de la vida

El éxito de una mentira depende de varios factores, entre los cuales no es el menos importante su improbabilidad. En el caso de la creencia en los Reyes Magos es además decisivo lo útil que resulta para varias instituciones y colectivos.

A los padres, por ejemplo, les viene de perlas lo de los Magos de Oriente, porque así pueden hacer regalos a sus queridos vástagos y disfrutar de sus caritas de placer sin necesidad de afrontar ninguna responsabilidad: si los juguetes no son los deseados o si, como ocurre indefectiblemente, son peores que los del vecino rico del cuarto, es cosa de Sus Majestades los Reyes.

También tienen, cómo no, una finalidad teológica: si queremos que el humano adulto sea capaz de creer en la existencia de seres fantásticos y en sus arbitrariedades, nada mejor que irle acostumbrando desde niño. Si además asociamos con dichos seres fantásticos el buen rollito de los regalos, pues mejor que mejor. Esto también es beneficioso para los dirigentes económicos y políticos, pues tras varios años de vivir apasionadamente lo de la Epifanía no habrá ningún problema en creerse lo de la autorregulación del mercado, lo de la mano invisible, lo de la vocación de servicio y cuanta superchería quieran contarnos, además de estar perfectamente preparados para asumir las decisiones “que vienen de arriba” sin más cuestionamiento.

Sin embargo, nada es perfecto, y la leyenda que nos ocupa no es un excepción: tiene sus riesgos. Estos surgen en el momento en que el niño descubre la verdad. El instante de la revelación de la verdad es sin duda uno de los más importantes de la vida de un individuo, pues según como ocurra le va a decantar por uno u otro de los dos tipos humanos universales: el de los crédulos o el de los escépticos.

He de confesar que no sé con precisión de qué depende que ocurra una cosa o la otra: la edad a la que se hace el descubrimiento o la persona que nos lo revela seguro que influyen. Pero también elementos mucho más sutiles como el especial estado de ánimo en el que se encuentre el individuo pueden inclinar la delicada balanza en un sentido u otro. En cualquier caso, lo cierto es que para unos es algo que se vive con naturalidad, sin traumas, incluso como un rito de paso hacia una nueva época de la vida. Para otros, por el contrario, supone la refutación o, al menos, el cuestionamiento de todo el sistema. “Si me han mentido en esto”, se dice esta otra clase de humanos, a menudo con los ojos ligeramente humedecidos, “¿en cuántas cosas más lo habrán hecho?”.

Esta pregunta es solo el preludio de todo un largo y espinoso proceso de revisión en el que el desengañado se obliga a sí mismo a enfrentarse a lo que hasta ese momento creía los fundamentos de su vida: los Reyes Magos, Blancanieves y sus amigos, los niños y la cigüeña, Dios..., todo lo que daba orden y sentido a su existencia muestra su falsedad ante la mirada atónita del ya para siempre escéptico convencido, que mientras ve cómo desaparece el suelo bajo sus pies no puede evitar, aunque le pese, plantearse la gran pregunta: “¿cuál es el sentido de la vida?”.

Terrorismo y guerra

Si las bombas se llevan en mochilas es terrorismo; si se tiran desde aviones, guerra. Lo primero es un ataque a la libertad; lo segundo, defensa propia.

Ni siquiera los muertos son iguales: los muertos por bombas-mochila merecen llantos y monumentos. Los que pierden la vida bombardeados no son más que efectos colaterales.
Y así seguimos, repitiendo las mismas barbaridades unos y diciendo las mismas cosas los otros. Aferrándonos a la hipocresía del lenguaje, de la doble moral, de ese racismo solapado que tan fácil nos hace ver distinciones entre los muertos.

El último gran crimen de estado es el ataque israelí a la Franja de Gaza. Después de ver los escombros y los muertos es escalofriante escuchar cómo la ministra de exteriores de Israel explica con perfecta sangre fría que, aunque ellos intentan limitar su ataque a los terroristas, en toda guerra sufren los civiles. Y ya está.

Como español y europeo me avergüenzo de que el Gobierno español y las instituciones europeas no rompan relaciones diplomáticas con el Estado de Israel.

domingo, 28 de diciembre de 2008

¿Pollo o caviar?

Un anuncio de Coca-cola presenta la fotografía de una familia de, posiblemente, veinte miembros, entre los que se puede reconocer nietos y abuelos, tíos, sobrinos e, incluso, novias y novios, todos ellos rodeando a la presunta abuela, la cual soporta en una bandeja un gran pavo recién salido del horno. Hasta aquí una imagen de la tópica felicidad hogareña tan típica de estas fechas.

Lo que ha llamado más mi atención es el eslogan: “¿Caviar para dos? Mejor pollo para veinte”. Primero me mosqueé, pues me pareció que estos de la Coca-cola ya no se conformaban con decirnos lo que tenemos que beber sino cómo nos lo tenemos que montar. Después, tras pensarlo un poco, entendí que a los de Coca-cola lo único que les mueve es el beneficio: y está claro que si se juntan veinte es muy posible que haya refrescos en la mesa y, quizá, una botella de vino que los bebedores habituales mirarán con la inquietud que siempre produce la escasez. Sin embargo, si solo se juntan dos, y encima con un poquito de caviar, es muy probable que este se vea acompañado de algún buen vino que caldee y sensualice el ambiente. Lo que es menos imaginable es ver a la pareja de dos tomándose un refresco mientras se miran a los ojos...

Resumiendo: que a las ventas de la empresa americana les interesan más las reuniones familiares grandes que los encuentros íntimos. Me parece perfecto. Lo que me irrita profundamente es esa afirmación acerca de lo que es “mejor”, sobre todo porque es engañosa, dado que si es mejor para alguien es precisamente para ellos, para los de la Coca-cola.

Si saco a colación el dichoso anuncio es porque hoy se juntan los católicos en Madrid para celebrar la familia, o apoyarla, o algo así, y a mí con la Iglesia católica me pasa lo mismo que con la Coca-cola. En principio me son indiferentes, porque ni bebo Coca-cola ni comulgo. Sin embargo, a ellos no les doy igual yo, pues están tan convencidos de lo que es mejor que intentan forzarme a vivir como ellos quieren. A los católicos les gusta un cierto tipo de familia. Perfecto. A los católicos no les gusta la homosexualidad, ni la utilización de medios anticonceptivos, ni el divorcio. Perfecto. El gusto es libre. El problema es que no se quedan ahí, pues no se conforman con hacer ellos lo que les plazca, sino que nos quieren imponer a los demás su modelo. Quieren que bebamos todos coca-cola.

Por eso son mis enemigos: no por sus preferencias, que me pueden dar pena pero las aceptó, como no podía ser de otra manera, sino porque luchan denodadamente por prohibirnos a los demás que satisfagamos las nuestras.


PD: La Iglesia católica utiliza un truco parecido al que comentaba ayer, con la diferencia de que ellos hablan menos de “lo normal” y más de “lo natural”. Lo sorprendente es que hablen de “lo natural” tipos que reprimen, al menos eso dicen, desde luego no todos, sus pulsiones sexuales. También es sorprendente el empeño en defender la familia en tipos que renuncian voluntariamente a montar una. ¿Quieren para los demás lo que no quieren para sí?

sábado, 27 de diciembre de 2008

Lo normal

Normal es o bien lo que se encuentra en su estado natural o bien lo que se ajusta a ciertas normas. Esto implica que comportamientos distintos, incluso contradictorios, pueden ser a la vez normales, si ambos se ajustan a reglas distintas o si tienen distintas naturalezas.

Hay quienes, ignorando lo anterior, opinan sobre lo que es o no es normal, creyendo, siempre andan creyendo cosas, que lo normal es ser como ellos creen que hay que ser. Las razones son muchas: incultura, falta de experiencia, una educación deficiente, aunque la causa más frecuente es una fe ciega en algún conjunto de normas que incluya la prohibición de cualquier otro conjunto de normas.

La derecha, desde los cachorros hasta los viejos líderes, son especialistas en esto de juzgar alegremente qué es normal y qué no lo es, aunque también es verdad que imbéciles incapaces de entender la complejidad del mundo los hay en todos los sitios.

Es un viejo truco deshumanizar al enemigo para justificar lo que vamos a hacer con él. Considerarle persona nos obliga a aplicarle los criterios morales que utilizamos respecto de las personas, por lo que es mucho más conveniente convertir al enemigo en monstruo y así vernos libres para dañarle del modo que nos parezca más apropiado.

Cuando alguien dice públicamente lo que es normal y lo que no lo es se está erigiendo en ejemplo a seguir, en modelo de conducta, en norma absoluta, despreciando con ello de paso a los que son distintos, a los que no son normales. Estos visionarios, estos poseedores de la verdad, son unos ignorantes, unos fascistas o, casi siempre, ambas cosas.

Lo malo es que gentuza de esta la hay a patadas.